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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

Sicario: краткое содержание, описание и аннотация

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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Parpadeé una vez, como sorprendido, y me acerqué a ella.

Kawamura-san -dije en japonés-. Qué grata sorpresa. La vi en el Club Alfie el viernes pasado. Estuvo fantástica.

Me repasó de arriba abajo en silencio antes de responder y me alegré de que mi apuesta hubiera funcionado. Tenía la impresión de que aquella mujer inteligente se mostraría cínica ante las casualidades y podría haber sospechado, caso de entrar detrás de ella, que la había seguido.

– Sí, lo recuerdo -dijo al final-. Es quien piensa que el jazz es como el sexo. -Antes de que se me ocurriera una respuesta adecuada, añadió-: ¿Sabe? No hacía falta que lo dijera. Podía intentar ser más indulgente.

Por primera vez me encontraba en la posición correcta para fijarme en su cuerpo. Era esbelta y tenía las extremidades largas, tal vez herencia de su padre, cuya estatura me había facilitado el seguimiento por Dogenzaka. Tenía la espalda ancha, un buen contraste con su cuello largo y grácil. Tenía los pechos pequeños y no pude evitar intuir su tersura bajo el suéter. La piel de la parte del pecho que llevaba descubierta era hermosa: suave y blanca, enmarcada por el contraste del cuello de pico negro.

Le miré los ojos oscuros y noté que mi impulso habitual de discutir se disipaba.

– Tiene razón -le dije-. Lo siento.

Cerró los ojos unos instantes y negó con la cabeza.

– ¿Disfrutó con la actuación?

– Muchísimo. Tengo su CD y hace tiempo que quería asistir a un concierto con su trío. Viajo mucho y ésta fue mi primera oportunidad.

– ¿Adónde viaja?

– Sobre todo a América y Europa. Soy consultor -declaré en un tono que indicaba que mi trabajo sería un tema de conversación aburrido-. No creo que haya nada tan emocionante como ser pianista de jazz.

Sonrió.

– ¿Le parece emocionante ser pianista de jazz?

Tenía la costumbre natural de un interrogador que consiste en retomar lo último que había dicho su interlocutor, alentándolo a hablar más. Conmigo no funciona.

– Bueno, permítame que se lo diga de otro modo -repliqué-. No recuerdo que nadie me haya sugerido jamás que la consultoría sea como el sexo.

Echó la cabeza hacia atrás y se rió sin molestarse en taparse la boca abierta con la mano, que es el típico gesto afectado e innecesario de las mujeres japonesas y, de nuevo, me sorprendió la seguridad fuera de lo común con que se desenvolvía.

– Ésa es buena -reconoció al cabo de un momento, cruzándose de brazos y dedicándome una débil sonrisa permanente.

Le sonreí.

– ¿Qué está haciendo hoy? ¿De compras?

– Un poco. ¿Y usted?

– Lo mismo. Ya hace tiempo que tengo que renovar el maletín. Los consultores tenemos que guardar las apariencias, ¿sabe? -Lancé una mirada a la bolsa de la compra que llevaba-. Ya veo que es fan de Paul Stuart. Ésa iba a ser mi próxima parada.

– Es una buena tienda. La conozco de Nueva York y me alegré cuando abrieron una sucursal en Tokio.

Arqueé las cejas ligeramente.

– ¿Ha pasado mucho tiempo en Nueva York?

– Un poco -respondió con una ligera sonrisa mirándome de hito en hito.

«Maldita sea, es dura -pensé-. Rétala.»

– ¿Qué tal su inglés? -le pregunté cambiando desde el japonés.

– Me defiendo -dijo rápidamente.

– ¿Le apetece una taza de café? -pregunté en inglés y empleando mi mejor acento de Brooklyn.

Volvió a sonreír.

– Suena muy auténtico.

– Igual que la propuesta.

– Creí que iba a ir a Paul Stuart.

– Iba. Pero ahora tengo sed. ¿Conoce la cafetería Tsuta? Es fantástica. Y está a la vuelta de la esquina, en una bocacalle de Koto-dori.

Seguía con los brazos cruzados sobre el pecho.

– No la conozco.

– Entonces tiene que probar. Koyama-san sirve el mejor café de Tokio y se lo puede tomar mientras escucha a Bach o Chopin y contempla las vistas a un hermoso jardín secreto.

– ¿Un jardín secreto? -preguntó. Estaba convencido de que quería ganar tiempo-. ¿Cuál es el secreto?

Le dediqué una mirada seria.

– Koyama-san dice que si se lo digo, tengo que matarla. Así que sería mejor que lo viera por usted misma.

Volvió a reírse, estaba acorralada pero no parecía importarle.

– Creo que antes tendría que saber su nombre -declaró.

– Junichi Fujiwara -repuse haciendo una reverencia de forma automática. Fujiwara era el apellido de mi padre.

Me devolvió la reverencia.

– Encantada de conocerle, Fujiwara-san.

– Permítame que le presente a Tsuta -dije sonriendo, tras lo cual nos marchamos.

Tardamos menos de cinco minutos en llegar a Tsuta, durante los cuales charlamos sobre el cambio que la ciudad había experimentado en los últimos años, sobre cómo añorábamos los días en que el bulevar situado frente al parque Yoyogi estaba cerrado al tráfico de automóviles los domingos y en él se ofrecían fiestas alocadas al aire libre con juerguistas disfrazados, cuando la identidad del jazz japonés se estaba forjando en miles de sótanos de bares y cafeterías, cuando no había ningún flamante City Hall en Shinjuku y la zona estaba animada con el anhelo, el romanticismo y las verdaderas agallas de sus habitantes. Me gustaba hablar con ella y, en cierto modo, sabía que aquello era extraño, incluso poco deseable.

Estuvimos de suerte y una de las dos mesas de Tsuta, con vistas al jardín secreto del establecimiento a través de un gran ventanal, estaba libre. Cuando voy solo prefiero sentarme en la barra, donde es todo un placer ver los preparativos reverentes del café en manos de Koyama-san, pero aquel día quería un ambiente más propicio para la conversación. Los dos pedimos la demitasse de la casa, elaborada con un intenso café torrefacto, y nos sentamos formando ángulo recto el uno respecto al otro, de modo que los dos veíamos el jardín.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Tokio? -pregunté en cuanto nos hubimos aposentado.

– Por períodos, prácticamente toda la vida -respondió, mientras removía lentamente una cucharada de azúcar en la demitasse -. Viví en el extranjero unos cuantos años cuando era pequeña, pero crecí en Chiba, una ciudad cerca de aquí. Venía constantemente a Tokio cuando era adolescente, e intentaba entrar a hurtadillas en los locales en los que tocaban jazz en directo. Luego pasé cuatro años en Nueva York, estudiando en Juillard. Después regresé a Tokio. ¿Y usted?

– Igual que usted, yendo y viniendo toda la vida.

– ¿Y dónde aprendió a pedir café con el verdadero acento de Nueva York?

Tomé un sorbo del líquido amargo que tenía delante y me planteé qué responder. No suelo revelar detalles de mi biografía. Lo que he hecho, y sigo haciendo, me ha marcado, tal como el Loco Genial dijo que me pasaría, y aunque la marca resulte invisible para la mayoría de las personas, siempre soy consciente de su presencia. Intimar ya no es algo que me resulte familiar. A veces me doy cuenta con cierto pesar de que ya no es posible.

No he mantenido ninguna relación verdadera en Japón desde que me pasé a la vida en la sombra. Mantuve algunas relaciones titubeantes, superficiales por mi parte. Tatsu, y otros amigos a los que ya no veo, intentaron a veces concertarme una cita con alguna mujer que conocían. Pero ¿qué futuro tenían esas relaciones, cuando los dos temas que mejor me definían eran innombrables, tabú? Basta con imaginar la conversación: «Serví en Vietnam». «¿Cómo es posible?» «Soy medio americano, ¿sabes? Un híbrido.»

Hay unas cuantas mujeres del mizu shobai , el negocio del agua, tal como los japoneses llaman a las mujeres de vida alegre, a las que veo de vez en cuando. Nos conocemos desde hace lo suficiente como para que nuestras relaciones ya no sean una mera transacción económica y, por el contrario, los regalos caros son la moneda de cambio en este contexto e incluso hay cierto nivel de afecto mutuo. Todas suponen que estoy casado, suposición que hace que me resulte fácil explicar las sutiles medidas de seguridad que aplico por norma. Además, la suposición también explica la naturaleza intermitente de nuestra relación, y mi reticencia a dar detalles personales.

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