Marianne los había llamado sin pérdida de tiempo, pero desde el primer momento tuvo un mal presentimiento. Las pulsaciones de Sherman pasaron de 130 a 0 en un instante. No disminuyeron lentamente ni se produjo arritmia. Fue como si un coche que fuese a 130 km/h se estrellase contra un muro. Era evidente que algo había reventado en el defectuoso corazón del pequeño. Quizá un paquete muscular, o acaso uno de los frágiles tabiques, auricular o ventricular.
Sin interrumpir las maniobras de resucitación, el equipo de la UCI empezó a administrarle medicamentos al neonato: epinefrina, atropina, más epinefrina, bicarbonato.
Llevaban con el pequeño más de media hora. A cada minuto que pasaba, Marianne veía que no había nada que hacer. Laura Pressman cesó en las compresiones cardíacas, se alejó unos pasos de la incubadora, miró a los miembros de su equipo y meneó la cabeza.
– Lo siento -les dijo-. Han hecho ustedes lo imposible.
Sherry Hiller abrazó y consoló a Marianne Rodríguez, que se tragó las lágrimas y empezó a desconectar al pequeño Sherman O'Banion. Su incubadora sería retirada y sustituida por otra recién esterilizada que no tardaría en ser ocupada por otro neonato.
Seis plantas más abajo de la que albergaba la UCI de neonatos, en el subsótano, la fornida empleada de la sección de dietética llamó a la puerta del lavabo de caballeros (muy poco utilizado), aguardó unos instantes, entró y encendió la luz.
El tóxico cardíaco era tan fuerte que bastaba una cantidad microscópica. Aunque analizasen el alimento administrado a Sherman O'Banion (algo muy poco probable), nadie sabría qué buscar, y nada encontrarían.
La bolsa de deporte estaba oculta debajo de un montón de toallas de papel, en un alto cesto que utilizaban como papelera. Diez minutos después, un hombre salía del lavabo de caballeros con la bolsa de deporte en la que llevaba el uniforme, la cofia y la mascarilla, así como un pequeño cojín, una peluca de mujer y un estuche de lentes de contacto. El pelo -castaño oscuro- lo llevaba cortado casi a cepillo. Iba con téjanos, jersey holgado y zapatillas de deporte bastante usadas.
Era de complexión y estatura corrientes, y no había en su aspecto nada que llamase la atención.
En la iglesia de St. Anne no cabía un alfiler. Se celebraba el funeral por Evie.
El día estaba nublado y tan triste como el oficio religioso. Evelyn DellaRosa -dinámica, extraordinariamente bella, escritora y periodista de talento- había muerto prematuramente a la edad de treinta y ocho años. Casi todos los presentes en la ceremonia reflexionaban sobre la fugacidad de la vida y sobre las sorpresas que daban las enfermedades y el azar.
La iglesia de St. Anne tenía ciento cincuenta años. La cara exterior de sus muros de guijarro estaba encalada. La fachada señoreaba en el pintoresco parque de Sharpston, una población del norte de Nueva Jersey en la que Evie creció y en la que aún vivían sus padres.
Harry reparó en lo concurrida que estaba la iglesia; todo un homenaje a Evie. Pero a cada persona que veía llegar, tenía la sensación de haber conocido menos a su esposa. Aparte de los familiares, de algunos colegas de Harry y de vecinos de su urbanización, acudieron compañeros de la revista para la que trabajaba Evie, pintores y mecenas. También había empleados de la cadena de TV en la que Evie dejó de trabajar hacía diez años, y otras muchas personas totalmente desconocidas para él.
Poco antes del comienzo del servicio religioso, el primer marido de Evie, John Cox, que tenía ahora un alto cargo en un canal de TV, entró con una exuberante joven.
Que Harry supiera, Evie no había cruzado una palabra con su ex marido desde poco después de su inamistoso divorcio. Y, sin embargo, allí estaba.
Los días de luto posteriores a la muerte de Evie se vieron perturbados, de continuo, por las visitas de Albert Dickinson a los vecinos de la urbanización en la que vivía Harry, a sus compañeros de trabajo en el hospital y a Carmine y Dorothy DellaRosa.
Dorothy llamó a Harry en cuanto el inspector Dickinson se marchó, tras hacerle preguntas sobre Caspar Sidonis.
«La verdad, Dorothy, es que no sé si Caspar Sidonis miente o no -le había dicho Harry-. Y, con franqueza, me da lo mismo. Yo amaba a Evie y estoy seguro de que me correspondía. Aunque hubiese tenido alguna relación con esa persona, cosa que dudo mucho, estoy convencido de que lo hubiésemos superado.»
«¡Madre mía!», se había limitado a exclamar Dorothy.
Cuando el funeral estaba a punto de comenzar, Harry miró hacia atrás y vio entrar a Caspar Sidonis, que fue a sentarse en el último banco del fondo. Su presencia lo enfureció tanto como lo incomodó. «Cornudo» era una palabra muy desagradable.
– Acaba de entrar Sidonis -le susurró Harry a Julia Ransome, una agente literaria que era, también, la más íntima amiga que tenía Evie en Nueva York.
– ¿Te molesta que haya venido? -le preguntó ella sin dignarse mirarlo.
Harry pensó que quizá fuese deformación profesional de la agente literaria, pero el caso era que Julia iba siempre al fondo de la cuestión, sin rodeos.
– No -contestó él-. Si quieres que te diga la verdad, creo que no demasiado.
Desde el mismo momento en que se despidió del cuerpo de Evie y salió de la habitación del hospital, Harry había tratado de analizar sus sentimientos.
También había pensado en cambiar de domicilio. Incluso en abandonar el ejercicio de la medicina y empezar de nuevo, en alguno de los «paraísos de la seguridad ciudadana» que tanto ensalzaban las revistas médicas. Pero del mismo modo que no se sintió capaz de dejar a sus pacientes por un empleo en los laboratorios Hollins/McCue Pharmaceuticals, sabía, en su fuero interno, que tampoco ahora lo iba a hacer. De todas maneras, el inspector Dickinson no lo dejaría marchar en aquellos momentos.
El féretro de Evie estaba sobre un estrado, rodeado de flores. En el centro de una guirnalda de rosas blancas habían colocado una copia de la misma fotografía de estudio -tan perfecta y relamida como impersonal- que Evie le había «dejado» tener a Harry en la mesa de su despacho.
No habría entierro. El día que apareció su esquela y una nota necrológica en el Times, un abogado de Manhattan se puso en contacto con Harry. Evie había modificado su testamento hacía tres semanas. Expresaba su voluntad de ser incinerada y legaba sus joyas y sus obras de arte a sus padres, en lugar de a Harry, como figuraba en el testamento anterior (otra muestra de que daba por deshecho su matrimonio). Harry seguía como beneficiario de los 250.000 dólares del seguro de vida, que suscribieron conjuntamente hacía unos años. Eso era todo. El documento no hacía la menor mención de Caspar Sidonis.
Harry estaba sentado en el primer banco, entre Julia y los padres de Evie. Su hermano Phil, Gail y sus tres hijos estaban a la derecha de Julia. Doug Atwater ocupaba un asiento justo detrás de Harry, que daba gracias por el hecho de que ninguno de ellos pudiera leerle el pensamiento, pues sólo deseaba que la ceremonia terminase cuanto antes para poder volver a casa.
Con la ayuda de su colega Steve Josephson, de la esposa de éste y de unas asistentas, el apartamento había vuelto a quedar casi como estaba, salvo algunos cajones rotos y la falta de los objetos robados.
Lo que más anhelaba Harry ahora era pasar un par de veladas en el club C.C.'s Cellar y tocar el contrabajo con el grupo de jazz. Relajarse y reanudar luego su trabajo en su consultorio y en el hospital. La misa tuvo la adecuada solemnidad y no fue muy larga. Previamente, invitaron a Harry a que dijese unas palabras, antes o después del oficio religioso, pero éste declinó. El sacerdote, que conocía a Evie desde niña, hizo lo que pudo para darle algún sentido a su prematura muerte. Harry apenas se enteró de nada. No prestó atención. Lo que lo preocupaba era tratar de encontrarle algún sentido a la vida de Evie. No dejaba de pensar en el gotero de Evie y en el médico, o impostor, que logró entrar y salir de la unidad de neurocirugía sin que nadie lo viese. Y por si las cosas no estuviesen ya bastante complicadas, se encontraba con otro misterio: el de las tres llaves del llavero en forma de pata de conejo que tenía Evie en su bolso.
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