O quizá ya estuviera en el interior, como un miembro del público más fingiendo disfrutar el espectáculo.
Le dije al taxista que parara antes de llegar a Omotesando-dori, me bajé y caminé las cuatro manzanas que me se paraban del Blue Note. Observé cuáles podían ser puntos probables pero no advertí nada sospechoso.
Se había formado una cola larga en espera de la segunda tanda. Me acerqué a la taquilla y me dijeron que no quedaban entradas a no ser que tuviera reserva.
Maldita sea, no había pensado en eso. Pero Midori sí lo habría hecho, si realmente quisiera que yo fuera.
– Soy amigo de Midori Kawamura -dije-. ¿Junichi Fujiwara…?
– Por supuesto -el empleado respondió inmediatamente-. Kawamura-san me dijo que quizá viniera esta noche. Por favor, espere aquí, la segunda tanda empieza dentro de quince minutos y queremos asegurarnos de que tenga un buen sitio.
Asentí y aguardé a un lado. Tal como era de esperar, el público de la primera tanda empezó a desfilar al cabo de cinco minutos y, en cuanto se despejó la entrada, me llevaron al interior por una escalera ancha y empinada y me acompañaron a una mesa situada justo delante del escenario, todavía vacío.
Es imposible confundir el Blue Note con el Alfie. Para empezar, el Blue Note tiene un techo alto que le confiere una sensación de amplitud totalmente distinta a la intimidad tipo cueva del Alfie. Además, se respira un ambiente de mayor nivel: buen enmoquetado, paneles de madera con aspecto de ser caros, incluso unos monitores planos en una antecámara para los obsesivo-compulsivos que necesitan consultar su buzón de correo electrónico entre tanda y tanda. Y el público del Blue Note también es distinto: primero porque en el Alfie ni siquiera puede haber demasiado público y, en segundo lugar, porque los clientes del Alfie sólo van por la música, mientras que en el Blue Note la gente va para dejarse ver.
Eché un vistazo a la sala mientras entraba el público de la segunda tanda, pero nada me activó el radar.
«Si quisieras tenerla cerca y pudieras elegir sitio, ¿dónde te situarías? Te quedarías cerca de una de las entradas de esta planta. Así dispondrías de una vía de escape en caso necesario y tendrías toda la sala delante de ti, de forma que podrías observar a todos los demás desde atrás, en lugar de lo contrario.»
Me giré y miré detrás de mí como si buscara a alguien conocido. Había un japonés, de cuarenta y tantos años, sentado lo más atrás posible, cerca de una de las salidas. La gente que estaba sentada a su lado hablaba entre sí; quedaba claro que estaba solo. Llevaba un traje arrugado, de color azul oscuro o gris, que le sentaba como un tiro. Tenía una expresión sosa, demasiado sosa para mi gusto. Se trataba de un público formado por entusiastas, sentados en parejas o tríos, esperando ansiosos la actuación. Daba la impresión de que Don Soso intentaba ser discreto por todos los medios. Lo califiqué como un posible candidato.
Me giré hacia la otra dirección. El mismo sitio pero justo en la parte trasera. Tres jóvenes que parecían oficinistas de fiesta nocturna. No daban la impresión de plantear ningún problema.
Don Soso podría observarme a lo largo de toda la actuación y yo necesitaba evitar el error de que se notara demasiado que estaba solo. Le dije a la gente que me rodeaba que era amigo de Midori y que ella me había invitado; empezaron a hacerme preguntas y enseguida nos pusimos a hablar como si fuéramos viejos amigos.
Vino una camarera y pedí un Cragganmore de doce años. La gente que me rodeaba pidió lo mismo. Era amigo de Midori Kawamura, así que lo que yo pedía ya estaba bien. Probablemente ni siquiera supieran si lo que había pedido era whisky escocés, vodka o un tipo nuevo de cerveza.
Cuando Midori y su trío aparecieron por el lateral de la sala, todo el mundo empezó a aplaudir. Otra diferencia con respecto a Alfie: cuando los músicos salen a escena, en la sala reina un silencio reverencial.
Midori tomó asiento frente al piano. Llevaba unos vaqueros azules descoloridos y una blusa de terciopelo negra, escotada y ceñida, la piel blanca le brillaba por el contraste. Inclinó la cabeza hacia delante y acercó los dedos a las teclas; se hizo un silencio expectante entre el público. Se quedó inmóvil en aquella posición unos instantes, observando el piano, antes de comenzar.
Empezó poco a poco, con una versión tímida de Brilliant Corners de Thelonius Monk pero, en general, tocó con más energía que en el Alfie, con mayor desenfreno, a veces sus notas forcejeaban con el contrabajo y la batería pero la oposición acababa resultando armónica. Tocaba los riffs con furia, los alargaba y, al regresar, las notas sonaban dulces aunque seguía notándose cierta frustración, un ritmo latente bajo la superficie.
La actuación se prolongó unos noventa minutos y la música alternó entre sonidos humeantes y melódicos, la tristeza elegiaca y, a continuación, una exuberancia risueña que ahuyentaba la tristeza. Midori terminó con un riff loco y jubiloso y, al terminar, recibió una salva de aplausos enloquecidos. Se levantó para dar las gracias e inclinó la cabeza. El batería y el contrabajista se reían y se secaban el sudor con unos pañuelos mientras los aplausos se sucedían. La sensación que Midori tenía al tocar, el lugar al que la música le transportaba, había conseguido traspasarla al público y los aplausos estaban repletos de agradecimiento. Cuando por fin se apagaron, Midori y su trío dejaron el escenario y la gente empezó a levantarse y a moverse por ahí.
Reapareció al cabo de unos minutos y se sentó a mi lado. Todavía tenía el rostro enrojecido por la actuación.
– Me pareció haberle visto -dijo, al tiempo que se apretujaba a mi lado-. Gracias por venir.
– Gracias por invitarme. En la taquilla me esperaban.
Sonrió.
– Si no les hubiera advertido, no podría haber entrado, y la música no se oye demasiado bien desde la calle, ¿no?
– No, la verdad es que la recepción es mucho mejor desde aquí -dije echando una mirada a mi alrededor como si quisiera asimilar la grandiosidad del Blue Note, aunque en realidad buscaba a Don Soso.
– ¿Le apetece tomar algo? -preguntó-. Voy a ir a comer algo con el grupo.
Vacilé. No tendría la posibilidad de recabar información si había otras personas delante y tampoco me apetecía demasiado ampliar mi ya de por sí reducido círculo de conocidos.
– Bueno, es su primera gran noche, su primer concierto en el Blue Note -dije-. Probablemente prefieran celebrarlo solos.
– No, no -insistió ella dándome un golpecito con el hombro-. Me gustaría que viniera. ¿No quiere conocer al resto de la banda? Esta noche han estado fantásticos, ¿no cree?
«Por otro lado, según cómo evolucione la noche, quizá tengas la ocasión de hablar con ella a solas un poco más tarde.»
– La verdad es que sí. El público se ha quedado encantado.
– Estábamos pensando en ir al Living Bar. ¿Lo conoce?
«Un buen sitio», pensé. El Living Bar es un local de Omotesando con buen ambiente, con un nombre absurdo que sólo se le ocurriría a los japoneses. Estaba cerca pero tendríamos que doblar al menos cinco esquinas para llegar allí, lo cual me permitiría comprobar si Don Soso nos seguía.
– Sí. Es una cadena, ¿no?
– Sí, pero el local de Omotesando es más agradable que los demás. Sirven un montón de platitos interesantes y el bar también es bueno. Tienen una buena selección de whiskies de malta. Mama me dijo que usted era un entendido.
– Mama me halaga -respondí, pensando que si no iba con cuidado Mama acabaría confeccionando un puñetero informe y empezaría a repartirlo por ahí-. Déjeme pagar las bebidas.
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