Tana French - En Piel Ajena

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Tarde o temprano, el pasado siempre vuelve.
Hacía mucho que Cassandra Maddox no oía hablar de Lexie Madison; en concreto cuatro años, cuando Frank Mackey, su superior en Operaciones Secretas, le ordenó infiltrarse en el mundillo de la droga bajo una nueva identidad: Alexandra Madison, estudiante del diversity College de Dublín. Después de aquella misión, abortada cuando fue apuñalada por un paranoico, Cassie se incorporó a Homicidios y más adelante a Violencia Doméstica, y el nombre de Lexie cayó inevitablemente en el olvido… Hasta el día en que, en un bosque a las afueras de Glenskehy, no muy lejos de Dublín, se halla el cadáver de una joven identificada como Lexie Madison. La noticia sume a Cassie en el desconcierto. «Aquella joven era yo»: sus mismos ojos, su nariz respingona; ambas son como dos gotas de agua. Aprovechando esta inexplicable coincidencia, Mackey urde un plan tan ingenioso como arriesgado para descubrir al asesino: «resucitar» milagrosamente a Lexie ante la opinión publica y hacer que Cassie adopte, por segunda vez, su antigua identidad.
Seducida por el reto, Cassie se instala en Whitethorn House, donde Lexie convivía en aparente armonía con cuatro excéntricos estudiantes, sobre quienes recaen todas las sospechas. Mientras trata de echar abajo las coartadas de cada uno ellos, Cassie empezará a sentirse fascinanada por la mujer que le «robó» su creación y por este grupo tan peculiar, en especial su líder… Una fascinación que alterará el devenir de la investigación y pondrá en peligro su vida.

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Era Sam. No se sacó las manos de los bolsillos del abrigo y yo no lo toqué.

– No pretendía despertarte -dijo-, pero imaginaba que estarías despierta de todos modos…

– No logro dormir -aclaré-. ¿Cómo ha ido?

– Como era de esperar. Están destrozados, nos odian con todas sus fuerzas y no piensan decir nada.

– Claro -contesté-. Ya me lo figuraba.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, estoy bien -respondí automáticamente.

Echó un vistazo alrededor de la casa: demasiado ordenada, ni un plato en el fregadero, el futón aún plegado, y pestañeó con fuerza, como si los párpados le rasparan.

– El mensaje que me enviaste -dijo-. Envié a Byrne a la casa en cuanto lo leí. Dijeron que la mantendrían vigilada, pero… ya sabes cómo es. Se limitó a rodearla con el coche durante su turno nocturno.

Algo nublado y oscuro trepó a mis espaldas, alzándose sobre mí, temblando en mi hombro como un gato enorme listo para saltar.

– John Naylor -dije-. ¿Qué ha hecho?

Sam se frotó los ojos con las manos.

– Los bomberos piensan que usó gasolina. Rodeamos toda la casa con la cinta de escena de crimen, pero… Habían derribado la puerta, como ya sabes, y la ventana del fondo, la que Daniel rompió al disparar… Naylor se limitó a pasar por debajo de la cinta y entrar en la casa.

Una pira funeraria entre el paisaje montañoso. Abby, Rafe y Justin solos en salas de interrogatorio mugrientas, Daniel y Lexie sobre acero frío.

– ¿Han podido conservar algo?

– Byrne tardó en divisar el fuego y llamó a los bomberos… pero la casa está a kilómetros de todo.

– Lo sé -dije.

No recuerdo haberme sentado en el futón. Notaba el mapa de la casa grabado en mis huesos: la forma del poste de arranque de la escalera impresa en la palma de mi mano, las curvas del catre de Lexie clavadas en mi espalda, las inclinaciones y los giros de los escalones a mis pies; mi cuerpo se convirtió en un reluciente mapa del tesoro de una isla perdida. Lo que Lexie había comenzado yo lo había acabado por ella. Entre las dos habíamos reducido Whitethorn House a escombros y cenizas humeantes. Quizá fuera eso lo que ella había querido de mí desde el principio.

– He pensado -continuó diciendo Sam- que preferirías saberlo por mí en lugar de por…, no sé, por el informativo de la mañana. Sé lo que sentías por esa casa.

Ni siquiera entonces su voz dejó traslucir ni una chispa de amargura, pero no se acercó a mí y no se sentó. Seguía con el abrigo puesto.

– ¿Y los demás? -pregunté-. ¿Lo saben ya?

Por un segundo se me nubló el pensamiento, antes de recordar cuánto debían de odiarme en aquellos momentos y cuánto derecho tenían a hacerlo, y pensé: «Debería explicárselo. Deberían saberlo por mí».

– Sí. Se lo he comunicado. No es que a mí me adoren, pero a Mackey… Consideré que era mejor que lo supieran por mí. Ellos… -Sam sacudió la cabeza. El tenso gesto de la comisura de sus labios me indicó cómo se había desarrollado la situación-. Se repondrán -añadió- antes o después.

– No tienen familia -repliqué-. No tienen amigos, nada. ¿Dónde van a alojarse?

Sam suspiró.

– De momento están detenidos. Por conspiración para la comisión de un homicidio. La acusación no se sostrendrá: no tenemos nada contra ellos a menos que confiesen, y no lo harán…, pero… bueno. Tenemos que intentarlo. Mañana, cuando los suelten, Asistencia a las Víctimas los ayudará a encontrar un alojamiento.

– ¿Y qué hay de Cómosellame? -pregunté; visualizaba el nombre en mi cabeza, pero era incapaz de pronunciarlo-. Por el incendio. ¿Lo habéis detenido también?

– ¿A Naylor? Byrne y Doherty fueron en su búsqueda, pero aún no ha aparecido. No tiene sentido perseguirlo: se conoce esas montañas como la palma de su mano. Reaparecerá tarde o temprano. Entonces lo detendremos.

– ¡Qué desastre! -exclamé. La tenue y desenfocada luz amarilla imprimía al apartamento el aspecto de un subterráneo asfixiante-. ¡Vaya desastre de cinco estrellas y veinticuatro quilates que hemos armado!

– Sí -corroboró Sam-, bueno… -y se encogió levemente bajo los hombros de su abrigo. Miraba más allá de mí, a las últimas estrellas que se apagaban al otro lado de la ventana-. Esa muchacha fue un asunto turbio desde el principio. Pero al final se ha resuelto todo por sí solo, supongo. Será mejor que me vaya. Tengo que estar en la comisaría temprano para volver a intentarlo con los chicos, por si acaso. Pensé que querrías saber lo ocurrido.

– Sam -dije. No tenía fuerzas para ponerme en pie; tuve que hacer acopio de toda mi valentía para tenderle la mano-. Quédate.

Lo vi remorderse el labio. Seguía sin mirarme a los ojos.

– Tú deberías dormir también; debes de estar destrozada. Y yo ni siquiera tendría que estar aquí. Asuntos Internos dijo…

No podía decirle: «Cuando pensé que me iban a disparar, mi último pensamiento fue para ti». Ni siquiera me salió pedirle: «Por favor». Me limité a quedarme sentada en el futón, con la mano extendida, sin respirar, rogando al cielo por que no fuera demasiado tarde.

Sam se pasó una mano por la boca.

– Necesito saber algo -me dijo-. ¿Piensas trasladarte de nuevo al departamento de Operaciones Secretas?

– ¡No! -exclamé-. Por supuesto que no. Bajo ningún concepto. Este caso era distinto, Sam. Era una oportunidad única en la vida.

– Tu amigo Mackey dijo… -Sam se frenó y sacudió la cabeza, disgustado-. Ese gilipollas…

– ¿Qué dijo?

– Nada, un montón de gilipolleces. -Sam se desplomó en el sofá, como si alguien le hubiera cortado las cuerdas-. Dijo que lo de ser agente secreto se lleva en la sangre, que regresarías ahora que habías vuelto a paladearlo. Esa clase de cosas. Yo no podría… He sufrido muchísimo, Cassie, y eso que sólo han sido unas semanas… No podría soportar que trabajases de nuevo a tiempo completo… No sabría cómo afrontarlo. No lo aguantaría.

Yo estaba demasiado cansada para enfadarme.

– Frank no dice más que sandeces -contesté-. Es lo que mejor se le da. No me aceptaría en la brigada aunque quisiera volver a ella, cosa que no quiero. Simplemente no quería que intentaras hacerme regresar a casa. Supuso que si creías que yo quería reincoporarme…

– Sí, tiene sentido -opinó Sam-, sí. -Fijó la mirada en la mesilla del café, limpió el polvo que se había acumulado en ella con las yemas de los dedos-. Entonces ¿vas a quedarte en Violencia Doméstica? ¿Seguro?

– Quieres decir si aún conservo un trabajo después de lo de ayer, ¿no?

– Mackey es el culpable de lo que sucedió ayer -replicó Sam y, pese al agotamiento, vi un potente destello de rabia cubrirle el rostro-, no tú. Él es el único culpable. En Asuntos Internos no son tontos: lo saben perfectamente, como el resto del mundo.

– No fue sólo culpa de Frank -refuté-. Yo estaba allí, Sam. Dejé que la situación se descontrolara, dejé que Daniel pusiera sus manos sobre una pistola y luego le disparé. No puedo culpar de eso a Frank.

– Y yo accedí a que llevara a término esta idea de lunático y tendré que vivir con ello el resto de mis días. Pero es él quien estaba al mando. Cuando uno toma las riendas de algo, la responsabilidad de lo que ocurra recae sobre él. Si intenta achacarte este lío…

– No lo hará -lo defendí-. No es su estilo.

– Pues a mí me parece exactamente su estilo -me rebatió Sam. Sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse de la idea de Frank-. Ya nos ocuparemos de eso cuanto llegue el momento. Pero supongamos que estás en lo cierto y que no te jode para salvarse el culo, ¿te quedarías igualmente en Violencia Doméstica?

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