Will asinti ó .
– Ahora voy a explicarle una cosa, Will. Si mis conjeturas son correctas, le agradecer í a que me lo confirmara.
Will tuvo la impresi ó n de que no le quedaba m á s remedio que acceder. Como cont ó m á s tarde a Jimmy, se hab í a visto envuelto, sin saber c ó mo, en cierto intercambio de informaci ó n.
– Ese hombre no iba solo -dijo Epstein-. Lo acompa ñ aba una mujer. Deb í a de tener aproximadamente la misma edad que é l. ¿ Me equivoco?
– ¿ C ó mo lo sabe?
Epstein sac ó una copia del s í mbolo encontrado en el cuerpo de Peter Ackerman.
– Por esto. Siempre dan caza en pareja. Al fin y al cabo, son amantes. El elemento masculino. -Se ñ al ó el s í mbolo de Ackerman antes de sacar otra hoja de detr á s-. Y el femenino.
Will examin ó los dos.
– ¿ Entonces esa mujer pertenece a la misma secta? -No, Will. No creo que eso sea una secta ni mucho menos. Es algo mucho peor…
Jimmy se apretó la cabeza con las yemas de los dedos. Estaba muy concentrado. No interrumpí sus reflexiones. Epstein: yo me había cruzado con el rabino varias veces y lo había ayudado a localizar a los asesinos de su hijo, pero nunca me había dicho que conoció a mi padre.
– Sus nombres -dijo Jimmy-. No los recuerdo.
– ¿Qué nombres?
– Los nombres que el rabino dio a Will. El hombre y la mujer…, cada uno tenía su nombre. Como te he dicho, el hombre se llamaba An… no sé qué, pero no recuerdo el de la mujer. Es como si me los hubieran arrancado de la memoria.
Empezaba a notarlo frustrado e inquieto.
– Por ahora da igual -dije-. Ya volveremos a eso en otro momento.
– Todos tenían nombre -insistió Jimmy, aparentemente confuso.
– ¿Qué?
– Es otra cosa que el rabino explicó a Will. Dijo que todos tenían nombre. -Me miró con algo cercano a la desesperación-. ¿Qué significa eso?
Y recordé a mi abuelo pronunciando esas mismas palabras en Maine cuando el Alzheimer empezó a extinguir sus recuerdos como quien apaga la llama de una vela con las yemas de los dedos. «Todos tienen nombre, Charlie», había dicho, trasluciéndose en su cara un intenso apremio. «Todos tienen nombre.» Yo no entendí a qué se refería, no entonces. Sólo después, cuando me enfrenté a criaturas como Kittim y Brightwell, empecé a comprenderlo.
– Significa que incluso las cosas peores tienen nombre -dije a Jimmy-. Y es importante conocer esos nombres.
Porque el nombre propiciaba cierta comprensión del ser.
Y la comprensión propiciaba la posibilidad de destruirlo.
La necesidad de proteger a Caroline Carr someti ó a Jimmy y a Will a una considerable presi ó n a ñ adida cuando la ciudad viv í a momentos de gran agitaci ó n y, como agentes de polic í a, su presencia era requerida sin cesar. En enero de 1966, los empleados del transporte p ú blico se declararon en huelga, los 34.000, y paralizaron la red de comunicaciones y causaron estragos en la econom í a urbana. Al final, el alcalde Lindsay, que hab í a sucedido a Wagner ese mismo a ñ o, dio su brazo a torcer, como no pod í a ser de otro modo ante las protestas p ú blicas y las provocaciones de Michael Quill, el l í der sindical que desde la c á rcel lo tachaba de « mequetrefe » y « ni ñ o en pantalones cortos » . Sin embargo, al ceder a las exigencias de los empleados del transporte p ú blico, Lindsay -un buen alcalde en muchos sentidos, que nadie diga lo contrario-abri ó las puertas a una sucesi ó n de huelgas municipales que har í an mella en su mandato. El movimiento antirreclutamiento ya estaba al rojo vivo, una situaci ó n que amenazaba con estallar desde que empezaron a caldearse los á nimos cuando cuatrocientos activistas formaron piquetes en el centro de alistamiento de Whitehall Street, llegando un par de ellos al extremo de quemar sus cartillas. No obstante, la veda segu í a levantada contra los objetores, porque la mayor í a de los habitantes del pa í s respaldaba a Lyndon B. Johnson, pese a que los efectivos militares norteamericanos hab í an aumentado de 180.000 a 385.000 hombres, las bajas se hab í an triplicado, y antes de fin a ñ o morir í an cinco mil soldados. La opini ó n p ú blica a ú n tardar í a un a ñ o en cambiar realmente; de momento a los activistas les preocupaban m á s los derechos civiles que Vietnam, aun cuando algunos fueran comprendiendo de forma gradual que las dos cosas iban de la mano, que el reclutamiento era injusto porque la mayor í a de los llamados a filas por las oficinas de reclutamiento eran j ó venes negros que no pod í an emplear la universidad como excusa para pedir una pr ó rroga porque, ya de entrada, no ten í an acceso a la universidad. En el East Village hab í an surgido los « nuevos bohemios » , como se dio en llamarlos, y la marihuana y el LSD estaban convirti é ndose en las drogas preferidas.
Y Will Parker y Jimmy Gallagher, tambi é n j ó venes, y no faltos de inteligencia, se pon í an el uniforme a diario y se preguntaban cu á ndo les ordenar í an romperles la cabeza a chicos de su misma edad, chicos con cuyas opiniones coincid í an casi plenamente, o al menos as í era en el caso de Will. Todo estaba cambiando. Se respiraba en el ambiente.
Entretanto, Jimmy lamentaba ya por entonces haber conocido a Caroline Carr. Despu é s de la llamada de é sta a casa de Will, Jimmy tuvo que ir a buscarla en coche y llevarla otra vez a Brooklyn, donde la dej ó en la casa de su madre en Gerritsen Beach, cerca del riachuelo de Shell Bank. La se ñ ora Gallagher ten í a un peque ñ o bungalow de una planta con tejado de dos aguas, sin jard í n, que se encontraba en Melba Court, una calle en el laberinto de traves í as dispuestas en orden alfab é tico que en otro tiempo hab í a sido un pueblo de veraneo para estadounidenses de origen irland é s, hasta que Gerritsen alcanz ó tal popularidad que las casas se acondicionaron para el invierno a fin de poder ocuparlas durante todo el a ñ o. Al esconder a Caroline en Gerritsen, Jimmy, y en ocasiones Will, ten í a una excusa para visitarla, porque Jimmy iba a ver a su madre al menos una vez por semana. Adem á s, é sa era una parte de Gerritsen peque ñ a y cerrada al resto del mundo. Los forasteros llamar í an la atenci ó n, y la se ñ ora Gallagher estaba avisada de que cierta gente andaba buscando a la chica. Ante eso, la madre de Jimmy adopt ó una actitud a ú n m á s alerta que de costumbre; incluso relajada habr í a dado cien vueltas a la guardia personal del presidente. Cuando los vecinos le preguntaban por la joven instalada en su casa, la se ñ ora Gallagher les explicaba que era amiga de una amiga y acababa de enviudar. Una verdadera l á stima, estando adem á s embarazada. Dio a Caroline un fino anillo de oro que hab í a pertenecido a su madre, y le dijo que se lo pusiera en el dedo anular. Su supuesta viudez mantuvo a raya incluso a los peores fisgones, y las contadas veces que Caroline acompa ñó a la se ñ ora Gallagher a una velada en la Antigua Orden de Hiberneses de la Avenida Gerritsen, fue tratada con una delicadeza y un respeto ante los que se sinti ó agradecida y a la vez culpable.
Читать дальше