Se inclinó más hacia mí.
– La guerra siempre ha formado parte del mundo y siempre la formará. Pero ¿unas cruzadas intelectuales? ¿Con batallas libradas a escala global, respaldadas por economías industriales modernas, con la amenaza de un auto de fe nuclear para los infieles? Eso sólo lo ofrece América.
Bueno, aquello confirmaba el diagnóstico de chiflado de derechas.
– Le agradezco que me hable con franqueza -dije haciendo una ligera reverencia-. Ii benkyo ni narimashita . -Ha sido muy instructivo.
Me devolvió la reverencia y empezó a retirarse.
– Kochira koso . -Lo mismo digo. Sonrió, de nuevo con cierta incomodidad-. Tal vez nos volvamos a ver.
Le observé mientras se marchaba. Luego me dirigí a uno de los habituales, un veterano llamado Yamaishi, y le pregunté si había visto alguna vez al tipo que justo en ese instante se estaba marchando del tatami.
– Shiranai -dijo encogiéndose de hombros-. Amari shiranai kao da. Da kedo, sugoku tsuyoku na. Kandori, mita yo . -No le conozco. Pero tiene un nivel de judo muy bueno. Les he visto luchando.
Quería calmarme antes de ducharme por lo que bajé a un dojo vacío de la quinta planta. Dejé las luces apagadas al entrar. Aquella sala era mejor cuando sólo recibía la iluminación del parque de atracciones de Korakuen, que centelleaba y bullía al lado. Hice una reverencia ante la foto de Kano Jigoro, situada en la pared del fondo, y luego practiqué unas caídas ukemi hasta llegar al centro de la sala.
De pie en la tranquila penumbra, miré hacia Korakuen. A lo lejos se oían las montañas rusas ascendiendo traqueteantes hacia su apogeo, luego el silencio suspendido, y a continuación el rugido de la caída y las risas histéricas de los pasajeros, aunque el viento se llevaba sus gritos.
Hice estiramientos en el centro de la sala. Mi uniforme, el judogi , estaba húmedo contra la piel. Había ido al Kodokan porque es el mejor sitio para practicar judo pero, al igual que el barrio de Sengoku, el lugar significa mucho más para mí ahora que al comienzo. Aquí he visto cosas: un viejo veterano entrecano que lleva practicando judo todos los días desde hace medio siglo enseñando con paciencia a un niño con un gi demasiado grande que la colocación adecuada de la pierna para hacer la estrangulación de samkakujime es formando un ligero ángulo, no justo detrás, con respecto al contrincante; un joven sandan , tercer Dan negro, que dejó su Irán natal para practicar en el Kudokan hace cuatro años, y desde entonces apenas se ha perdido un solo día de entrenamiento, realiza el osoto-gari con unas repeticiones tan precisas y potentes que sus movimientos se acaban pareciendo a una gran fuerza de la naturaleza, al movimiento de las mareas, quizá, el bailarín convirtiéndose en baile; cómo un joven estudiante llora en silencio después de que le corten el paso en un partido mientras el público ovaciona al equipo contrario sin fijarse en sus lágrimas circunspectas.
La montaña rusa realizaba el típico sonido de carraca mientras las últimas luces se difuminaban en el cielo. Eran más de las siete, demasiado tarde para llegar al Blue Note. Daba igual.
No tenía ningún plan especial para el día siguiente, por lo que decidí pasarme por una librería de anticuario que me gusta en Jinbocho, una parte de la ciudad conocida por su maraña de librerías, algunas especializadas en obras orientales y otras en occidentales. El propietario de la tienda ya me había avisado mediante el busca hacía unos días de que había localizado y me guardaba un tomo antiguo de shimewaza -estrangulaciones- que hacía tiempo que buscaba para añadir a mi modesta colección sobre bugei , las artes marciales.
Tomé la línea de metro de Mita en la estación de Sengoku. A veces voy en el metro y otras veces en el JR desde Sugamo. Está bien actuar de forma aleatoria. Hoy había un sacerdote con el atuendo sintoísta recogiendo donativos fuera de la estación. Últimamente daba la impresión de que estos tipos estaban por todas partes, no sólo delante del parlamento. Tomé el tren en dirección a Onarimon y bajé en Jinbocho. Tenía la intención de salir de la estación por la salida más cercana a la librería Isseido pero, distraído pensando en Midori y Kawamura, me equivoqué de pasillo. Al doblar una esquina y llegar al cartel que anunciaba la línea de Hanzoman, me di cuenta del error, di media vuelta y volví a doblar la esquina.
Un japonés regordete recorría el pasillo con rapidez, a unos diez metros de distancia. Le miré a los ojos cuando se acercó a mí pero no me hizo caso y siguió mirando de frente. Llevaba un traje oscuro de raya diplomática y una camisa a rayas. Debía de haber oído en algún sitio que las rayas hacen parecer más alto.
Bajé la mirada y me di cuenta de por qué no le había oído llegar: zapatos baratos con suela de goma. Pero llevaba un maletín negro que parecía caro, un modelo con tapa, quizá un Swain Adeney antiguo. ¿Un hombre de negocios que sabía de buenos maletines y suponía que nadie se fijaría en sus zapatos baratos? Quizá. Pero aquella no era una zona de negocios, Kasumigaseki o Akasaka resultarían más apropiadas. Sabía que los zapatos resultarían cómodos para caminar un buen rato, si, por ejemplo, seguir a alguien formara parte del plan.
Aparte del maletín, tenía las manos vacías pero, de todos modos, me puse tenso cuando pasó junto a mí. Tenía algo que me inquietaba. Aminoré el paso un poco cuando nos cruzamos, miré por encima del hombro para ver cómo andaba. Las caras son fáciles de disimular, la vestimenta se cambia en un momento, pero no abundan las personas capaces de cambiar el modo de andar. Es algo en lo que me fijo. Observé cómo andaba aquel tipo, paso corto, un tanto exagerado, con un balanceo de brazos presumido, una ligera oscilación de lado a lado con la cabeza, hasta que dobló la esquina.
Tomé el otro camino y miré hacia atrás antes de salir de la estación. Probablemente no fuera nada, pero recordaría su cara y modo de andar, me cubriría las espaldas como siempre y me fijaría si volvía a verle.
Principios de la estrangulación se encontraba en un estado excelente, tal como me había prometido, y tenía un precio bastante alto, pero sabía que disfrutaría mucho con aquel volumen fino. Aunque estaba ansioso por marcharme, esperé pacientemente mientras el propietario, con cuidado y de forma casi ceremoniosa, envolvía el libro con papel de embalar y lo sujetaba con un hilo. Sabía que no era un regalo pero aquella era su forma de demostrar el aprecio que sentía por esa venta y darle prisa habría sido grosero por mi parte. Por último, me ofreció el regalo con los brazos extendidos y una reverencia bien marcada, y lo acepté con una postura similar, haciendo otra reverencia cuando me marché.
Regresé a la línea de Mita. Si hubiera estado realmente preocupado de que alguien me siguiera, habría tomado un taxi, pero quería ver si volvía a toparme con el Hombre del Maletín. Esperé en el andén mientras dos trenes llegaban y partían. Cualquier persona que me estuviera siguiendo tendría que haberse quedado en el andén, comportamiento extraño que pone en evidencia a cualquiera. Pero el andén estaba desierto, y el Hombre del Maletín había desaparecido. Probablemente no fuera nada.
Pensé de nuevo en Midori. Era su segunda noche en el Blue Note y la primera tanda del concierto empezaría dentro de una hora. Me pregunté qué pensaría si no aparecía la segunda noche. Era humana, probablemente se figuraría que no me interesaba, que quizá había sido demasiado atrevida al invitarme. Era poco probable que volviera a verla o, si nos encontrábamos por casualidad, sería una situación un tanto incómoda pero cortés, dos personas que se conocieron y empezaron una relación que no progresó por el motivo que fuera, sin duda nada del otro mundo. Quizá le preguntara a Mama por mí en algún momento, pero lo único que Mama sabe es que aparezco por Alfie de vez en cuando sin previo aviso.
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