* * *
Harry se detuvo a sacar dinero de un cajero automático y luego cogió un taxi hasta el Village.
La joyería y tienda de antigüedades de Paladin Thorvald estaba justo al lado de Bleecker Street, muy cerca de Bowery. Era casi la una de la madrugada, pero allí, como en muchos barrios de Manhattan, aún había cierta animación por la calle (y los omnipresentes merodeadores, que acechaban para hacerse con su nocturno botín).
Harry no tenía otro plan que mostrarle la fotografía de Evie a todo el que quisiera echarle una ojeada. Si no tenía suerte, volvería a casa, a dormir un poco, y volvería al Village a primera hora de la mañana. La rapidez contaba. Quienquiera que hubiese registrado el apartamento y el despacho de Evie, era lo bastante decidido -y estaba lo bastante desesperado- como para cometer un asesinato. Aparte de esto, y para agravar las cosas, el inspector Albert Dickinson estaba ansioso por recibir el informe del forense, que confirmara la presencia de alguna sustancia extraña, para echarse encima de su único sospechoso: Harry Corbett.
La joyería de Thorvald estaba en el primer piso de un desvencijado edificio. El ladrillo rojo de la fachada amarilleaba de pura dejadez, y el único escaparate de la tienda estaba protegido por rejas. Un pequeño letrero anunciaba que estaba abierto desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde.
Harry miró hacia el interior de la tienda, donde una bombilla iluminaba supuestas joyas que, más que antigüedades, parecían quincalla. No era precisamente la clase de bisutería que habría comprado Evie. Harry estaba seguro de que era muy improbable que Evie hubiese ido, a propósito, a comprar allí; seguro que debió de pillarle de paso, lo que quería decir que su despacho tenía que estar cerca.
El doctor Corbett les mostró la foto de Evie a otros tantos clientes que vio salir de una tienda de comestibles contigua al portal de la joyería. Luego entró para mostrársela al dependiente.
Éste, que debía de ser indio o paquistaní, reconoció a Evie como cliente habitual, pero no tenía ni idea de dónde vivía, aunque, según le precisó a Harry, él sólo trabajaba a partir de las once.
Hasta hacía unos días, Harry no hubiese imaginado nunca a su esposa por las calles de aquel barrio, sola y de noche.
Cuando se hubo alejado apenas una manzana de la tienda, notó que los merodeadores de la noche lo acechaban y se le acercaban para ofrecerle sexo o para atracarlo (probablemente para ambas cosas). No tardaría mucho en abordarlo alguien. Miró el reloj. Era una estupidez andar por allí a semejante hora, de manera que, sin dejar de mirar atrás a cada paso, rehízo el camino hacia la joyería de Thorvald.
Fue él entonces quien abordó a los viandantes para mostrarles la foto de Evie. Dos le dijeron que no la habían visto nunca, y otros dos lo evitaron antes de que pudiese preguntarles nada.
Decidió entonces coger un taxi y volver a casa. Al pasar otra vez por delante de la joyería, miró el escaparate a través de los barrotes y vio que, por el fondo de la tienda, deambulaba un fornido y barbudo individuo que llevaba una camisa muy holgada.
Harry llamó con los nudillos. El hombre alzó la vista, miró el reloj y le indicó con un ademán que estaba cerrado. Harry volvió a llamar, pero esta vez con la foto de Evie y dos billetes de veinte dólares en la mano izquierda. El hombre vaciló y luego se acercó a la puerta con andar cansino. Con su camisa profusamente bordada, la poblada barba, la coleta y el pendiente de oro que llevaba en el lóbulo de una oreja, parecía un híbrido de Eric el Rojo e Iván el Terrible. Sin embargo, su rostro, aunque probablemente habría atemorizado a un niño, tenía una expresión amable que inspiraba confianza. Miró la foto a través del escaparate. Harry notó que la reconocía. Le mostró la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda, la foto y los billetes. Paladín Thorvald titubeó, pero en seguida se encogió de hombros, desconectó la alarma y abrió la puerta.
– ¿Es usted el marido de Désirée? -preguntó al presentarse Harry como su esposo-. No tenía ni idea de que estuviese casada, y mucho menos con un médico.
Harry no pudo evitar pensar en las horas que él y Evie pasaron para elegir el anillo de compromiso y las alianzas. Saber que frecuentaba el Village de noche, que utilizaba el nombre de Désirée y que no llevaba la alianza, le hubiesen dejado estupefacto hasta hacía muy poco. No obstante, ahora lo sorprendió, sin más.
– Mire usted, Thorvald, soy su esposo. Es decir, lo he sido hasta hace unos días. ¿Podría entrar a hablar con usted un minuto?
Aunque Thorvald retrocedió unos pasos para franquearle la entrada, Harry notó que el hombre recelaba. Pensó que no había razón para no explicárselo todo, salvo el hecho de que la policía investigaba la muerte de Evie por si se hubiese tratado de un homicidio.
– Acéptelo, por favor -le dijo Harry al darle los dos billetes de veinte dólares.
Thorvald no se hizo rogar. Se guardó los billetes en el bolsillo de la camisa y escuchó, muy circunspecto, lo que Harry le contó.
– Y, bueno, ¿qué es lo que desea saber, exactamente? -preguntó Thorvald, tan receloso como al principio cuando Harry hubo terminado su explicación.
– Si pudiera decirme dónde vive, se lo agradecería muchísimo.
– Mire usted: en el Village viven muchas personas, por razones muy diversas. Una de esas razones es un respeto a la intimidad, que no es muy frecuente en otros lugares. Vive y deja vivir. Ya me entiende. Si Désirée era su esposa y no le habló de su apartamento de aquí, sus razones tendría.
– Escuche, Thorvald. Evie está muerta -dijo Harry, que no tuvo que esforzarse mucho para darle a su voz un tono apremiante-. Tenía treinta y ocho años, y ha muerto. Habíamos formado un hogar, y teníamos amistades y planes para el futuro. Necesito saber quién era Désirée. Al margen de cómo se hiciese llamar, era mi esposa. Estoy seguro de tener las llaves de ese… apartamento. Usted dígame sólo dónde vivía. Es todo lo que le pido.
Thorvald se acarició la barba y se miró las sandalias.
– Dos portales más abajo -casi susurró el joyero-. Es una puerta recién pintada de rojo. En el segundo piso, creo que me dijo una vez. No estoy seguro porque nunca he estado en esa casa.
– Gracias. Me hago cargo de que se mostrase reacio a decírmelo -reconoció Harry-. No volveré a molestarlo -añadió al ver que Thorvald lo miraba de forma escrutadora.
– Siento la muerte de su esposa -le dijo el joyero al despedirse.
* * *
En la parte superior de la puerta roja había dos pequeños paneles de cristal. Harry se puso de puntillas y miró hacia el interior.
En la portería no había nadie. Miró en derredor para asegurarse de que no lo acechaban y sacó del bolsillo el llavero de Evie. En el fondo, aún confiaba en que todo fuese un malentendido; que hubiese hecho una montaña, imaginado una doble y secreta vida para Evie, aunque ese último atisbo de esperanza se desvaneció cuando introdujo una de las llaves en la cerradura y abrió.
Entró y cerró la puerta. La portería estaba muy mal iluminada y, aunque no se podía decir que apestase, necesitaba una limpieza a fondo. Junto a la entrada había una destartalada mesa en la que el cartero dejaba las revistas y los sobres que no cabían en los buzones (una veintena dispuestos en dos hileras, junto a dos columnas de timbres).
Harry miró las etiquetas de plástico de los buzones, en las que sólo figuraba la inicial y el apellido. En algunos buzones, habían añadido debajo de la etiqueta otros nombres en trozos de papel pegados con cinta adhesiva. La inicial D no aparecía, y ninguno de los apellidos le resultaba familiar. En el buzón del apartamento 2F no había ningún nombre. La llave del llavero de Evie era la de aquel buzón, que estaba vacío.
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