Jeffery Deaver - El Hombre Evanescente

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En una escuela de música de Nueva York, el autor de un terrible asesinato se esfuma inexplicablemente de la habitación en la que la policía lo había acorralado…
Un nuevo caso del detective tetrapléjico Lincoln Rhyme, enfrentado a un criminal de habilidades extraordinarias: engañar, escapar, disfrazarse…

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Los iba contando lleno de furia.

– Ya lo tengo localizado -gritó por radio-. Creo que es en la tercera planta, oficina quinta por el extremo Norte del edificio. -Bell examinó la ventana-. ¡Ay!

– Repita, cambio -gritó uno de los oficiales.

– He dicho «ay».

– Ah, comprendido. Corto.

Grady, tendido en la acera, dijo:

– ¿Qué pasa? -empezó a levantarse.

– Quédate sentado ahí -le dijo el detective, poniéndose en pie con precaución. Dejó de mirar hacia la ventana y dirigió su atención hacia el espacio de acera que les rodeaba. Cabía la posibilidad de que hubiera más tiradores por allí cerca. Un segundo después llegó un furgón blindado de los Servicios de Emergencia y antes de cinco segundos Bell y Grady estaban en su interior y se alejaban de allí a la velocidad del rayo, libres ya del intento de asesinato y con la espalda de Grady a buen recaudo camino del Upper East Side y de su familia.

Bell volvió la vista atrás para ver si veía riadas de federales de las unidades de emergencia entrando en el edificio que estaba enfrente del Tribunal.

No te preocupes… Él nos encontrará .

Y no cabía duda de que lo había hecho.

Bell había llegado a la conclusión de que la mejor manera de disparar a Grady era desde el edificio de la acera de enfrente. Lo más seguro era que el asesino hubiera entrado en una de las oficinas inferiores que daban a la calle. El tejado era un lugar improbable, ya que estaba controlado por docenas de cámaras de circuito cerrado. Bell había permanecido expuesto, como cebo, debido a un detalle que sabía sobre ese edificio concreto desde que se había hecho cargo de un caso que tuvo lugar en él: que las ventanas, como sucedía en muchos de los centros oficiales más nuevos de aquella zona, no podían abrirse y estaban hechas de vidrio a prueba de bombas.

Había corrido el pequeño riesgo, suponía Bell, de que el asesino utilizara balas antiblindaje capaces de traspasar ese vidrio de más de dos centímetros de espesor. Pero se había acordado de una expresión que oyó durante un caso hacía un par de años: «Dios no promete nada».

Se había arriesgado a forzar al francotirador a que disparara, porque esperaba que la bala quebrara el cristal de la ventana y revelara así la posición del asesino.

Y su idea había funcionado, aunque con una variación, como Bell había mencionado al equipo de emergencia. Ay…

– Unidad de Emergencia Cuatro a Bell. Aquí Haumann. Tenías razón, cambio.

– Adelante, cambio.

– Estamos en el interior -continuó el comandante táctico-. La escena es segura. Sólo que…, ¿cómo se llaman esos…? ¿Los Premios Darwin? Ya sabes, cuando los criminales hacen cosas estúpidas… Cambio.

– Comprendo -respondió Bell-. ¿Y dónde fue a parar su propia bala? Cambio.

Bell había descubierto la posición del francotirador no por la ventana rota, sino por una gran mancha de sangre que vio en el cristal. El jefe de la Unidad de Emergencia explicó que las balas recubiertas de cobre que el asesino había disparado hacia Bell habían rebotado en el cristal, se habían fragmentado e hirieron al francotirador en media docena de sitios, el más importante de los cuales era la ingle, donde al parecer habían roto una gran arteria o vena. Cuando llegó el equipo de emergencia a la oficina, el hombre ya se había desangrado.

– Dime que es Weir, cambio -dijo Bell.

– No, lo siento. Es un tal Hobbs Wentworth. Con residencia en Canton Falls.

Bell hizo un gesto de enfado. Así que Weir, y tal vez otros que trabajaban con él, seguían rondando por ahí.

– ¿Habéis averiguado algo que nos dé una pista sobre lo que está tramando Weir o sobre dónde está? -preguntó Bell.

– Negativo. -Se oyó la voz áspera del comandante-. Sólo su tarjeta de identidad y, ¡figúrate!, un libro con historias bíblicas para niños. -Hubo un silencio-. Odio tener que decirte esto, Roland, pero tenemos otra víctima. Parece que mató a una mujer para poder entrar en el edificio… Bueno, vamos a rodear la zona y a seguir buscando a Weir. Corto.

El detective hizo un gesto negativo con la cabeza y le dijo a Grady:

– Ni rastro de él.

Y, desde luego, eso era lo más problemático. Tal vez habían encontrado muchos rastros de Weir; puede que incluso se hubieran cruzado con el mismísimo Weir: como otro poli, como un técnico del equipo médico, como un oficial de las Unidades de Emergencia, como un detective de paisano, como un transeúnte o como un mendigo…, sólo que no lo sabían.

* * *

A través de la amarillenta ventana de la sala de interrogatorios, Andrew Constable vio el rostro sombrío de un corpulento guardia negro que le escudriñaba desde el otro lado. El hombre se retiró y la cara desapareció.

Constable se levantó de la mesa metálica y dio unos pasos hasta la ventana, dejando atrás a su abogado. Vio a dos guardias en el vestíbulo que hablaban con seriedad.

Bueno; pues ahora te vas a enterar.

– ¿Qué dices? -le preguntó Joseph Roth a su cliente.

– Nada -respondió Constable-. Yo no he dicho nada.

– ¡Ah!, me pareció que decías algo.

– No.

Aunque dudaba de si lo había hecho. Si había comentado algo, rezado una oración.

Volvió a la mesa. Su abogado levantó la vista de un montón de hojas amarillas en las que figuraban media docena de nombres y números de teléfono, facilitados por los amigos de Constable en Canton Falls en respuesta a las preguntas que éste y su abogado les habían hecho sobre qué podía haber tramado Weir y dónde podía estar.

Roth parecía nervioso. Acababan de enterarse de que hacía unos minutos un hombre armado con un fusil había intentado matar a Grady enfrente de ese mismo edificio. Pero no había sido Weir, que andaba aún desaparecido.

– Me preocupa que Grady esté demasiado asustado para negociar con nosotros. Creo que deberíamos llamarle a su casa y decirle lo que hemos averiguado -dijo el abogado dando unos golpecitos a los papeles-. O, al menos, entregárselo a ese detective…, ¿cómo se llama? ¿Bell, no?

– Eso es -dijo Constable.

Pasando su rechoncho dedo por la hoja con los nombres y los números, Roth continuó:

– ¿Tú crees que alguno de estos sabe algo concreto sobre Weir? Eso es lo que ellos quieren, algo concreto.

Constable se inclinó y miró la lista. Después miró al reloj de su abogado. Negó lentamente con la cabeza.

– Lo dudo.

– ¿Lo…, lo dudas? -dijo Roth.

– Sí. ¿Ves este primer número?

– Sí.

– Es la tintorería de Harrison Street en Canton Falls. Y el que está debajo, el IGA [27]. El siguiente es el de la iglesia baptista. ¿Y esos nombres? ¿Ed Davis, Brett Samuels, Joe James Watkins?

– Ya veo -dijo Roth-. Son colegas de Jeddy Barnes.

Constable se rió entre dientes.

– No, coño. Son inventados.

– ¿Cómo? -dijo Roth con el ceño fruncido.

Acercándose aún más a su abogado, el detenido se quedó mirándole fijamente.

– Te digo que esos nombres y números son falsos.

– No comprendo.

Constable suspiró.

– Desde luego que no comprendes, judío de mierda; eres patético -y le dio un puñetazo en la cara al sorprendido abogado antes de que pudiera levantar las manos para protegerse.

Capítulo 41

Andrew Constable era un hombre fuerte; era fuerte por caminar largas distancias hasta zonas lejanas de caza y pesca, por descuartizar ciervos y serrar huesos, por cortar madera.

El regordete Joe Roth no podía competir con él. El abogado intentó levantarse y pedir ayuda, pero Constable le dio un golpe fuerte en la garganta. El grito del abogado se convirtió en un gorgoteo.

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