Tana French - En Piel Ajena

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Tarde o temprano, el pasado siempre vuelve.
Hacía mucho que Cassandra Maddox no oía hablar de Lexie Madison; en concreto cuatro años, cuando Frank Mackey, su superior en Operaciones Secretas, le ordenó infiltrarse en el mundillo de la droga bajo una nueva identidad: Alexandra Madison, estudiante del diversity College de Dublín. Después de aquella misión, abortada cuando fue apuñalada por un paranoico, Cassie se incorporó a Homicidios y más adelante a Violencia Doméstica, y el nombre de Lexie cayó inevitablemente en el olvido… Hasta el día en que, en un bosque a las afueras de Glenskehy, no muy lejos de Dublín, se halla el cadáver de una joven identificada como Lexie Madison. La noticia sume a Cassie en el desconcierto. «Aquella joven era yo»: sus mismos ojos, su nariz respingona; ambas son como dos gotas de agua. Aprovechando esta inexplicable coincidencia, Mackey urde un plan tan ingenioso como arriesgado para descubrir al asesino: «resucitar» milagrosamente a Lexie ante la opinión publica y hacer que Cassie adopte, por segunda vez, su antigua identidad.
Seducida por el reto, Cassie se instala en Whitethorn House, donde Lexie convivía en aparente armonía con cuatro excéntricos estudiantes, sobre quienes recaen todas las sospechas. Mientras trata de echar abajo las coartadas de cada uno ellos, Cassie empezará a sentirse fascinanada por la mujer que le «robó» su creación y por este grupo tan peculiar, en especial su líder… Una fascinación que alterará el devenir de la investigación y pondrá en peligro su vida.

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Daniel no dijo nada. El impacto lo envió tambaleándose hacia atrás y el arma se le deslizó de las manos y cayó al suelo con un feo ruido seco. Se oyó un ruido de cristales rotos cayendo, un dulce centelleo impermeable. Creí ver un agujero como una quemadura de cigarrillo en su blanca camisa, pero lo estaba mirando a la cara. No mostraba dolor ni miedo, nada de eso; ni siquiera parecía desconcertado. Sus ojos estaban concentrados en algo, yo nunca sabría en qué, situado a mis espaldas. Parecía un atleta de carreras de obstáculos o un gimnasta, aterrizando perfectamente tras la última vuelta, desafiando la muerte: concentrado, tranquilo, sobrepasando todos los límites, sin aferrarse ya a nada, seguro.

– ¡No! -gritó Abby, sin más, a modo de última orden.

Su falda revoloteó alegre en medio de la luz del sol, mientras se abalanzaba sobre él. Entonces Daniel pestañeó y se encogió de lado, lentamente, y no quedó nada detrás de Justin, excepto una pared blanca y limpia.

Capítulo 25

Los pocos minutos siguientes son fragmentos de pesadilla unidos a grandes lagunas en blanco. Sé que corrí, que resbalé sobre los vidrios rotos y continué corriendo, que intenté llegar hasta Daniel. Sé que Abby, agachada sobre él, luchó como una gata para apartarme de él, con los ojos desorbitados y arañándome. Recuerdo la sangre embadurnando su camisa, el estruendo que reverberó en toda la casa cuando derribaron la puerta, voces masculinas gritando, pies aporreando el suelo. Manos bajo mis brazos, arrastrándome hacia atrás; me retorcí y di puntapiés hasta que me zarandearon con fuerza, se me aclaró la vista y reconocí el rostro de Frank cerca del mío: «Cassie, soy yo, tranquila, todo ha terminado». Recuerdo a Sam apartándolo, recorriéndome con sus manos todo el cuerpo, presa del pánico, en busca de heridas de bala, sus dedos manchados de sangre, «¿Es tuya? ¿Esta sangre es tuya?», y yo no sabía qué responder. Recuerdo a Sam dándome media vuelta, agarrándome y su voz flaqueando finalmente con alivio: «Estás bien, no tienes nada, ha fallado…». Alguien comentó algo acerca de la ventana. Sollozos. Demasiada luz, colores tan intensos que podrían cortar, una algarabía de voces, «una ambulancia, llamen a una…».

Al fin alguien me condujo fuera de la casa, me metió en un coche patrulla y cerró la puerta de un portazo. Permanecí allí sentada largo tiempo contemplando los cerezos, el cielo sereno atenuándose lentamente, el distante y oscuro perfil sinuoso de las montañas. No pensaba en nada.

Existen procedimientos para esto, para tiroteos en los que se ve involucrado un agente de policía. En el cuerpo existen procedimientos para todo que nadie menciona hasta el día en que por fin se requieren y el guardián hace girar la oxidada llave y limpia el polvo del expediente a soplidos. Yo nunca había conocido a un policía que hubiera disparado a nadie, nadie capaz de explicarme qué debería esperar o cómo enfrentarme a aquello o que me reconfortara asegurándome que todo saldría bien.

Byrne y Doherty tuvieron que cumplir su cometido y llevarme a la comisaría de Phoenix Park, donde Asuntos Internos trabaja en flamantes despachos entre una densa y esponjosa nube de mecanismos de defensa. Byrne iba al volante; la caída de sus hombros decía, alto y claro como un bocadillo de cómic dibujado sobre su cabeza: «Sabía que ocurriría algo así». Yo viajaba en el asiento trasero, como una sospechosa, y Doherty me miraba furtivamente por el retrovisor. Estaba a punto de caérsele la baba: probablemente esto fuera lo más emocionante que le hubiera pasado en toda la vida, por no hablar de los cotilleos, que suelen ser un boleto ganador en nuestro sector, y a él acababa de tocarle el premio gordo. Yo tenía tanto frío en las piernas que apenas podía moverlas; el frío me había calado hasta los huesos, como si hubiera caído en un lago congelado. En cada semáforo, Byrne detenía el vehículo y perjuraba con aire taciturno.

Todo el mundo detesta Asuntos Internos, la «Brigada de las Ratas» es como lo apodan, «Los Colaboracionistas» y otras lindezas, pero conmigo se portaron bien, al menos aquel día. Se mostraron imparciales, profesionales y muy amables, como enfermeras realizando sus rituales expertos alrededor de un paciente que ha sufrido un terrible accidente y ha quedado desfigurado. Se quedaron mi placa, «mientras dure la investigación», aclaró alguien con voz tranquilizadora; me sentía como si me hubieran afeitado la cabeza. Me quitaron el vendaje y desasieron el micrófono. Se quedaron también mi arma como prueba, cosa que era, por otra parte; unos dedos cuidadosos enguantados en látex la dejaron caer en una bolsa de pruebas, la cerraron y la etiquetaron con una caligrafía clara con rotulador. Una agente de la policía científica con su melena castaña recogida en un impecable moño como el de una sirvienta victoriana me clavó una aguja en el brazo con destreza y me tomó una muestra de sangre para comprobar si había restos de alcohol y drogas; recordé vagamente a Rafe sirviéndome una copa y el suave frío del vidrio, pero no recordaba haberle dado ni un solo sorbo y pensé que aquello sería un punto a mi favor. Me tomó muestras de las manos con un hisopo en busca de residuos de pólvora y entonces caí en la cuenta, como si estuviera observando a alguien desde una distancia prudencial, de que mis manos no temblaban, de que estaban firmes como una roca y de que un mes de comidas en Whitethorn House había suavizado los huecos junto a los huesos de mis muñecas.

– Ya está -dijo la policía científica, en tono reconfortante-, rápido e indoloro.

Pero yo estaba reconcentrada contemplándome las manos y no fue hasta horas más tarde, cuando me encontraba sentada en un sofá del vestíbulo de un color neutro bajo unas piezas de arte inocuo aguardando a que alguien viniera para trasladarme a otro sitio, cuando me di cuenta de dónde había oído aquellas palabras antes: las había escuchado salir de mi propia boca. No se las había dicho a las víctimas ni a las familias, sino a los demás: a los hombres que habían dejado a sus mujeres tuertas, a madres que habían escaldado a sus bebés con agua hirviendo, a asesinos, en los aturdidos e incrédulos momentos después de desembucharlo todo; lo había dicho con aquella voz infinitamente amable: «Está bien. Tranquilo. Respire. Lo peor ya ha pasado».

Al otro lado de la ventana del laboratorio, el cielo se había tornado de un negro oxidado salpicado de naranja por las luces de la ciudad, y una delgada luna quebradiza cabalgaba sobre las copas de los árboles del parque. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal como un viento gélido. Coches patrulla recorriendo Glenskehy a toda velocidad y alejándose de nuevo, los ojos de John Naylor fulgurantes de rabia, y la noche cayendo implacable.

Se suponía que no tenía que hablar con Sam ni con Frank, no hasta que nos hubieran interrogado a todos. Le dije a la agente que necesitaba ir al aseo y la miré con cara de complicidad entre mujeres para explicarle por qué me llevaba mi chaqueta conmigo. En el cubículo, tiré de la cadena y, mientras corría el agua (todo en Asuntos Internos te pone paranoico: las alfombras gruesas, el silencio), les envié un rápido mensaje de texto a Frank y a Sam: «Que alguien VIGILE la casa».

Silencié el teléfono y me senté sobre la tapa del lavabo a oler un ambientador asqueroso con fragancia a flores sintéticas y a esperar tanto tiempo como pude, pero ninguno de los dos contestó. Probablemente tuvieran los móviles desconectados; estarían realizando sus propios interrogatorios furiosos e implacables, haciendo malabarismos expertos con Abby, Rafe y Justin; manteniendo conversaciones rápidas en murmullos en los pasillos; formulando las mismas preguntas una y otra vez, con una paciencia feroz, despiadada. Quizás, el corazón me dio un vuelco y se me atragantó, quizás uno de ellos estuviera en el hospital hablando con Daniel. La tez lívida, suero intravenoso, enfermeras moviéndose aprisa. Intenté recordar exactamente dónde le había impactado la bala, recreé la escena una y otra vez en mi cabeza, pero la película parpadeaba y saltaba y me era imposible verlo con claridad. Aquel asentimiento minúsculo; el ascenso del cañón de su revólver; el culatazo sacudiéndome los brazos; aquellos ojos grises graves, con las pupilas apenas dilatadas. Y luego la voz plana y categórica de Abby: «¡No!»; la pared desnuda que había servido de fondo a Daniel, y el silencio, inconmensurable y atronador en mis oídos.

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