Ella sonrió.
– Ya están pagadas. Vamos.
– ¿Me las ha pagado?
– Le dije al encargado que la persona que se sentara aquí era mi invitado especial. -Empezó a hablar en inglés-: Así pues, paga la casa, ne ? -Sonrió, encantada de utilizar esa expresión.
– De acuerdo -dije-. Gracias.
– ¿Le importaría esperar unos minutos? Tengo que encargarme de un par de cosas entre bastidores.
Actuar entre bastidores sería demasiado difícil como para molestarse en intentarlo. Si pensaban hacer algo, lo harían en el exterior.
– Claro -dije. Me levanté y me giré para estar de espaldas al escenario y ver la sala. Había mucha gente levantada y moviéndose de un lado a otro, pero no vi a Don Soso-. ¿Dónde quiere que nos encontremos?
– Aquí mismo, dentro de cinco minutos. -Se volvió y caminó hacia la parte posterior del escenario.
Al cabo de quince minutos reapareció desde detrás de una cortina en el fondo del escenario. Se había cambiado de ropa y llevaba un jersey de cuello alto negro, de seda o cachemir fino y unos pantalones de sport negros. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, con el rostro perfectamente enmarcado.
– Siento haberle hecho esperar. Quería cambiarme… Los conciertos son un trabajo duro.
– No pasa nada -dije, captando todos los detalles de su persona-. Está fantástica.
Sonrió.
– ¡Vamos! La banda está fuera. Estoy muerta de hambre.
Nos dirigimos hacia la puerta delantera y pasamos junto a varios fans que seguían todavía en la sala y que le dieron las gracias por el concierto al pasar. «Si alguien quisiera pillarla y pudiera controlar bien el tiempo, -pensé- esperaría al pie de las escaleras del Caffe Idee, donde tendría vistas tanto de la entrada delantera como de la lateral.» Como había imaginado, Don Soso estaba allí, alejándose de nosotros con afectado descuido.
«Como para creerse lo de las cuarenta y ocho horas de Benny», pensé. Probablemente fuera su versión de «Actúa ya… la oferta expira a medianoche». Algo que debió de aprender en algún cursillo de ventas.
El contrabajista y el batería nos estaban esperando y nos acercamos a ellos.
– Tomo-chan, Ko-chan , os presento a Junichi Fujiwara, el señor del que os hablé -dijo Midori, haciendo un gesto hacia mí.
– Hajimemashite -dije, con una reverencia-. Konya no enso wa saiko ni subarashikatta . -Me alegro de conocerles. El concierto de esta noche ha sido un gran placer.
– Eh, vamos a hablar inglés esta noche -propuso Midori, utilizando esa lengua para decirlo-. Fujiwara-san, estos dos tipos han vivido en Nueva York. Saben pedir un taxi en Brooklyn tan bien como usted.
– En ese caso, por favor llámenme John -dije. Le tendí la mano al batería.
– Puedes llamarme Tom -dijo, estrechándome la mano y haciendo una reverencia a la vez. Tenía una expresión franca, casi socarrona, y vestía de forma muy sencilla, con unos vaqueros, una camisa de corte clásico y una americana azul. Había algo sincero en su forma de combinar el saludo occidental y el japonés y me cayó bien enseguida.
– Le recuerdo del Alfie -dijo el contrabajista, tendiéndome la mano con cuidado. Su atuendo era más previsible: vaqueros, jersey de cuello alto y americana negros, las patillas y las gafas rectangulares reflejaban el intento exagerado de conseguir un look .
– Yo también le recuerdo -dije, estrechándole la mano e inyectando cierta dosis de calidez al agarrarle-. Estuvieron fenomenales. Mama me dijo antes del concierto que serían estrellas y veo que tenía razón.
Quizá supiera que estaba dándole jabón pero debía de sentirse tan bien después de la actuación que le daba igual. O quizá su personalidad fuera diferente en inglés. Sea como fuera, me dedicó una sonrisa rápida pero genuina y dijo:
– Gracias por decirlo. Llámame Ken.
– Y a mí Midori -terció ella-. ¡Vámonos ya que me muero de hambre!
Durante el paseo de diez minutos hacia Za Ribingu Baa , tal como lo llaman los japoneses, charlamos sobre jazz y sobre cómo lo habíamos descubierto. Aunque era diez años mayor que ellos, en términos filosóficos todos éramos puristas de la escuela de Charlie Parker/Bill Evans/Miles Davis por lo que era fácil entablar conversación.
A intervalos regulares miraba hacia atrás después de doblar una esquina. En varias ocasiones vi a Don Soso. No esperaba que actuase mientras Midori estuviera con todas estas personas, si es que eso es lo que quería.
A no ser que estuvieran desesperados, por supuesto, en cuyo caso asumirían riesgos e incluso actuarían de cualquier manera. Tenía el oído perfectamente aguzado en los sonidos que procedían de detrás mientras andábamos.
El Living Bar anunciaba su existencia en el sótano del edificio Scene Akira con un cartel discreto sobre la escalera. Bajamos, entramos y nos recibió un joven japonés con un corte de pelo con mucho estilo y un traje azul marino de buena confección con tres de los cuatro botones abrochados. Midori, que era la líder del grupo, le dijo que queríamos una mesa para cuatro, él respondió « Kashikomarimashita » en un japonés de lo más educado y murmuró por un pequeño micrófono situado cerca de la caja. Para cuando nos acompañó al interior, la mesa ya estaba preparada y una camarera esperaba para sentarnos.
Para ser sábado por la noche no estaba concurrido en exceso. Varios grupos de mujeres de aspecto glamuroso estaban sentadas en sillas con el respaldo alto junto a las mesas lacadas en negro, maquilladas con mano experta y vestidas de Chanel como si les hubieran hecho la ropa a medida; los pómulos bien marcados bajo el brillo tenue de la iluminación incandescente del techo, la luz reflejada en su cabello. Midori las ponía en evidencia.
Quería sentarme de cara a la entrada pero Tom se movió muy rápido y se me adelantó. Me quedé de cara a la barra.
Mientras pedíamos las bebidas y suficientes platos como para que fuera una comida razonable, vi al hombre que nos había acompañado al interior dirigiendo a Don Soso a la barra. Se sentó de espaldas a nosotros, pero detrás de la barra había un espejo y sabía que disfrutaba de una buena vista de toda la sala.
Mientras esperábamos la comida, continuamos nuestra conversación segura y cómoda sobre jazz. Me planteé varias veces eliminar a Don Soso. Formaba parte de un enemigo que era superior desde un punto de vista numérico. Si se me presentaba la oportunidad de reducir ese número, la aprovecharía. Si lo hacía bien, sus jefes nunca sabrían de mi participación y el hecho de eliminarlo me concedería más tiempo para alejar a Midori de aquella situación.
En un momento dado, cuando ya nos habíamos acabado buena parte de la comida y, al igual que Don Soso, íbamos por la segunda tanda de bebidas, uno de ellos me preguntó que a qué me dedicaba.
– Soy consultor -dije-. Asesoro a empresas extranjeras que quieren introducir sus productos y servicios en el mercado japonés.
– Eso está bien -dijo Tom-. A los extranjeros les cuesta mucho hacer negocios en Japón. Incluso en la actualidad la liberalización no es más que una fachada. En muchos sentidos es el mismo Japón que durante el bakufu de Tokugawa, cerrado al mundo exterior.
– Sí, pero eso es bueno para el trabajo de John -añadió Ken-. ¿No es así, John? Porque si Japón no tuviera tantas normas estúpidas, si los ministerios que inspeccionan los alimentos y los productos no fueran tan corruptos, te tendrías que buscar otro empleo, ne ?
– Venga, Ken -intervino Midori-. Ya sabemos lo cínico que eres. No hace falta que lo demuestres.
– Tú también eras cínica -continuó él. Se volvió hacia mí-. Cuando Midori regresó de Julliard, en Nueva York, era radical. Quería cambiarlo todo. Pero supongo que ya se le ha pasado.
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