Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Harry le estrechó la mano a Carmine y besó a Dorothy en la mejilla. El matrimonio siempre se había mostrado amable con él, pero nunca cordial ni efusivo. Gótico de Nueva Jersey, los llamaba Evie a veces.

– Evelyn ha movido los brazos -dijo Dorothy.

– Es posible. Hay reflejos que hacen que los músculos se contraigan, aunque, la verdad, es que eso no significa nada, Dorothy. Sería engañarlos -dijo Harry, contristado. Luego señaló a la vacía cama de Maura, recién hecha-. ¿Y la mujer que estaba aquí?

– La han trasladado a la planta de abajo, a la pobre -contestó Dorothy-. Han dicho las enfermeras que había una habitación disponible, y que es mejor, para no perturbar… estos momentos.

Harry era consciente de que, salvo que le hiciera a Carmine DellaRosa alguna pregunta directa -y siempre y cuando fuese él el único que pudiera contestarla-, Carmine dejaría que su esposa hablase por los dos. Harry, por su parte, pensó que era mejor no decirles nada del desvalijamiento del piso. Aunque tarde o temprano tendría que contárselo, le pareció que en aquellos momentos ya estaban bastante abrumados por la muerte de su hija y por la decisión tomada por él de autorizar la donación de sus órganos.

Evie yacía inmóvil en la cama. Le habían tapado los ojos con gasa y seguía intubada y conectada al gotero, pero el tratamiento para reducir la inflamación del cerebro (hiperventilación para que bajase su nivel de dióxido de carbono, elevar el pH de su sangre y la administración de diuréticos para facilitar la reducción de líquidos) se había interrumpido. Una segunda serie de pruebas imprescindibles -riego cerebral, electroencefalogramas y tentativas para conseguir que respirase por sus propios medios- no hicieron sino confirmar el diagnóstico de muerte cerebral.

No quedaba más que decirle adiós y aguardar a que el facultativo certificase oficialmente su muerte. A partir de ahí, el servicio de trasplantes del área de Nueva York se haría cargo de su cuerpo.

Harry le cogió una mano a Evie, la retuvo unos momentos y se preguntó si sus suegros se habrían enterado ya de lo de Caspar Sidonis. En cualquier caso, poco iban a tardar en enterarse.

Una vez que se certificase que Evie había muerto al reventársele un aneurisma, no habría necesidad de que se le practicase la autopsia, sobre todo estando en juego la suerte de múltiples trasplantes, al haber donado los órganos. Sin embargo, lo que sí exigió Harry fue un completo análisis toxicológico.

– Acaba de marcharse el padre Moore -dijo Dorothy

– Siento no haber llegado a tiempo de saludarlo.

– Le ha administrado la extremaunción.

– Muy bien.

Hacía años que Evie no se consideraba católica, y no se preocupó lo más mínimo por anular su primer matrimonio. No obstante, sus padres no se habían resignado nunca a aceptar su alejamiento de la Iglesia.

– No sé yo si está bien eso de que done sus órganos. Era tan… hermosa -observó Dorothy.

– Ya lo creo que está bien, Dorothy. Para lo que de verdad importa, Evie será igualmente hermosa cuando todo esto haya terminado. Más hermosa aún. ¿Verdad que sí? -dijo Harry.

– Sí. Supongo… que sí. ¿Y el entierro?

Harry creyó adivinar lo que deseaba decirle.

– ¿Quieren cuidarse ustedes de todo? -preguntó Harry.

– Gracias. Sí.

– Cualquier cosa que decidan me parecerá bien. Pueden encargar a quienes consideren oportuno la organización de las honras fúnebres, y que ellos se pongan en contacto con la dirección del hospital.

– ¿Sabe dónde tiene Evelyn su agenda?

– Pues sí. La tiene aquí. La llamaré luego y podremos repasar los nombres juntos.

– No es necesario. Les pediré a mis amigos que llamen a todos los números para que el que quiera pueda asistir. Nuestra iglesia es pequeña, pero no tenemos demasiados parientes, y habrá sitio de sobra. ¿Se encarga usted de hablar con la gente de aquí?

– Por supuesto.

Harry se alcanzó el bolso de Evie, que estaba bajo la mesilla de noche. Había dejado el billetero en casa, pero llevaba su estuche de tocador, dinero y la agenda. Sacó la pequeña agenda de piel y la hojeó. Los nombres estaban anotados con la meticulosa letra de imprenta de Evie. Muchos de ellos le evocaron a Harry el recuerdo de los años más felices de su matrimonio.

Iba ya a darle la agenda a la madre de Evie cuando reparó en dos etiquetas pegadas en la cara interna de la tapa. En cada una de ellas había un nombre, una dirección y lo que parecía un número de la Seguridad Social. Por pura curiosidad, Harry despegó las etiquetas y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta, aunque le resultó tan complicado como embarazoso hacerlo sin que lo advirtiese Dorothy, que se limitó a coger la agenda y a darle las gracias.

Dorothy se acercó luego con su esposo a la cama y, al cabo de unos momentos, salieron ambos de la habitación.

– Era tan hermosa… -le oyó Harry decir a su madre.

Cuando se hubo asegurado de que los DellaRosa no iban a volver a entrar, Harry abrió de nuevo el bolso de Evie. Además de la polvera, del lápiz de labios, de un estuche de sombra de ojos y de un billete de veinte dólares, había un llavero gris en forma de pata de conejo con tres llaves. Dos eran casi nuevas, y Harry las comparó con las de su apartamento. No eran iguales. La tercera era una llave de buzón de correspondencia. Iba a examinar las dos etiquetas cuando Ben Dunleavy irrumpió de pronto en la habitación.

El neurocirujano de Evie era una persona muy respetada en el hospital, pero era también muy temido a causa de sus bruscos cambios de humor y de su intransigencia. La decisión de demorar la operación del aneurisma de Evie, aunque clínicamente razonable y avalada por datos recientes, fue suya. Y, en definitiva, su paciente había muerto antes de poder operarla.

– Harry -dijo Dunleavy, que le estrechó la mano con un talante más frío de lo esperable dadas las circunstancias.

Era obvio que Sidonis había hablado con él.

– ¿Ha venido a certificar el fallecimiento de Evie? -le preguntó Harry.

El neurocirujano asintió con la cabeza y la miró. No necesitó más. Harry miró el reloj de pared. Eran las nueve, doce minutos y treinta y cinco segundos de la mañana. Evie estaba ya oficialmente muerta.

– Ni que decir tiene que siento muchísimo lo ocurrido -dijo Dunleavy-. Llevo años inclinándome siempre por retrasar toda operación de un aneurisma como el de Evie, y es la primera vez que se produce un desenlace fatal. En sólo dos ocasiones han sufrido mis pacientes nuevas hemorragias antes de llevarlos al quirófano, aunque ambos salieron con bien de la intervención.

Harry leyó entre líneas. No tenía sentido hacerse de nuevas.

– Escuche, Ben, es posible que Sidonis se entendiera con Evie. No lo sé. Lo que sí sé, no obstante, es que me acusa injustamente.

– Espero que así sea -dijo Dunleavy con frialdad-. Si me necesita para cualquier otra cosa, llámeme.

Dunleavy dio media vuelta y se alejó, sin darle opción a decir nada más. Primero las enfermeras, y ahora Dunleavy. A pesar de que no había pruebas concluyentes contra él, algunos parecían reacios a concederle el beneficio de la duda.

Se le hizo un nudo en el estómago. Habría problemas.

Se sentó junto a la cama, en la silla que Dorothy había dejado libre, y sacó los dos trozos de papel del bolsillo, que estaban estrujados. Uno era de la página de una revista; el otro, de una hoja de papel de carta. En cada trozo de papel estaba escrito el nombre y apellido de un hombre, la dirección, el número de teléfono y el de la Seguridad Social. Era letra de Evie, pero escrita muy apresuradamente.

Uno de los hombres era un tal James Stallings, de cuarenta y dos años, domiciliado en la zona alta del East Side. El otro era de Queens, tenía treinta y siete años y se llamaba Kevin Loomis.

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