Si este tipo no estaba familiarizado con ella, estaba a punto de recibir una introducción.
Describí un círculo a la defensiva, jadeando para intentar parecer más cansado de lo que estaba. Conseguí librarme de sus intentos de agarre tres veces y le esquivé como si fuera reacio a entablar combate. Al final se frustró, mordió el anzuelo y acercó demasiado la mano izquierda para agarrarme la solapa derecha. En cuanto me agarró, le sujeté el brazo y eché la cabeza hacia atrás, lanzando las piernas hacia arriba como si fuera un saltador de trampolín. La cabeza me aterrizó entre sus pies, mi peso lo sacudió y se quedó medio agachado, con el pie derecho clavado en su axila izquierda, lo cual le hizo perder el equilibrio. Durante una fracción de segundo, antes de que se abalanzara sobre mí, vi la expresión de absoluta sorpresa en su rostro. Acto seguido nos encontramos en el tapiz y le atrapé el brazo y se lo retorcí contra el codo.
Dio una voltereta e intentó deshacerse de mí pero no podía. Tenía el brazo extendido al límite de su movimiento natural. Apliqué un poco más de presión pero se negó a someterse. Sabía que teníamos unos dos milímetros más antes de que el codo se le dislocara. Cuatro más y se le rompería el brazo.
– Maita ka -dije, inclinando la cabeza hacia delante para mirarlo. Ríndase. Estaba retorciéndose de dolor pero no me hizo ningún caso.
Es una tontería resistirse a una llave que retuerce el brazo.
– Maita ka -repetí con dureza. Pero él seguía resistiéndose.
Transcurrieron cinco segundos más. No pensaba soltarle sin que se rindiera pero no quería romperle el brazo. Me pregunté cuánto tiempo seríamos capaces de mantener aquella postura.
Al final me dio un golpecito en la pierna con la mano que tenía libre, la forma de rendición del judoka. Lo solté de inmediato y me aparté de él. Se dio la vuelta y se arrodilló con la postura seiza clásica, con la espalda recta y el brazo izquierdo estirado con rigidez por delante. Se estuvo frotando el codo varios segundos y me miró.
– Subarashikatta -dijo-. Excelente. Pediría la revancha pero no creo que el brazo me lo permita hoy.
– Tenía que haberse rendido antes -declaré-. No sirve de nada resistirse a una luxación de brazo. Mejor sobrevivir para luchar otro día.
Inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
– Mi orgullo estúpido, supongo.
– A mí tampoco me gusta rendirme. Pero ha ganado los primeros cuatro combates. Le cambio el palmarés. -Él seguía hablando en inglés y yo le respondía en japonés.
Me puse frente a él en seiza y nos dedicamos sendas reverencias. Cuando estuvimos erguidos, dijo:
– Gracias por la lección. Nunca había visto esa variación de jugi-gatame ejecutada con éxito en randori . La próxima vez no subestimaré los riesgos que está dispuesto a correr para obtener una rendición.
Eso ya lo sabía.
– ¿Dónde entrena? -le pregunté-. No le había visto por aquí.
– Entreno en un club privado -respondió-. Quizá podría venir algún día. Siempre buscamos al judoka de shibumi . - Shibumi es un concepto estético japonés. Es una especie de poder sutil, una autoridad fluida. En el sentido más estricto, intelectual, podría denominarse sabiduría.
– No estoy seguro de ser lo que buscan. ¿Dónde está su club?
– En Tokio -repuso-. Dudo que haya oído hablar de él. En términos generales, mi… club no está abierto a los extranjeros. -Rectificó enseguida-: Pero, por supuesto, usted es japonés.
Probablemente tendría que haber pasado por alto el comentario.
– Sí. Pero usted me ha abordado en inglés.
Guardó silencio.
– Tiene unos rasgos fundamentalmente japoneses, si me permite decirlo. Me pareció detectar cierto indicio caucásico y quería asegurarme. Suelo fijarme mucho en esas cosas. Si me hubiera equivocado, usted no me habría entendido y me habría quedado claro.
«La prueba de fuego», pensé. Disparar a la arboleda, si alguien devuelve el disparo, ya sabes que hay alguien.
– ¿Eso le satisface? -pregunté, controlando mi fastidio de forma consciente.
Por un momento, me pareció que se había incomodado, pero entonces habló.
– ¿Le importa si le hablo con sinceridad?
– ¿No es lo que ha hecho hasta ahora?
Sonrió.
– Usted es japonés, pero americano también, ¿verdad?
Adopté una expresión cuidadosamente neutral.
– De todos modos, creo que comprende. Sé que los americanos admiran la franqueza. Es una de sus características desagradables, y más teniendo en cuenta que se felicitan por ella de forma constante. ¡Y ese rasgo desagradable también se me está pegando! ¿Se da cuenta de la amenaza que América supone para el reino nipón?
Le observé mientras me preguntaba si era un chiflado de derechas. De vez en cuando uno se los encuentra, se precian de aborrecer a América pero no logran evitar sentirse fascinados por ella.
– ¿Los americanos… provocan demasiadas conversaciones francas? -pregunté.
– Sé que se está haciendo el gracioso, pero en cierto sentido, sí, los americanos son misioneros, igual que los cristianos que vinieron a Kyushu a convertirnos hace quinientos años. Sólo que ahora no quieren hacer proselitismo del cristianismo sino del modo de vida americano, que es la religión secular oficial de América. La franqueza no es más que un aspecto, relativamente trivial.
¿Por qué no divertirse?
– ¿Considera que le están convirtiendo?
– Por supuesto. Los americanos creen en dos cosas: primera, a pesar de la experiencia cotidiana y del sentido común, que «todos los hombres han sido creados iguales», y la segunda es que la confianza absoluta en el mercado es la mejor forma que una sociedad tiene para poner en orden sus asuntos. América siempre ha necesitado tales nociones trascendentales para unir a sus ciudadanos, que proceden de distintas culturas de todo el mundo. Y así los americanos se sienten impulsados a demostrar la universalidad de estas ideas, y por tanto su validez, convirtiendo de forma agresiva otras culturas a la suya. En un contexto religioso, este comportamiento equivaldría al del misionero en cuanto a origen y efecto.
– Es una teoría interesante -reconocí-. Pero el tener un punto de vista agresivo hacia otras culturas nunca ha sido un monopolio exclusivo de América. ¿Cómo explica la historia colonial japonesa en Corea y China? ¿Intentos por salvar a Asia de la tiranía de las fuerzas del mercado occidental?
Sonrió.
– Se está burlando otra vez, pero su explicación no se aleja demasiado de la realidad. Porque las fuerzas del mercado, la competencia, son las que impulsaron a Japón en sus conquistas imperiales. Las naciones occidentales ya habían conseguido sus concesiones en China, América ya había institucionalizado el saqueo de Asia con la «Puerta Abierta». ¿Qué otra opción teníamos aparte de tener nuestras propias concesiones, por si Occidente nos rodeaba y obtenía el monopolio de nuestros suministros de materia prima?
– Dígame la verdad -le dije, fascinado a mi pesar-. ¿Realmente se cree todo esto? ¿Que los japoneses nunca quisieron la guerra, que Occidente lo provocó todo? Porque los japoneses lanzaron sus primeras campañas contra Corea con Hideyoshi hace más de cuatrocientos años. ¿Cómo es posible que Occidente provocara eso?
Me miró de hito en hito y se inclinó hacia delante, tenía los pulgares enganchados en su obi , los dedos del pie le aguantaban el peso.
– No me está entendiendo bien. La conquista japonesa de la primera mitad de este siglo fue una reacción a la agresión occidental. En épocas anteriores hubo otras causas, incluso tan innobles como el ansia de poder y saqueo. La guerra forma parte de la naturaleza humana, y nosotros los japoneses somos humanos, ne ? Pero nunca hemos luchado, y está claro que nunca hemos fabricado armas de destrucción masiva para convencer al mundo de la rectitud de una idea. Eso ya lo hizo América y su gemelo bastardo, el comunismo.
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