Había cometido un grave error, debido a lo nerviosa que me sentía por mi hermana, y lo había pagado muy caro.
Pensé en las posibilidades que me quedaban. No se me ocurrió ninguna. Gens me había advertido: «Desde el momento en que te desnude y te ate la cara, empezará la cuenta atrás. Las oportunidades de poseerlo a partir de ahí serán mínimas». Claro está, tanto Gens como yo habíamos dado por supuesto que sería posible hacer máscaras, y, de acuerdo a eso, yo me había preparado para el Espectador de la única forma en que sabía hacerlo un cebo.
Pero no había anticipado su treta. Había esperado encontrar a mi hermana viva o muerta, no un chantaje con visores de conducta, fueran o no verdaderos. Eso me confundía, me atenazaba más que las propias cuerdas. Estaba casi segura de que el Espectador mentía, de que era imposible que sus cámaras detectaran una máscara rápida. Y si quería contar con unas mínimas probabilidades de salvar a Vera, o de sobrevivir yo misma, tendría que optar por hacer una máscara tarde o temprano.
Pero necesitaba tiempo y calma para tomar una decisión, y sabía que el Espectador no iba a concedérmelos.
No le oí llegar. El niño había puesto un rock estridente.
– Quita eso -dijo el Espectador.
El brusco silencio me molestó tanto como el ruido. A esas alturas ya no había nada que no me molestase.
– ¿Le has dado agua? -Por un momento no supe si se refería al cachorro o a mí.
No hubo respuesta. El Espectador repitió la pregunta y el niño dijo «sí».
– Respóndeme cuando te pregunte, Pablo.
Yo seguía bocabajo en el suelo, sujetando las cuerdas que unían mis muñecas a los tobillos para aliviar la tensión. Cuando me cansaba, intentaba contraer los músculos de las piernas. El dolor de mi dedo cortado era como un perro hambriento esperando soltarse. Todo tenía un aspecto muy jodido, pero sabía que lo peor quedaba por venir.
Sentí sus dedos sobre mí y deseé que mi piel fuese ácido y lo quemara. Me tomó el pulso en la garganta, me exploró el vendaje y recibí un picotazo en el bíceps derecho. Algún tipo de analgésico subcutáneo, quizá; el Espectador no quería que me desmayase antes del espectáculo. Yo solo veía su rodilla apoyada en el suelo envuelta en un pantalón negro, pulcro, recién planchado. Aspiré un perfume masculino. Entonces me tiró del brazo y me puso de costado. En el instante en que gemía sentí un tubo de plástico en la boca, entre las cuerdas. Bebí todo lo que pude. Vomité parte del agua. El Espectador era una silueta borrosa bajo los focos.
– ¿Ha descansado bien? -Cerró el tapón de la botella-. ¿Tiene hambre? ¿Hay algo que podamos hacer por usted?
Ninguna de esas preguntas esperaba respuesta. Advertí, en cambio, que de vez en cuando miraba hacia atrás y desplazaba un poco el cuerpo. «Se asegura de no bloquear la lente de los visores», pensé.
Volvieron los aullidos, ahora débiles, y el papá estricto alzó la cabeza.
– Llévate al perro abajo, Pablo.
– ¿No puedo tenerlo aquí?
– Ya me has oído. Y dúchate, cámbiate de ropa y ponte zapatos.
Hubo un silencio tenso, roto por algo que se estrelló en la mesa, detrás del Espectador, y rodó hasta el borde: el niño, sin duda irritado, había lanzado el cúter que sostenía antes de marcharse. Su padre emitió un suspiro. Volvió a mirarme y sonrió. Parecía como si se disculpara ante una vecina por el comportamiento de su hijo.
– Te confieso que, a veces, yo mismo le tengo miedo -dijo-. Es un chico muy listo, pero vive su propio mundo. Supongo que ha sido el precio que he tenido que pagar por sentirme seguro. Convencí a su madre, en Bruselas… Viví varios años allí, ¿sabes? Trabajaba como profesor de informática mientras organizaba mi propia compañía de seguridad… Ella era una alumna de origen norteamericano. La convencí de tener un hijo. Cuando lo logré, la eliminé. Necesitaba un niño. Había leído mucho sobre vosotros, y sabía que un niño sería la defensa perfecta. Trampa por trampa, supongo. Vosotros engañáis, yo engaño. Lógico. -Mientras hablaba no paraba de tocarme: despejaba cabellos de mi frente, me magreaba un pecho, el culo o los muslos. Con la otra mano se acariciaba la entrepierna. Se había puesto una camisa nueva, morada, y zapatos de ante-. No te lo vas a creer. ¿Sabes lo que cambió mi vida? El 9-N. Hasta ese momento mi compañía era pequeña, casi doméstica, pero tras la bomba atómica en Madrid, los gobiernos empezaron a pedirnos ayuda a todos los del sector. Yo era español, y los de aquí pensaron que sería ideal para asesorarles en seguridad. El 9-N fue lo que me trajo a España, sí. -Sonrió casi como confiando en que yo lo imitara-. Luego esperé hasta que Pablo cumplió los once años para empezar en serio. Espera, voy a ver cómo tienes eso.
Al hacerme girar para ponerme de nuevo bocabajo me agarró de ambos brazos. Hurgó en el vendaje. Quizá me lo estaba cambiando, no lo sabía, tenía aquella zona parcialmente insensible. Pese a todo, me dolía. Gruñí bajo las cuerdas. Siguió hablando.
– Lo que no quería, por encima de cualquier otra cosa, era que me engañarais. Tenéis poder. Sois brujas. Usáis la psicología como antaño las pociones. Sé que hay otras como tú dando vueltas por Madrid, acechándome. A veces he creído ver a una y me he obsesionado tanto que no he podido dormir. Pero siempre he dejado elegir a Pablo. A él no lo engañáis. Hasta que te vi a ti.
De repente lo supe: me tenía mucho más miedo que yo a él. Y era porque me deseaba como jamás había deseado a nadie. La técnica de Gens se había abierto paso en su psinoma como una riada, arrastrándolo todo, derribando sus bien cuidadas defensas y hasta su confianza racional en su hijo.
– Llevo casi toda mi vida haciendo esto -continuó-. No solo a mujeres, pero sobre todo a mujeres. En varias ciudades de Europa. Cuando descubrí que podía borrar rastros y cambiar informes con un simple ordenador, me resultó fácil dedicarme, digamos, de lleno. La única diferencia es que ahora he saltado a la fama, porque lo hago en una misma ciudad y he empezado a usar a Pablo. Tú crees que soy una bestia, y lo comprendo. Pero te pregunto, ¿no está todo en eso que llamáis el «psinoma»? Si solo he hecho lo que vosotras, cebos o no, me inducís a hacer, ¿quién es el culpable? Si te he traído aquí porque tú me has tentado, ¿quién es el culpable? ¿Puedo evitar hacer lo que hago? Una vez, en Bruselas, secuestré a un técnico alemán de psicología y le obligué a decirme cuál era mi filia. Me gustó el nombre: de Holocausto. Pues bien, no puedo hacer nada contra eso. Holocausto es lo que soy. En otros tiempos, la psicología suponía que estábamos enfermos o tarados. Ahora sabemos que somos así porque nuestro psinoma es así. Es como nacer con ojos azules o piel oscura. Necesitamos complacer nuestra filia como cualquier otra persona, Shakespeare ya lo había dicho antes que nadie: Macbeth no es más culpable que Lear, ¿no es cierto? Veamos… No tiene mal aspecto…
Supe que se refería a mi herida. Notaba en la piel roces de gasas y cremas. Seguía bocabajo, mi cuerpo formando un arco, la mejilla izquierda aplastada en el suelo, la cara rodeada de cuerdas, tobillos y muñecas contra las nalgas. Tenía que soportar el examen con los músculos tensos, incapaz de moverme. En un par de ocasiones creí que me desmayaría, y mordía las cuerdas que cruzaban mi boca para impedirlo.
– Lamento lo del dedo -dijo el Espectador mientras lo vendaba de nuevo-. Regañé a Pablo, pero hay que tener en cuenta que intentaste camelarlo, ¿eh? Eso fue una mala pasada por tu parte. En fin, la herida ha dejado de sangrar. Y te he puesto crema para que no se te pegue el vendaje. ¿Te duele?
Читать дальше