Tana French - En Piel Ajena

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Tarde o temprano, el pasado siempre vuelve.
Hacía mucho que Cassandra Maddox no oía hablar de Lexie Madison; en concreto cuatro años, cuando Frank Mackey, su superior en Operaciones Secretas, le ordenó infiltrarse en el mundillo de la droga bajo una nueva identidad: Alexandra Madison, estudiante del diversity College de Dublín. Después de aquella misión, abortada cuando fue apuñalada por un paranoico, Cassie se incorporó a Homicidios y más adelante a Violencia Doméstica, y el nombre de Lexie cayó inevitablemente en el olvido… Hasta el día en que, en un bosque a las afueras de Glenskehy, no muy lejos de Dublín, se halla el cadáver de una joven identificada como Lexie Madison. La noticia sume a Cassie en el desconcierto. «Aquella joven era yo»: sus mismos ojos, su nariz respingona; ambas son como dos gotas de agua. Aprovechando esta inexplicable coincidencia, Mackey urde un plan tan ingenioso como arriesgado para descubrir al asesino: «resucitar» milagrosamente a Lexie ante la opinión publica y hacer que Cassie adopte, por segunda vez, su antigua identidad.
Seducida por el reto, Cassie se instala en Whitethorn House, donde Lexie convivía en aparente armonía con cuatro excéntricos estudiantes, sobre quienes recaen todas las sospechas. Mientras trata de echar abajo las coartadas de cada uno ellos, Cassie empezará a sentirse fascinanada por la mujer que le «robó» su creación y por este grupo tan peculiar, en especial su líder… Una fascinación que alterará el devenir de la investigación y pondrá en peligro su vida.

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La técnica de la policía científica me devolvió a los tipos de Asuntos Internos, quienes me indicaron que, en caso de que estuviera afectada por lo ocurrido, podía prestar declaración al día siguiente, pero les contesté que no, gracias, que estaba bien. Me explicaron que tenía derecho a contar con la presencia de un abogado o un representante del sindicato en la sala, pero contesté que no, gracias, que estaba bien. Su sala de interrogatorios era más pequeña que la nuestra, apenas había espacio para apartar la silla de la mesa, y estaba más limpia: no había grafitis ni quemaduras de cigarrillo en la alfombra ni boquetes en las paredes provocados por alguien que se había transmutado en un gorila alfa con una silla entre las manos. Los dos agentes de Asuntos Internos parecían contables de dibujos animados: trajes grises, coronillas calvas, labios finos y gafas sin montura a conjunto. Uno de ellos se inclinó contra la pared que había tras mi hombro (aunque uno se conozca las tácticas al dedillo, siguen surtiendo efecto) y el otro se sentó frente a mí. Este último alineó su cuaderno de notas melindrosamente con el borde de la mesa, encendió la grabadora y soltó la perorata preliminar.

– Y ahora -añadió luego-. Descríbanos lo ocurrido con sus propias palabras, detective.

– Daniel March -dije; fueron las únicas palabras que fui capaz de formular-. ¿Se recuperará?

Supe la respuesta incluso antes de que me lo comunicara, lo supe cuando sus párpados titilaron y me desvió la mirada.

La técnica de la policía científica, de nombre Gillian, me llevó a casa en coche en algún momento ya bien entrada la noche, cuando los gemelos de Asuntos Internos hubieron acabado de tomarme declaración. Les expliqué lo que uno esperaría: la verdad, tal como pude formularla en palabras, nada más que la verdad, no toda la verdad. No, no creí que tuviera otra alternativa más que disparar mi arma. No, no tuve oportunidad de probar un disparo que lo inhabilitara sin causarle la muerte. Sí, creí que mi vida corría peligro. No, no había habido ninguna indicación previa de que Daniel fuera peligroso. No, no había sido nuestro principal sospechoso, la larga lista de razones por las que no lo era (tardé un instante en recordarlas, se me antojaban tan distantes y tan remotas, pertenecientes a otra vida). No, no consideraba una negligencia, ni por mi parte ni por la de Frank ni por la de Sam, permitir que hubiera un arma en aquella casa; era una práctica habitual de la policía encubierta tener material ilegal en el escenario de la acción durante el transcurso de la investigación; no habríamos podido sacarla de allí sin desvelar toda la operación. Sí, visto en retrospectiva, se antojaba una decisión poco inteligente. Me dijeron que volveríamos a hablar en breve (en un tono que sonó a amenaza) y me dieron cita con el loquero, que iba a mojar su butaca de poliéster con esta historia.

Gillian necesitaba mi ropa, la ropa de Lexie, para comprobar los residuos. Me esperó en pie junto a la puerta de mi apartamento, con las manos cruzadas, contemplándome mientras me cambiaba: tenia que asegurarse de que lo que veía era lo que se llevaba consigo, nada de cambiazos de la camiseta por una limpia. Mis propias ropas se me antojaron frías y demasiado rígidas, como si no me pertenecieran. Mi apartamento también estaba frío, olía ligeramente a humedad y una capa delgada de polvo recubría todas las superficies. Hacía tiempo que Sam no se pasaba por allí. Le entregué a Gillian mi ropa, la dobló con diligencia y la guardó en bolsas de pruebas. En la puerta, con las manos llenas, tuvo un momento de duda; por primera vez pareció insegura y entonces caí en la cuenta de que probablemente fuera más joven que yo.

– ¿Estará bien aquí sola? -preguntó.

– Estoy bien -contesté.

Lo había dicho tantas veces aquel día que empezaba a plantearme estampármelo en una camiseta.

– ¿Vendrá alguien a hacerle compañía?

– Llamaré a mi novio -respondí-. Vendrá él.

Aunque no estaba segura de que eso fuera a ocurrir, nada segura.

Cuando Gillian se fue llevándose los últimos restos de Lexie Madison, me senté en el alféizar de la ventana con un vaso de brandy (detesto el brandy, pero estaba bastante segura de estar oficialmente en estado de shock en varios sentidos y, además, era la única bebida alcohólica que tenía en casa) y me dispuse a contemplar el parpadeo del haz de luz del faro, sereno y regular como un latido, sobre la bahía. Era una hora infame de la noche, pero dormir me resultaba inconcebible; bajo la tenue luz amarillenta procedente de la lamparilla de mi mesilla de noche, el futón parecía vagamente amenazante, atosigado por un calor blando y pesadillas. Tenía tantas ganas de telefonear a Sam que era como estar deshidratada, pero estaba vacía por dentro, sin soluciones para gestionar la situación, no aquella noche, si no me contestaba.

En algún lugar lejano, la alarma de una casa aulló brevemente, hasta que alguien la apagó y el silencio volvió a hincharse y me abucheó. Las luces procedentes del sur, del embarcadero de Dun Laoghaire, estaban dispuestas en hileras nítidas como las decoraciones navideñas; más allá de ellas me pareció atisbar momentáneamente, una trampa ocular, la silueta de las montañas Wicklow recortadas contra el oscuro cielo. Sólo unos cuantos coches perdidos transitaban por la carretera de la playa a aquella hora de la noche. El suave barrido de sus faros crecía y se desvanecía y me pregunté adonde se dirigiría aquella gente en aquellas horas tardías y solitarias, qué pensarían en las cálidas burbujas de sus vehículos, qué capas de vida delicadas, irreemplazables y ganadas con esfuerzo los rodeaban.

No suelo pensar en mis padres. Sólo tengo un puñado de recuerdos y no quiero que se desgasten, que las texturas se alisen y que los colores se atenúen por la sobreexposición. Cuando los rememoro, muy rara vez, necesito que sean lo bastante luminosos para cortarme la respiración y lo bastante nítidos para llegarme al alma. Aquella noche, en cambio, los extendí todos sobre el alféizar de aquella ventana como si fueran delicadas imágenes recortadas en papel de seda y los repasé de arriba abajo, uno a uno. Mi madre una mera sombra a la luz de la lamparilla sentada al lado de mi cama, apenas una cintura delgada y una coleta de rizos, una mano en mi frente y un perfume que nunca he olido en ningún otro lugar y una voz grave y dulce cantándome una nana: «A la claire fontaine, m'en allant promener, j'ai trouvé l'eau si belle que je m'y suis baignée». Era entonces más joven de lo que yo soy ahora: no llegó a cumplir los treinta. Mi padre sentado en una ladera verde conmigo, enseñándome a hacerme la lazada en las zapatillas, sus zapatos marrones desgastados por el uso, sus manos fuertes con un rasguño en un nudillo, el sabor de un helado de cerezas en mi boca y ambos riéndonos de la maraña que yo estaba haciendo con los cordones. Los tres tumbados en el sofá bajo un edredón viendo una película en la tele, los brazos de mi padre abrazándonos a todos en un enorme, cálido y enmarañado fardo, la cabeza de mi madre encajada bajo su barbilla y mi oreja apoyada en su pecho para que pudiera oír el rumor de su risa en mis huesos. Mi madre maquillándose antes de salir a un concierto, yo despatarrada en su cama observándola y enrollando la colcha alrededor de mi dedo pulgar y preguntando: «¿Cómo os conocisteis papá y tú?». Y ella sonriendo, en el espejo, una sonrisa leve e íntima a sus propios ojos ahumados: «Te lo contaré cuando seas mayor. Cuando tú también tengas una hija. Algún día».

El cielo empezaba a tornarse gris, a lo lejos, en el horizonte, y yo deseé tener un arma para llevarme al campo de tiro mientras me preguntaba si un generoso trago de brandy me ayudaría a quedarme dormida en aquella repisa cuando sonó el timbre, un timbrazo tentativo breve, tan breve que pensé que lo había imaginado.

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