– La actitud cambia. Una ya no da las cosas por supuesto. Por ejemplo, en Nueva York me di cuenta de que cuando un taxista le corta el paso a otro, el conductor que se ha quedado cortado siempre le grita al otro y hace esto -Imitó a la perfección el gesto con el dedo corazón levantado que hacen los taxistas de Nueva York- y me di cuenta de que eso es porque los americanos suponen que la otra persona lo hizo a propósito, por lo que quieren darle una lección. Pero, ¿sabe?, en Japón la gente casi nunca se molesta en esas situaciones. Los japoneses consideran los errores de los demás como algo más bien arbitrario, como el tiempo, creo, no tanto como algo por lo que haya que enfadarse. No me lo había planteado antes de vivir en Nueva York.
– Yo también he observado esa diferencia. Me gusta más el talante japonés. Es algo a lo que vale la pena aspirar.
– Pero ¿la suya qué es? ¿Japonesa o americana? Me refiero a la actitud -se apresuró a añadir, por temor a ofenderme por ser demasiado directa.
La miré y por un instante pensé en su padre. Pensé en otras personas con las que he trabajado y lo diferente que habría sido su vida si no las hubiera conocido.
– No estoy seguro -dije al final, apartando la mirada-. Como creo que advirtió en Alfie, no soy una persona muy indulgente.
Se quedó inmóvil.
– ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Por supuesto -respondí sin saber qué se avecinaba.
– ¿A qué se refería cuando dijo que le habíamos «salvado»?
– Intentaba entablar conservación -dije. Sonó burlón y, a tenor de sus ojos, de inmediato me di cuenta de que era la respuesta equivocada.
«Tienes que hacerle alguna concesión», volví a pensar, sin saber muy bien si estaba comprometiéndome o racionalizando. Exhalé un suspiro.
– Me refería a cosas que he hecho, cosas que sabía, o creía saber, que estaban bien -dije, pasando al inglés, idioma con el que me sentía más cómodo para hablar de aquel tema-. Pero luego resultó ser que no. A veces esas cosas me persiguen.
– ¿Le persiguen? -inquirió, porque no lo acababa de entender.
– Borei no yo ni . -Como un fantasma.
– ¿Mi música ahuyentó a los fantasmas?
Asentí y sonreí, pero la sonrisa se tornó triste.
– Sí. Tendré que escucharla más a menudo.
– ¿Porque volverán?
«Cielo santo, acaba con este tema.»
– Yo diría que siempre están ahí. Sugita koto wa, sugita koto da . -El pasado, pasado está.
– ¿Tiene remordimientos?
– ¿No los tiene todo el mundo?
– Probablemente. ¿Pero los suyos son como los de los demás?
– Eso no lo sé. No suelo comparar.
– Pues lo acaba de hacer.
Me reí.
– Qué dura es -fue lo único que acerté a decir.
Negó con la cabeza.
– No pretendo serlo.
– Pues creo que lo es. Pero lo lleva bien.
– ¿Y qué le parece el dicho «Sólo me arrepiento de lo que no he hecho»?
Negué con la cabeza.
– Es el dicho de otra persona. Alguien que debió de pasar mucho tiempo en casa.
Sabía que ese día no le sonsacaría más información sobre su padre o el desconocido sin hacer preguntas que revelaran mi verdadera intención al formularlas. Había llegado el momento de relajar la situación.
– ¿Va a hacer más compras hoy? -pregunté.
– Iba a hacerlas pero tengo una cita en Jinbocho en menos de una hora.
– ¿Un amigo? -pregunté con curiosidad profesional.
Sonrió.
– Mi representante.
Pagué la cuenta y regresamos a Aoyama-dori. Ya no había tanta gente y el aire era frío y pesado. La temperatura había descendido en las dos semanas y media transcurridas desde que eliminara a Kawamura. Alcé la mirada y vi nubes ininterrumpidas.
Había disfrutado mucho más de lo esperado… más, en realidad, de lo deseable. Pero el aire fresco atravesó mi ensoñación y reanimó mis recuerdos y dudas. Lancé una mirada al rostro de Midori, pensando: «¿Qué le he hecho? ¿Qué estoy haciendo?».
– ¿Qué sucede? -preguntó al verme la expresión.
– Nada. Es que estoy cansado.
Miró hacia la derecha y luego otra vez hacia mí.
– Me pareció que estaba mirando a otra persona.
Negué con la cabeza.
– Sólo estamos nosotros.
Caminamos y nuestros pasos resonaron ligeramente. Entonces preguntó:
– ¿Vendrá a verme tocar otro día?
– Me gustaría. -Menuda estupidez. Pero no tenía por qué continuar con el tema.
– Toco en el Blue Note el viernes y el sábado.
– Lo sé -dije. Otra estupidez, y ella sonrió.
Paró un taxi. Le abrí la puerta para que entrara mientras una parte irritante de mi persona se preguntaba cómo sería hacerse amigo de ella. Cuando el taxi se separó de la acera, bajó la ventanilla y dijo:
– Venga solo.
El viernes siguiente recibí otra llamada de Harry en el busca en la que me decía que comprobara nuestro BBS.
Había descubierto que el desconocido era realmente periodista: Franklin Bulfinch, jefe de la oficina en Tokio de la revista Forbes . Bulfinch era uno de los cinco hombres extranjeros que vivía en el complejo de apartamentos de Daikanyama en el que le había visto entrar; lo único que Harry había tenido que hacer era cotejar los nombres que había encontrado en la guía del distrito con los archivos principales de la Oficina de Inmigración. Allí se guardaba información sobre todos los extranjeros residentes en Japón, incluida la edad, el lugar de nacimiento, la dirección, el empleador, las huellas dactilares y una fotografía. Con esta información, Harry había conseguido determinar rápidamente que el resto de los extranjeros no encajaban con la descripción que les había dado. También había tenido el detalle de piratear y cargar en el servidor la foto de Bulfinch para que yo confirmara que estábamos hablando del mismo hombre. Así era.
Harry me había recomendado que echara un vistazo a forbes.com, donde se archivaban los artículos de Bulfinch. Me conecté al sitio y me pasé varias horas leyendo los escritos de Bulfinch sobre la sospecha de alianzas entre el Gobierno y la yakuza , sobre cómo el Partido Liberal Democrático emplea amenazas, sobornos e intimidación para controlar a la prensa, sobre el coste que toda esta corrupción tiene para el japonés medio.
Los artículos de Bulfinch, escritos en inglés, tenían poco impacto en Japón y era obvio que los medios de comunicación locales no se hacían eco de sus esfuerzos. Me imaginé que aquello debía de resultarle frustrante. Por otro lado, probablemente fuera el motivo por el que no me habían encargado que lo eliminara.
Supuse que Kawamura era una de las fuentes de Bulfinch, de ahí la presencia del periodista en el tren aquella mañana y el registro rápido que le efectuó a Kawamura. Sentí cierta admiración abstracta por su obstinación: su fuente sufre un infarto delante de él y lo único que hace es rebuscar el material en los bolsillos del hombre.
Alguien debió de descubrir aquella relación, imaginó que era demasiado arriesgado eliminar al jefe de una oficina extranjera y decidió cargarse a quien filtraba la información. Tenía que parecer natural porque, de lo contrario, echarían más madera al fuego de Bulfinch. Por eso me llamaron.
Pues muy bien. O sea, que no había habido equipo B. Me había equivocado con respecto a Benny. Podía dejarlo estar.
Consulté la hora. Todavía no eran las cinco. Si quería, podía llegar tranquilamente al Blue Note a las siete, hora en que empezaba la primera tanda del concierto.
Me gustaba su música y me agradaba su compañía. Era atractiva e intuía que yo le atraía. Una combinación apetecible.
«Ve -pensé-. Será divertido. ¿Quién sabe qué pasará después? Podría ser una buena noche. La química está ahí. Un rollo de una noche. Podría estar bien.»
Читать дальше