Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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El preso le tiró al suelo y empezó a darle una paliza con los puños que en unos minutos dejó al hombre sangrando, inconsciente y con la cara hinchada como un melón. Constable le arrastró hasta la mesa y le colocó sobre ella, de espaldas a la puerta. Si uno de los guardias miraba por casualidad hacia el interior de la sala, parecería que estaba leyendo los papeles, con la cabeza inclinada. Constable se agachó, le quitó los zapatos y los calcetines a su abogado y limpió con éstos lo mejor que pudo la sangre que había en la mesa, cubriendo el resto con documentos y blocs. Ya mataría al abogado después. De momento, al menos durante unos pocos minutos, necesitaba componer este cuadro de apariencia inocente.

Unos pocos minutos…, hasta que estuviera libre.

Libertad…

Que era precisamente el plan de Erick Weir.

El mejor amigo de Constable, Jeddy Barnes, el segundo en la jerarquía de la Unión Patriótica, había contratado a Weir no para matar a Grady, sino para sacar al preso del Centro de Detención de Manhattan, famoso por su seguridad, llevarle hacia la libertad atravesando el Puente de los Suspiros y, por fin, a la espesura del bosque, donde la Unión podría reanudar su misión de hacerle la guerra a los impuros, los sucios, los ignorantes. Limpiar la tierra de negros, maricas, judíos, hispanos, extranjeros…, de «ellos», los mismos contra los que arremetía Constable en sus arengas semanales de la Unión Patriótica y en los sitios web secretos cuyos suscriptores eran los cientos de ciudadanos de derechas de todo el país.

Constable se levantó, fue hasta la puerta y se asomó a mirar otra vez. Los guardias no habían advertido lo que acababa de pasar en la sala de interrogatorios.

El detenido pensó que debería tener un arma de cualquier tipo, así que le sacó a su abogado un lápiz metálico que llevaba en la ensangrentada camisa y utilizó un calcetín para protegerse la palma de la mano del extremo del lápiz por el que lo empuñaría. Sería un buen objeto con el que apuñalar.

Luego, se echó hacia atrás en la silla, enfrente de Roth, y esperó, acordándose del plan tramado por Weir, o el «Hombre Mágico», como le llamaba Barnes. Era una pieza maestra en la que se empleaban docenas de trucos de ilusionismo. Manipulaciones y dobles manipulaciones, escrupulosos cronometrajes, desviaciones inteligentes.

De la primera fase del plan se encargó Weir, que extendió entre la policía la idea de que había una conspiración para matar a Grady. El reverendo Ralph Swensen fue el encargado de los trabajos preliminares, que incluían un intento de matar al fiscal adjunto. El fallido asesinato reforzaría la idea de los polis de que había una trama para matar al fiscal adjunto, y así dejarían de preocuparse de otros crímenes, como la fuga de la prisión.

El propio Weir se dejaría atrapar durante un segundo intento de matar a Grady y sería detenido.

Entre tanto, Constable se encargaría de llevar a cabo algunos actos para desorientarles. Desarmaría a los que le habían capturado aparentando ser la voz de la razón, alegando inocencia, ganándose simpatías y atrayendo a Grady al Tribunal esa misma tarde con el pretexto de que iba a incriminar a Barnes y a otros conspiradores. Constable trataría incluso de ayudar a encontrar al ilusionista, lo que desarmaría aún más a la policía y le daría la oportunidad de enviar un mensaje cifrado sobre su localización exacta en el Centro de Detención, que Barnes se ocuparía de pasar a Weir.

Cuando llegara Grady, Hobbs Wentworth intentaría matar al fiscal adjunto, pero si lo lograba o no, no importaba; lo que importaba era que Hobbs desviara a la policía del Centro. Entonces, Weir, que deambulaba en libertad por el edificio tras fingir su propia muerte, se presentaría allí disfrazado, mataría a los guardias y liberaría a Constable.

Pero había otra parte del plan: un aspecto que Constable llevaba semanas esperando con ansiedad. Jeddy Barnes le había dicho a Constable que, justo antes de que Weir llegara a la sala de interrogatorios, «tenía que ocuparse de su abogado».

«¿Qué significa eso?»

«Weir ha dicho que depende de ti. Sólo dijo que se supone que tú tienes que ocuparte de él, de quitar a Roth de en medio.»

Y en ese momento, mientras veía la sangre que salía por los ojos y la boca del abogado, pensó: «Bueno, los judíos se encargarán de él».

Constable se estaba preguntando cómo se las arreglaría Weir para matar a los guardias, qué tipo de disfraces llevaría y por dónde escaparían, cuando, en el instante programado, oyó el pitido característico de la puerta exterior.

¡Ah!, su cuadriga hacia la libertad había llegado.

Constable cogió a Roth y lo arrastró desde el banco hasta una esquina de la sala. Pensó en matarle en ese mismo momento, dándole un pisotón en la tráquea, pero suponía que Weir traería un arma con silenciador. O un cuchillo. Podría emplearlos.

Oyó el clic de la llave que entraba en la cerradura de la sala de interrogatorios.

La puerta se abrió.

Por una fracción de segundo pensó: ¡Es sorprendente, Weir se las ha arreglado para disfrazarse de mujer!

Pero entonces se acordó de ella; era la oficial pelirroja que había ido con Bell el día anterior.

– ¡Hay un herido! -gritó al ver a Roth-. ¡Llamen a los Servicios Médicos de Emergencia!

Detrás de ella, uno de los guardias cogió un teléfono y el otro pulsó un botón rojo que había en la pared, lo que disparó una alarma que retumbó en todo el pasillo.

¿Qué estaba pasando? Constable no lo entendía. ¿Dónde estaba Weir?

Se volvió hacia la mujer y vio que tenía en la mano un pulverizador de gas pimienta, la única arma permitida en el Centro de Detención. Consideró la situación todo lo rápidamente que pudo y se puso a proferir gemidos de dolor mientras se sujetaba el vientre.

– ¡Alguien ha entrado aquí! Era otro preso. ¡Y ha intentado matarnos! -Escondiendo el lápiz, con las manos ensangrentadas se asió con fuerza la tripa-. ¡Estoy herido, me han apuñalado!

Una mirada hacia el exterior: no había aún ni rastro del Hombre Mágico.

La mujer frunció el ceño y recorrió con la mirada la celda, mientras Constable se desplomaba sobre el suelo y pensaba: «Cuando se acerque a mí, le clavaré el lápiz en la cara. Tal vez en el ojo. Podía apartar el pulverizador y rociarle con él los ojos o la boca. Quizá ponerle el lápiz en la espalda: los guardias pensarían que era un arma y le abrirían la puerta. Weir debía de estar cerca…, tal vez estaba ya en las puertas de seguridad».

Vamos, preciosa, acércate un poco más. Puede que llevara un chaleco antibalas, se dijo a sí mismo; apunta hacia esa cara bonita.

– ¿Y su abogado? -le preguntó ella inclinándose sobre Roth-. ¿También le han apuñalado?

– Sí. Era un preso negro. Dijo que yo era un racista. Dijo que quería darme una lección. -Tenía la cabeza agachada, pero podía sentir que ella se estaba acercando-. Joe está malherido. ¡Tenemos que ayudarle!

Sólo unos pocos centímetros más…

O si es un hombre blanco con buena pinta, no le falta ningún diente y va vestido con ropa que no huele a demonios…, entonces… ¿no tendrían el dedo en el gatillo un poco menos dispuesto para disparar?

Constable gimió.

La sentía muy cerca.

– Déjeme ver la herida, a ver si es grave -dijo ella.

Agarró el lápiz con fuerza. Se preparó para saltar. Miró hacia arriba para ver la posición exacta de su blanco.

Pero lo que vio fue la boquilla del pulverizador a dos palmos de sus ojos.

Ella apretó con el índice y el chorro de vapor le dio en plena cara. Un centenar de agujas calientes que le perforaron la boca, la nariz y los ojos.

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