Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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Para disimular el olor a bourbon de su aliento, de camino se compró caramelos de menta, pero cuando llegó a la calle 47, que estaba a diez manzanas del hotel Plaza, ya se los había comido todos.

El vigilante de seguridad, que estaba tras el mostrador de recepción del vestíbulo del remozado edificio, dejó a un lado el National Enquirer y le dirigió una recelosa mirada.

Harry le dijo que Evie había muerto y que le gustaría ver las cosas que tenía en el despacho antes de que cualquiera las metiese en una caja y las guardase en el almacén. Para reforzar sus dotes de persuasión, sacó de la cartera una fotografía de Evie y un billete de veinte dólares.

El vigilante miró detenidamente la foto de la espectacular mujer, se guardó el billete en el bolsillo de la camisa e hizo una llamada. Al cabo de tres minutos, Harry salía del ascensor de la planta 23, en la que se encontraban las oficinas de la revista Manhattan Woman.

– Todos hemos sentido mucho lo de Evie, doctor DellaRosa. Soy Chuck Gerhardt, el maquetista.

Gerhardt era un hombre de unos treinta y cinco años. El pelo empezaba ya a clarearle y lo llevaba muy corto. Iba con téjanos negros, muy ajustados, y un jersey de cuello vuelto, negro también. El grabado del medallón que le colgaba del cuello le recordó a Harry una tuba. La cadena era muy gruesa y el grabado era una filigrana de bisutería (cristal engastado en un metal pulido).

El maquetista no debió de perder más allá de una caloría al estrecharle la mano.

– Encantado de conocerlo -le dijo Harry-, y gracias por sus palabras. Aún no me hago a la idea de que haya muerto.

Doctor DellaRosa… Harry se sentía solidario con Evie y con todas las mujeres que en su vida profesional no utilizaban el apellido del esposo. Por otra parte, no había razón para aclararle al empleado que él se apellidaba Corbett. Hacía años que Evie no lo había invitado a subir a su despacho, y no pensaba volver a poner los pies allí cuando se hubiese marchado. Sólo había ido a buscar una pista acerca de cuál era el proyecto en el que trabajaba Evie, o sobre el secreto despacho que ella tenía en el Greenwich Village, aunque, claro está, se decía Harry, todo detalle que arrojase alguna luz sobre la extraña con la que había estado casado durante nueve años sería bienvenido.

– Me encuentra aquí por casualidad -dijo Gerhardt-. El próximo número de la revista ha de salir el lunes y tengo muchísimo trabajo; lo que llamamos nosotros estar en «plena histeria». Ni siquiera he podido asistir al funeral. Los jefes sí han ido, pero nosotros, los currantes, que somos los que cargamos con todo, estamos encadenados a la mesa.

– Siento que no haya podido asistir. Ha sido un hermoso funeral. Y le ruego me disculpe por haberlo interrumpido en su trabajo.

– En absoluto. Yo… la verdad es que tampoco me hago a la idea de que Evie haya muerto. Era la mejor, doctor DellaRosa; de las que sabían jugar fuerte.

– Lo sé -pareció admitir Harry, a quien no le pasó inadvertida la ironía que entrañaban las palabras de Gerhardt-. Mire, no me he sentado desde que salí del funeral. No he hecho más que dar vueltas por la ciudad, y he venido a ver si podía llevarme las cosas de Evie.

Chuck Gerhardt lo miró con extrañeza.

– Creo que el hombre que envió usted ayer, doctor DellaRosa, o quizá fuera anteayer, debió de llevárselo todo. Lo recuerdo porque…

– ¿Lo vio usted? -preguntó Harry con una crispación que a duras penas logró ocultar.

– Sólo un momento porque estaba en el otro lado de la oficina cuando vino. Kathy, la recepcionista, lo acompañó al despacho de Evie. ¿No lo sabía usted?

– En realidad, sí -dijo Harry, que fingió caer de pronto en la cuenta-. Ya sé lo que ha ocurrido. Debió de ser un compañero de trabajo. Va a un gimnasio que está muy cerca de aquí. El otro día, se me ofreció para recoger las cosas de Evie. Con todo lo que ha ocurrido, lo había olvidado. ¿Le importa que, de todas maneras, vaya a dar un vistazo?

– En absoluto.

– Es uno de los despachos que comunica con recepción, ¿verdad?

– No. Se cambió hace dos años al despacho del fondo del pasillo.

– Ah, sí. Es que hacía mucho que no pasaba por aquí.

El nombre de Evie estaba aún en la dorada placa de la puerta de roble del despacho. Harry entró, pese a albergar el íntimo convencimiento de que iba a ser inútil. Y no se equivocó. En el despacho no quedaba nada; ni en la mesa, ni en el archivador. Se habían llevado incluso los cuadros y las fotos que pudiera tener en las paredes. Los libros que tenía en una pequeña librería estaban amontonados en un rincón.

«Seguro que esos libros los han examinado, uno por uno, en busca de cualquier papel o documento importante», pensó Harry. Las dudas que pudieran quedarle acerca del allanamiento de su piso se desvanecieron. El robo en su apartamento no fue sino una cortina de humo para encubrir un registro en toda regla, pero… ¿qué buscaban?

Palpó bajo los estantes de la librería, por si encontraba algo, pero nada. La papelera estaba vacía. Harry no acababa de entender que hubiesen podido entrar en el despacho y vaciarlo como por ensalmo. Tenían que haberle contado un cuento muy convincente a la recepcionista, y quien fuese debía de ser un hombre con mucha sangre fría. No podía tratarse de un aficionado.

¿Los robos en su apartamento y en el despacho de Evie tendrían relación con su muerte? ¿Cómo no iban a tenerla?

Sin detenerse a reflexionarlo, Harry se sentó en el sillón de Evie y encendió el ordenador. En seguida apareció la barra del menú, pero tras pulsar la tecla para que apareciese lo archivado en el disco duro, vio que el archivo estaba vacío. No quedaba nada en absoluto. Ni una carta, ni un artículo, ni siquiera nombres de documentos. Todos los datos habían sido extraídos como quien vacía una hucha.

– ¿Me necesita? -dijo Chuck Gerhardt desde la puerta con una comprensiva sonrisa.

– No, aunque, de todas formas, muchas gracias -contestó Harry, que le sonrió a su vez con verdadera perplejidad-. Gracias por todo.

Gerhardt puso tres billetes de diez dólares en la mesa.

– Le debía esto a Evie -dijo-. Supongo que ahora tengo que devolvérselo a usted.

– Ni hablar. No tiene que devolverme nada. Si ella lo apreciaba lo bastante como para prestárselos, estoy seguro de que no le hubiese importado dejarlo así.

– No. No fue un préstamo. Ella tenía un amigo en el Village que trabaja en joyería fina. Se me soltó un eslabón de esta cadena y el medallón cayó al suelo de mármol del vestíbulo. Me lo regaló un amigo muy querido… en un viaje que hicimos a Alemania. Creí que no tenía arreglo, pero el amigo de Evie lo recompuso.

El Village. Evie nunca se alejaba para hacer sus compras más allá de Saks en la Quinta Avenida. Incluso el C.C.'s le parecía a ella un lugar demasiado bohemio. La primera vez que Harry oyó mencionar el Greenwich Village, en relación a Evie, fue cuando Julia le contó lo de su secreto despacho. Y ahora esto.

– ¿No sabrá usted, por casualidad, dónde vive el joyero, Chuck?

– La verdad es que Evie no me lo dijo, pero su tarjeta estaba pegada dentro de la caja en la que me trajeron el medallón. Estoy casi seguro de que la conservo. Bajemos a mi despacho.

Harry siguió a Gerhardt hasta un amplio estudio atestado de material de diseño. El maquetista rebuscó en su mesa durante unos momentos y encontró la tarjeta. Paladin Thorvald. Joyería fina y antigüedades.

Gerhardt puso cara de satisfacción. Harry tomó nota de las señas y le dio una palmadita en la espalda al empleado.

– Ahora puede quedarse tranquilamente con el dinero, Chuck -le dijo Harry -. Se lo ha ganado.

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