Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Harry guardó en la cartera las dos notas y el llavero en un bolsillo. Luego, registró de nuevo el bolso y lo tiró a la papelera. Después, se inclinó hacia el cuerpo de Evie y la besó con ternura en la frente.

– Lo siento, pequeña -musitó-. Lo siento mucho.

Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y salió de la habitación.

Estaba ya cerca de los ascensores cuando, desde el fondo del pasillo, oyó gritos. La voz le resultó familiar.

– ¡Eh! ¡Por favor! ¡Que venga alguien aquí en seguida! ¡Que vengan a quitarme de encima estos condenados bichos!

* * *

– Me ha guiñado el ojo, Sherry. Lo juro.

Con uniforme y mascarilla, la enfermera Marianne Rodríguez miraba a la incubadora en la que el minúsculo Sherman O'Banion llevaba casi sus dos semanas y media de vida.

La UCI de neonatos del hospital Infantil de Nueva York era la mejor de Manhattan. En aquellos momentos estaba al límite de su capacidad (treinta neonatos que, al nacer, pesaron entre poco menos de 500 g a 4,5 kg).

Sherman nació a las veinticinco semanas de gestación, con un peso de escasamente 600 g. Su madre, que era ama de casa, estaba ya en su domicilio porque tenía que cuidar a sus otros dos hijos, y el padre trabajaba en el turno de noche de la planta de montaje de una fábrica. Teniendo en cuenta su peso y otros problemas, Sherman se encontraba bastante bien.

– ¿Verdad que a veces piensa una en qué podrán llegar a ser estas «cositas» tan diminutas? -preguntó Sherry Hiller.

– Apuesto a que Sherm será jugador de rugby -dijo Marianne Rodríguez-. ¿Has visto a su padre?

El bebé, metido en la incubadora, parecía un extraterrestre. Estaba rodeado de tubos, cables y varios aparatos; envuelto en un finísimo tejido especial que conservaba el calor de su cuerpo, y sometido a fototerapia para reducir su ictericia. Unas finas películas, aplicadas a los párpados, le protegían los ojos de los rayos ultravioleta. Además, estaba con respiración asistida. Los sensores adosados a las piernas y el abdomen medían su temperatura, el ritmo cardíaco y la concentración de oxígeno en la sangre. Un finísimo tubo -casi un capilar- inyectado a una venilla de la cabeza le proporcionaba antibióticos y los fluidos necesarios. Lo alimentaban por medio de una sonda que llegaba a su estómago a través de las fosas nasales.

Marianne se acercó a la incubadora y anotó la temperatura, las pulsaciones y el color del bebé. Sus niveles de oxígeno eran un poco bajos. La ictericia, los análisis y el reconocimiento que se le había hecho revelaban una cardiopatía que probablemente requeriría operarlo dentro de no mucho tiempo.

Sin embargo, Marianne no estaba demasiado preocupada. Llevaba seis años en la UCI de neonatos y había visto salir del hospital, en perfecto estado, a muchísimos bebés que ingresaron en situación mucho más crítica que Sherman O'Banion. Era cierto, también, que otros no tuvieron la misma suerte. Ceguera debida a múltiples causas, parálisis cerebral, retraso mental, intervenciones quirúrgicas, muerte (bien por súbito paro cardíaco o por infección prolongada) y posteriores incapacidades para el aprendizaje eran complicaciones que toda enfermera de la UCI de neonatos tenía que afrontar muy a su pesar.

Llamaron con los nudillos al cristal de la «despensa» en la que guardaban el alimento infantil. Marianne alzó la vista. La mujer que traía el alimento especial, preparado en la sección de dietética, la saludó alegremente agitando su enguantada mano. Marianne estaba casi segura de no haberla visto nunca. Con el uniforme, la cofia y la mascarilla, sólo se le veían los ojos, grandes y marrones. Era una mujer fornida cuyos ojos tenían un brillo especial. Marianne tuvo la impresión de que debía de ser una persona simpática. Le indicó con la mano que dejase las raciones de alimento en el mostrador, que luego las recogerían las enfermeras. La mujer asintió con la cabeza, hizo lo que le indicaba y salió de la UCI.

Marianne reanudó la revisión de todos los aparatos. Para hacer bien su trabajo se requería casi tanta preparación tecnológica como médica, aunque del mantenimiento de los aparatos se encargaba un equipo de especialistas que, en algunos casos, era casi una división de ingenieros. El coste de la UCI de neonatos, independientemente de si los bebés permanecían en ella poco o mucho tiempo, era astronómico. En cierta ocasión le comentaron a Marianne en el hospital que, en los casos más graves, el coste de tener a un bebé en la UCI podía superar los 9000 dólares diarios.

Una niña, cuya madre la abandonó en un vertedero, permaneció en la UCI del hospital Infantil de Nueva York durante casi nueve meses, antes de sucumbir a la infección con la que ingresó. Incluso se le organizó un funeral en el propio centro al que sólo asistieron sus enfermeras y algunos médicos. El coste de mantenerla con vida durante aquellos meses fue de millón y medio de dólares.

– Bueno, Sherm, llegó la hora del «bocata» -dijo Marianne mirando al bebé con expresión risueña.

– Trae la papilla de Jessica cuando vuelvas, ¿quieres? -le dijo Sherry Hiller.

– Descuida. ¿Hay que añadirle algo más?

– No.

La comida de los bebés iba en frascos graduados y etiquetados que contenían la ración diaria para cada bebé. En algunos casos, añadían leche materna; en otros, el alimento se preparaba especialmente para cada toma. Los frascos iban herméticamente cerrados, con un tapón de rosca de plástico, y precintados con cinta adhesiva.

Marianne se puso los guantes, rompió los precintos y abrió los frascos que contenían el alimento para Sherman. Les añadió el suplemento de glucosa, prescrito por el neonatólogo, y volvió a precintar todos los frascos menos uno. Nunca había acabado de entender por qué le daban tanta importancia a aquel precintado que, en el hospital, estaba al alcance de muchas personas. Comprobó dos veces las etiquetas y guardó en el frigorífico todos los frascos, salvo uno para Jessica Saunders y otro para Sherman O'Banion. Después, volvió a la sala de las incubadoras.

– «Micifuz y Zapirón se comieron un capón… en un asador metido» -tarareó mientras le administraba el alimento al neonato a través del tubo.

– ¿Podrías dárselo a Jessica por mí, Marianne? -le preguntó Sherry-. La alarma de Carita de Luna, la pequeña Logan, se dispara continuamente. Deben de ser los cables. Voy a cambiarlos.

– Descuida -dijo Marianne.

Marianne le administraba ya el alimento a la pequeña cuando oyó la alarma del monitor cardíaco de una de las incubadoras. Estuvo medio minuto sin hacer caso, convencida de que se trataba de la averiada alarma de Carita de Luna. No obstante, la alarma no cesaba.

– Debe de ser Carita de Luna, Sherry -dijo Marianne sin alzar la vista.

Por un momento no se oyó más que el estridente sonido de la alarma.

– ¡Mierda! -exclamó de pronto Sherry-. ¡Es la de Sherman, Marianne!

El monitor cardíaco de Sherman mostraba una línea completamente plana. Marianne dejó a un lado el frasco del alimento y corrió junto a la incubadora del niño. El pechito de dos semanas del pequeño se movía arriba y abajo de manera rítmica, al compás del respirador. Tenía muy mal color. La alarma de saturación de oxígeno también se disparó.

Marianne comprobó los cables. Aplicó el estetoscopio al pecho del bebé. Nada. Ni un latido. De inmediato, aumentó la velocidad del respirador y empezó con la compresión cardíaca.

– Paro cardíaco, Sherry -dijo Marianne, angustiada-. Llama a Laura en seguida. ¡Madre mía!

En menos de un minuto, dos pediatras residentes y dos enfermeras, dirigidos por la neonatóloga Laura Pressman, se aplicaron a la resucitación de Sherman O'Banion.

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