Sin embargo, comprendí que él ganaba esta vez.
Era como el juego de piedra, papel y tijera: yo intentaba usar una barra de metal y él una pistola. Por mucho que yo lograse encajar mi primer golpe antes, si no lo dejaba inconsciente en ese mismo instante no iba a poder evitar que disparase, ni siquiera en el improbable caso de que consiguiera aturdirlo de nuevo con otra máscara rápida. Frente a mi estúpida barra, la pistola era decisiva. ¿Me arriesgaría? Decidí que no.
Le lancé la barra a la cabeza deseando que la botella de suero se rompiera en su cara, y eché a correr como pude.
Con el rabillo del ojo distinguí una silueta -el niño-, pero se apartó de mi camino y no le presté atención. Un paso, dos. Mis pies descalzos saltaban sobre los objetos desparramados por el suelo. Calculé mentalmente el tiempo que el Espectador podía tardar en apuntarme y disparar. Tres pasos, cuatro. Frente a mí tenía las escaleras de subida, que eran de caracol y no ofrecían protección alguna en el primer tramo, y la puerta del segundo sótano, que estaba abierta y daba a otras escaleras que bajaban. Cinco, seis pasos. Dos opciones.
Opté por la última, ya que siempre era más rápido bajar que subir, y no me equivoqué. Cuando cruzaba el umbral agachada, un trueno silbó sobre mí. Otra bala dio en el marco d la puerta y una tercera en la pared oblicua del techo de las escaleras, cubriéndome con una lluvia de esquirlas. Salté los dos peldaños finales.
Las escaleras desembocaban en un corto corredor de paredes blancas. Aquello era territorio nuevo. Él contaba con esa ventaja. Vi una salida a la izquierda, otra al fondo. La de la izquierda era un pequeño cuarto trastero subterráneo: penetré en él sin aliento y busqué frenéticamente a mi alrededor. Bidones, latas de líquidos inflamables, infinidad de artículo de bricolaje apilados en las paredes. Todo podía convertirse en arma, y precisamente por eso era una pequeña ratonera de tentaciones. Un mundo de pinchos, púas, metal y gasolina para masacrar cuerpos, pero se necesitaban baterías, repuestos, destreza y mecheros que los hicieran funcionar. Nada a la vista tan evidente como una pistola, un martillo o una llave inglesa.
Había perdido un tiempo precioso en aquella casita de chocolate llena de falsos métodos para acabar con el loco que te persigue: oí sus pesados pasos en la escalera. Cojeaba, pero con toda probabilidad a su pistola no le importaba eso.
Salí al pasillo de nuevo y probé la puerta del fondo. Tenía un código de acceso, pero estaba abierta, y al cruzar el umbral me asaltaron a la vez un frío punzante y un hedor a cosa corrompida. Cerré la puerta tras de mí y quedé paralizada.
El cuarto de Barbazul. Allí estaba. Mi hermana.
Era un sótano más pequeño que el superior, iluminado con luces zumbantes y crudas en azul claro, como las de un frigorífico. Anaqueles con frascos se aglomeraban en una pared. También había una mesa adosada con dos infames jaulas para cachorros y ordenadores con cubiertas protectoras. Pero todo eso lo vi después. En aquel momento solo pude mirar hacia la gran máquina en forma de aspa horizontal que había en el centro. Tenía que ser el torno. Sobre él, un cuerpo bocabajo, hinchado. Las venas eran visibles en la carne de las piernas, que tenía encadenadas a los extremos más largos del aspa. Desde donde me encontraba solo podía ver los terribles destrozos entre las nalgas.
Me quedé tan aturdida, tan temblorosa, echando vaho con mis jadeos y abrazándome el cuerpo, que ni siquiera me importó escuchar el grito de rabia del Espectador avanzando por el pasillo:
– ¡Estás encerrada, hija de puta! ¡¡Ahí no hay salidaaaaa!!
Seguí quieta, esperando la muerte.
Qué mal lo has hecho, devochka.
Entonces me moví, pero no para salvarme. Solo pensaba en destruirlo.
Me desplacé al fondo de la pequeña cámara sorteando los cables que discurrían por el suelo. No tenía intención alguna de mirar el rostro del cadáver, pero no pude evitar hacerlo de reojo. Y de repente me di cuenta de que no se trataba de mi hermana. Comprendí que jamás habría podido ser Vera: aquella chica llevaba varios días muerta, y solo la temperatura de la cámara había impedido que se pudriera del todo. Pero tampoco era Elisa Monasterio, sino una desconocida. La revelación no me dio ni más ni menos fuerzas, solo me conmovió.
De repente, todo mi ser se hallaba concentrado en contraatacar.
Los pasos se detuvieron en la puerta. Maldije por no haber pensado en alguna forma de encerrarme desde dentro. Ya era tarde. Descarté engañarlo con otra máscara: él dispararía nada más verme, y con el cuerpo maltrecho y rígido de frío como lo tenía, yo jamás realizaría los gestos con suficiente rapidez.
Se demoraba en entrar. Supe por qué: sostenía la pistola con la única mano operativa, y necesitaba desplazar el complicado pestillo de la puerta. Eso me daba algún tiempo. En la mesa junto al ordenador vi una barra de acero de la longitud de mi brazo, pesada pero manejable, y las gruesas teclas de plástico con diagramas del aparato en que finalizaban los cables del torno. A mi derecha había un recodo con una especie de máquina incineradora y una pequeña letrina al lado, donde sin duda las obligaba a agacharse para que se aliviaran frente a él. Me agazapé allí con la barra en la mano, y en ese instante la puerta se abrió.
Un paso, luego otro, su voz:
– Sé dónde estás… Sé dónde estás, puta…
Lo dejé avanzar. No podía verlo, pero podía calcular su avance porque la cojera hacía resonar sus pisadas. Esperé en medio de los zumbidos de la luz de morgue, tensa de miedo y furia, aferrando la barra y expeliendo vapor como un dragón por mis fosas nasales y mi boca abierta. El cabello se me había pegado a la frente como si me hubiese duchado y todo el sudor se había helado sobre mi cuerpo desnudo. Pasos. Pasos. Sé dónde estás. Otro paso.
De repente vi su sombra reflejada en la pantalla de los ordenadores. Se hallaba por fin al nivel del torno, tal como yo confiaba. Tenía que pasar junto a él para llegar hasta mí. Entonces tendí la mano izquierda a toda velocidad. Me dolía de forma atroz, pero no usé los dedos sino la parte carnosa del pulgar para golpear la tecla de apertura de las aspas, bien señalada, rogando por que el torno estuviese conectado. Sabía que las aspas no se abrirían con rapidez, pero esperaba que el movimiento lo confundiera.
Se oyó un chirrido. Simultáneamente, salí de mi escondite y giré la cintura aferrando la barra con ambas manos, como un bateador de béisbol. No quise apuntar muy alto: intentar darle en la cabeza a ciegas era arriesgarme a fallar. Eso hizo que acertara en su hombro izquierdo, ya malherido. Gritó y alzó la pistola, pero las aspas seguían abriéndose tras sus piernas, y perdió el equilibrio. Lo golpeé en la mano, desarmándolo, y luego en el vientre y en las rótulas, hasta asegurarme de que no podría levantarse. Cuando todo acabó, pulsé el botón de cierre de las aspas, me acerqué al cuerpo que se retorcía en el suelo y le puse el pie derecho y la barra en la garganta.
– Dónde están -dije.
Ambos temblábamos. Pareció divertirle mi pregunta, y por un instante su ojo sano me miró burlón. La sangre brotó del otro párpado.
– No están… Nunca han estado… -Logró sonreír con esfuerzo, como si se sintiera ganador-. Yo no he secuestrado a tus compañeras… Lo de los visores también era mentira: jamás hubieran detectado nada… ¿Ves? Quise controlarte con ese truco, y funcionó… Vosotras engañáis, yo engaño… Pero lo que importa ahora es…
Lo interrumpí presionando el talón del pie sobre su cuello.
– Sus desapariciones no se hicieron públicas, cabrón. No estás en condiciones de seguir mintiéndome, hijo de puta…
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