Luego yo estaba de pie y Rafe había caído hacia atrás, lejos de Justin, y Abby estaba apoyada contra la pared, como si la detonación de una bomba los hubiera esparcido por la estancia. La casa estaba pétrida, congelada en el más absoluto de los silencios, roto únicamente por el sonido de nuestras respiraciones, resuellos rápidos y bruscos.
– Así -dijo Daniel-. Así está mucho mejor.
Había avanzado y había entrado en el salón. Había una grieta profunda en el techo, sobre él; un hilillo de yeso cayó sobre las tablas del suelo, con un ligero tamborileo. Sostenía la Webley de la Primera Guerra Mundial con ambas manos, tranquilamente, como alguien ducho en su uso. Ya la había probado conmigo.
– Tira esa arma, ¡ahora! -ordené, en un tono de voz lo bastante alto como para que Justin emitiera un guimoteo descontrolado.
Los ojos de Daniel se posaron en los míos. Se encogió de hombros y arqueó una ceja con arrepentimiento. Jamás lo había visto tan liviano y relajado; casi parecía aliviado. Ambos lo sabíamos: aquel estallido había volado por el micrófono directamente hasta Frank y Sam y, en cuestión de cinco minutos, la casa estaría rodeada de policías con pistolas que harían que el revólver maltrecho del tío Simon pareciera de juguete. No quedaba nada más a lo que agarrarse. El cabello de Daniel le caía sobre los ojos y juro que lo vi sonreír.
– ¿Lexie? -dijo Justin, con una respiración agitada e incrédula.
Seguí su mirada, hasta mi costado. Mi jersey se había arrugado y dejaba a la vista el vendaje y la faja, y yo sostenía mi arma entre mis manos. Ni siquiera recuerdo desenfundarla.
– ¿Qué demonios está ocurriendo? -preguntó Rafe, jadeando y con los ojos como platos-. Lexie, ¿qué haces?
Abby dijo:
– Daniel.
– Chisss -siseó él suavemente-. No pasa nada, Abby.
– ¿De dónde diablos has sacado eso? ¡Lexie!
– Daniel, escucha atentamente.
Sirenas en la lejanía, acercándose por los caminos, más de una.
– La policía -dijo Abby-. Daniel, la policía te ha seguido.
Daniel se apartó el pelo de la cara con la cara interna de su muñeca.
– Dudo que sea tan sencillo -replicó él-. Pero sí, vienen de camino. No tenemos demasiado tiempo.
– Suelta esa arma ahora mismo -le ordenó Abby-. Y tú también, Lexie. Si veo esas…
– Una vez más -la interrumpió Daniel-, no es tan sencillo.
Daniel estaba justo detrás del asiento de Justin, el sillón con orejones. El sillón y Justin, petrificado, atónito, con las manos aferradas a los reposabrazos, lo escudaban hasta la altura del pecho. Por encima de ellos surgía el cañón del revólver, pequeño y oscuro y vil apuntando en mi dirección. La única diana limpia era un disparo a la cabeza.
– Abby tiene razón, Daniel -confirmé. Ni siquiera podía intentar esconderme detrás de una silla, no con toda la estancia plagada de civiles. Mientras tuviera el arma apuntada hacia mí, no apuntaba a nadie más-. Suelta el arma. ¿Cómo crees que acabará mejor esta historia? ¿Si la policía nos encuentra sentados tranquilamente esperando a que lleguen o si tienen que hacer entrar a un equipo completo de las fuerzas especiales?
Justin intentó enderezarse, buscando sin fuerzas un lugar donde poner los pies en el suelo. Daniel apartó una mano del revólver y lo aplastó en el sillón, con rotundidad.
– Quédate ahí -dijo-. No te va a pasar nada. Yo te he metido en esto y yo te sacaré.
– Pero ¿qué crees que estás haciendo? -preguntó Rafe-. Si se te ha ocurrido la brillante idea de que todos muramos, te has cubierto de gloria…
– Cállate -ordenó Daniel.
– Baja el arma -le dije- y yo bajaré la mía, ¿de acuerdo?
En el segundo en que Daniel centró su atención en mí, Rafe lo intentó agarrar del brazo. Daniel se movió con agilidad y rapidez y lo esquivó, y le dio un codazo en las costillas sin dejar de apuntarme. Rafe se dobló con un aullido.
– Si vuelves a intentarlo -le advirtió Daniel-, me veré obligado a dispararte en la pierna. Debo acabar con esto y no tengo tiempo para distracciones. Siéntate.
Rafe se desplomó en el sofá.
– Estás loco -dijo, entre resuellos dolorosos-. Tienes que saber que estás loco.
– Por favor -nos imploró Abby-. Están viniendo. Daniel, Lexie, por favor.
Las sirenas se acercaban. Un sonido metálico apagado resonó en las montañas: Daniel había cerrado las verjas de acceso y alguien las había reventado con un coche.
– Lexie -dijo Daniel muy claramente, para el micro. Se le estaban resbalando las gafas por la nariz, pero parecía no darse cuenta-. Fui yo quien te apuñaló. Como te han explicado los demás, no fue premeditado…
– Daniel -gritó Abby, con una voz distorsionada, casi sin aliento-. No lo hagas.
No creo que la oyera.
– Estalló la discusión -me explicó- y derivó en una pelea y…, sinceramente, no recuerdo con exactitud cómo ocurrió. Yo estaba fregando los platos, tenía un cuchillo en la mano, me sentí profundamente apesadumbrado por el hecho de que quisieras vender tu parte de la casa; estoy seguro de que lo entiendes. Quería pegarte y lo hice… con unas consecuencias que ninguno de nosotros, nunca, ni por un solo instante, pudo anticipar. Siento todo el daño que te ocasioné. Y el que os he causado a los demás.
Chirridos de frenos, frufrú de guijarros desperdigándose, sirenas aullando mecánicamente en el exterior.
– Baja el arma, Daniel -le advertí. Daniel tenía que saberlo: yo sólo tenía una diana: su cabeza, y no fallaría-. Todo saldrá bien. Lo solucionaremos, te lo prometo. Pero baja el arma.
Daniel miró en derredor suyo, a los demás: Abby de pie, indefensa; Rafe encorvado en el sofá, fulminándolo con la mirada, y Justin retorcido sobre sí mismo, contemplándolo con grandes ojos asustados.
– Chisss -les siseó, llevándose un dedo a los labios.
Yo nunca había visto tanto amor, tanta ternura y una urgencia tan impresionante en el rostro de nadie, jamás en mi vida.
– Ni una palabra. Pase lo que pase -les ordenó.
Los demás lo miraban sin comprender.
– Todo saldrá bien -les aseguró-. De verdad, ya lo veréis.
Sonreía. Luego se volvió hacia mí y su cabeza se movió, con un asentimiento diminuto y privado que había visto miles de veces antes. Rob y yo, nuestros ojos tropezándose a ambos lados de una puerta que no se abriría, en una mesa en una sala de interrogatorios, y aquel asentimiento casi invisible entre nosotros: «Adelante».
Todo transcurrió tan lentamente… La mano libre de Daniel ascendiendo a cámara lenta, dibujando un largo y fluido arco, para apoyar el revólver. Un inmenso silencio submarino se apoderó de la habitación, las sirenas se habían callado, la boca de Justin se abrió al máximo, pero yo no oí nada de lo que salía por ella; el único ruido en el mundo fue el chasquido metálico y plano de Daniel levantando el revólver. Las manos de Abby estirándose hacia él, como estrellas de mar, su melena ondeando al viento. Tuve tanto tiempo, tiempo de ver la cabeza de Justin ocultándose entre sus rodillas y de balancear mi arma abriéndose paso hasta el pecho, tiempo de ver las manos de Daniel tensarse alrededor de la Webley y de recordar su tacto sobre mis hombros, el tacto de aquellas manos grandes, cálidas y hábiles. Tuve tiempo de identificar aquel sentimiento ya casi olvidado, de recordar el olor acre del pánico que despedía aquel camello de mi primera misión, el flujo constante de la sangre entre mis dedos; tiempo de darme cuenta de lo fácil que era desangrarse hasta morir, de lo simple que era, del poco esfuerzo que requería. Y luego el mundo explotó.
He leído en algún sitio que la última palabra en todas las cajas negras de todos los aviones estrellados, la última cosa que el piloto dice cuando sabe que está a punto de morir es «mamá». Cuando todo el mundo y toda tu vida se te escapan a la velocidad de la luz, eso es lo único que te queda. Me aterrorizaba la idea de que, si algún día algún sospechoso me ponía una navaja en el cuello, si mi vida se condensaba en una milésima de segundo, no quedara nada más que decir dentro de mí, nadie a quien llamar. Pero lo que dije, lo que pronuncié con voz inaudible en aquel silencio fino como un cabello entre el disparo de Daniel y el mío, fue «Sam».
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