Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente
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Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…
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Constable chillaba mientras la oficial le arrebataba el lápiz y le tumbaba de espaldas.
– ¿Por qué hace eso? -gritó, incorporándose sobre un codo-. ¿Por qué?
Su respuesta fue quedarse pensando unos instantes y, acto seguido, rociarle por segunda vez con el pulverizador.
Capítulo 42
Amelia Sachs retiró el pulverizador.
A la sargento en potencia que había en ella le preocupó un poco esa segunda rociada innecesaria que le había lanzado a Constable en plena cara. Pero cuando vio el cuchillo de catorce quilates que le asomaba por la mano, la dura agente de la calle que había en Sachs disfrutó verdaderamente oyendo a ese fanático despiadado chillar como un cerdo mientras volvía a rociarle. Se apartó del preso y los dos guardias le sacaron a rastras de la sala.
– ¡Un médico! ¡Llamen a un médico! ¡Mis ojos! ¡Tengo derecho a un médico!
– ¡Que te calles, te he dicho!
Los guardias le llevaban a rastras por el pasillo, pero Constable empezó a patalear, así que se detuvieron para ponerle grilletes en los tobillos y continuaron tirando de él hasta que desaparecieron al doblar el recodo que hacía el pasillo.
Sachs y otros dos guardias se quedaron examinando a Joseph Roth. Respiraba, aunque estaba inconsciente y malherido. Sachs había decidido que era mejor no moverle. El equipo del Servicio Médico de Emergencia no tardó en llegar. Una vez que Sachs comprobó sus tarjetas de identificación, comenzaron a atender al abogado: le limpiaron las vías respiratorias, le pusieron un collarín, le sujetaron con correas a un tablero y lo pusieron sobre una camilla. Finalmente, lo sacaron de la zona de seguridad para llevarlo al hospital.
Sachs se quedó allí de pie, examinando la habitación y el vestíbulo, para asegurarse de que Weir no se había colado sin que se dieran cuenta. No, no estaba segura de que no lo hubiera hecho ya. Después salió y se dirigió al mostrador de la entrada: sólo cuando le devolvieron su Glock comenzó a sentirse más tranquila. Llamó a Rhyme para contarle lo sucedido. Y después añadió:
– Constable le estaba esperando, Rhyme.
– ¿Esperando a Weir?
– Creo que sí. Se sorprendió al verme cuando aparecí por la puerta. Intentó que no se le notara, pero yo me di cuenta de que estaba esperando a alguien.
– Así que eso es lo que está tramando Weir ahora: sacar a Constable de ahí…
– Así lo veo yo.
– Malditas desorientaciones -dijo entre dientes-. Nos ha tenido centrados en el asesinato de Grady y… nunca pensé que estaban tramando una fuga. A menos que la fuga sea para despistar y la verdadera misión de Weir sea matar a Grady.
– Eso también sería posible -dijo Sachs tras reflexionar un poco.
– ¿Y no hay rastro de Weir, en ninguna parte?
– Ninguno.
– Vale. Yo sigo con lo que encontraste en el Centro de Detención, Sachs. Vente para acá y lo examinamos.
– No puedo, Rhyme -le dijo, con los ojos puestos en la docena de curiosos que miraban hacia la zona de seguridad del vestíbulo, donde debía de estar sucediendo algo emocionante, sin duda-. Tiene que estar aquí, en algún sitio. Voy a seguir buscando.
El método Suzuki para que los niños aprendan piano consiste en trabajar con una serie de libros de música cada vez más difíciles, que contienen aproximadamente una docena de piezas cada uno. Cuando un estudiante supera un libro, los padres suelen dar una pequeña fiesta a los amigos, la familia y el profesor de música, y el alumno ofrece un breve recital.
Estaba previsto que Christine Grady finalizara el Volumen Tercero del método Suzuki en el plazo de una semana a partir de esa noche, así que estaba ensayando intensamente para el miniconcierto. Estaba sentada en la sala «pía» del apartamento familiar, tocando los últimos acordes de El jinete salvaje de Schumann.
La sala «pía» era oscura y pequeña, pero a Chrissy le encantaba. Sólo tenía unas cuantas sillas, unos estantes con partituras y un piano reluciente de media cola (de ahí su nombre).
Tocó, con alguna dificultad, el movimiento andante de la Sonatina en C de Clementi y luego se premió con la Sonatina de Mozart, una de sus favoritas. Ahora bien, no creía que le estuviera saliendo muy bien. Estaba distraída con los policías que pululaban por el apartamento. Todos ellos, hombres y mujeres, eran muy amables y le hablaban, alegres y con una amplia sonrisa en la cara, de La guerra de las galaxias , Harry Potter o de los videojuegos Xbox. Pero Chrissy sabía que, en el fondo, no sonreían; sólo lo hacían para que ella se sintiera segura. Y lo que conseguían las sonrisas falsas en realidad era asustarla aún más.
Porque, aunque no lo dijeran, el hecho de que la policía estuviera ahí significaba que había alguien que quería hacerle daño a su padre. A ella no le preocupaba que hubiera alguien que intentara hacerle daño a ella. Lo que le asustaba era que algún hombre malvado se llevara a su padre de su lado. Deseaba que dejara el trabajo que tenía en los tribunales. Una vez se armó de valor y se lo pidió, pero él le contestó:
– ¿A ti te gusta mucho tocar el piano, cielo?
– Un montón.
– Bueno, pues eso es también lo que a mí me gusta: hacer mi trabajo.
– Ah, pues, vale -le había dicho, a pesar de que no valía en absoluto. Porque tocar un instrumento no hacía que la gente te odiara y quisiera matarte.
Christine entrecerró los ojos e intentó concentrarse. Hubo un pasaje que le salió mal, así que lo repitió.
Y ahora, según le habían dicho, tendrían que irse a vivir a otro sitio durante algún tiempo. Sólo uno o dos días, le dijo su madre. Pero ¿y si luego era más tiempo? ¿Y si tenían que suspender la fiesta de aquel libro de Suzuki? Disgustada, dejó de tocar, cerró el libro de música y fue a meterlo en su cartera.
¡Eh, mira lo que hay aquí!
Sobre el atril había un caramelo de menta y chocolate, y no de los pequeños, sino de los enormes, de los que venden en las cajas del Food Emporium. Se preguntó quién podría haberlo dejado ahí. A su madre no le gustaba que nadie comiera en esa sala, y a Chrissy no le estaba permitido tomar dulces ni nada pringoso mientras tocaba.
Quizá fuera cosa de su padre. Sabía que él se sentía mal por ella, por todos los policías que había en la casa y porque no había podido ir al recital que había dado la noche anterior en Neighborhood School.
Eso era, entonces. Un regalito secreto de su padre.
Chrissy miró por la grieta que había en la puerta. Vio gente que iba de acá para allá. Oyó la voz tranquila de ese policía tan simpático de Carolina del Norte que tenía dos hijos a los que le iban a presentar algún día. Su madre sacó una maleta del dormitorio. Tenía cara de disgusto y decía: «Esto es una locura. ¿Por qué no pueden encontrarle? Él es uno, y ustedes son cientos. No lo entiendo».
Chrissy se echó para atrás en su silla, abrió la envoltura del caramelo y empezó a comérselo lentamente. Cuando lo acabó se miró los dedos con atención. En efecto, se los había manchado de chocolate. Iría al baño y se lavaría las manos. Además, tiraría el envoltorio por el retrete para que su madre no lo encontrara. Eso se llamaba «deshacerse de las pruebas», según se decía en ese programa de televisión sobre investigación de Escenas del Crimen que sus padres no le dejaban ver, aunque ella se las arreglaba para poder ver alguno de vez en cuando.
Roland Bell había vuelto con Charles Grady, sanos y salvos, al apartamento de este último, en el que se encontraron a la familia haciendo las maletas para marcharse a una casa segura del NYPD en otra zona de la ciudad, en Murray Hill. Bell echó las persianas y les dijo a los miembros de la familia que se mantuvieran lejos de las ventanas. Advirtió que esa recomendación les puso más nerviosos, pero su trabajo no era mimar el espíritu, precisamente, sino evitar que les matara un asesino muy inteligente.
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