Barry Eisler - Sicario

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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Sin embargo, Midori también mostraba cierta reticencia, reticencia que acababa de vencer al hablarme un poco de su infancia. Sabía que si no la correspondía, no sabría nada más de ella.

– Crecí en ambos países -afirmé tras una larga pausa-. Nunca viví en Nueva York, pero he pasado allí cierto tiempo y conozco algunos de los acentos de la región.

Abrió bien los ojos.

– ¿Se crió entre Japón y EEUU?

– Sí.

– ¿Cómo es eso?

– Mi madre era americana.

Percibí cierta intensificación en su mirada, pues buscaba por primera vez la herencia caucásica en mis rasgos. Son reconocibles si uno sabe lo que está buscando.

– Pues no parece muy… Me refiero a que creo que sobre todo ha heredado los rasgos de su padre.

– Eso molesta a ciertas personas.

– ¿El qué?

– Que parezco japonés cuando en realidad soy otra cosa.

Recordé durante unos instantes la primera vez que oí la palabra ainoko , mestizo. Fue en el colegio y aquella noche le pregunté a mi padre qué significaba. Frunció el ceño y se limitó a decir: Taishita koto nai . No es nada. Pero muy pronto acabé escuchando la palabra mientras los ijimekko , los bravucones del colegio, intentaban darme una paliza, y entonces até cabos.

Ella sonrió.

– No sé qué piensan los demás. Pero para mí el cruce entre culturas hace que las cosas sean más interesantes.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Mire el jazz. Las raíces están en el África negra y tiene ramificaciones en Japón y en todo el mundo.

– Es usted inusual. Los japoneses suelen ser racistas. -Me di cuenta de que mi tono sonó más amargo de lo que pretendía.

– No sé si el país es tan racista. Ha estado cerrado demasiado tiempo en sí mismo y siempre nos asusta lo nuevo o desconocido.

En general, este idealismo ante los hechos que precisamente demuestran lo contrario me resulta irritante, pero me di cuenta de que Midori se limitaba a proyectar sus buenos sentimientos hacia quienes la rodeaban. Al mirar al interior de sus ojos oscuros no podía evitar sonreír. Me devolvió la sonrisa, separando los labios carnosos e iluminando la mirada y no me quedó más remedio que apartar la vista.

– ¿Cómo fue eso de crecer de ese modo, a caballo entre dos países, dos culturas? -inquirió-. Debió de ser increíble.

– Bastante normal, en realidad -dije de forma reflexiva.

Hizo una pausa con la demitasse a medio camino de los labios.

– No entiendo cómo una cosa así puede ser «normal».

«Ten cuidado, John.»

– No, de hecho resultó difícil. Me costó encajar en ambos lugares.

La demitasse siguió su ascenso y dio un sorbo.

– ¿Dónde pasó más tiempo?

– Viví en Japón hasta los diez años y a partir de entonces sobre todo en EEUU. Regresé aquí a comienzos de los años ochenta.

– ¿Para estar con sus padres?

Negué con la cabeza.

– No. Ya no estaban.

Mi tono eliminó la ambigüedad del «no estaban» y ella asintió con compasión.

– ¿Era muy joven?

– Adolescente -dije, buscando una especie de término medio, intentando ser lo más vago posible.

– Es terrible perder a los padres tan joven. ¿Estaba muy unido a ellos?

¿Unido? Aunque mi rostro llevaba el sello de los rasgos asiáticos de mi padre y aunque se casó con una americana, creo que mi padre prestaba una atención desmesurada a la raza. El maltrato que recibí en la escuela le enfurecía y avergonzaba a la vez.

– Bastante unido, supongo. Hace mucho tiempo que murieron.

– ¿Cree que volverá a América?

– En un momento dado pensé que sí -declaré recordando cómo había empezado a dedicarme al trabajo que ahora parecía que había estado haciendo siempre-. Después de regresar ya adulto, me pasé diez años aquí pensando siempre que me quedaría uno más y luego volvería. Ahora ya no me lo planteo.

– ¿Se siente como en casa, en Japón?

Recordé lo que el Loco Genial me había dicho, justo antes de hacer lo que me pedía: «Nosotros no tenemos hogar, John. No después de lo que hemos hecho».

– Supongo que se ha convertido en mi hogar -dije al cabo de un buen rato-. ¿Y usted? ¿Le gustaría ir a vivir a América otra vez?

Estaba dándole ligeros golpecitos a la demitasse , moviendo los dedos a los lados, desde el meñique al índice y pensé: «Toca según su estado de ánimo. ¿Qué haría yo si fuera capaz de hacerlo con las manos?».

– La verdad es que Nueva York me encantaba -reconoció al cabo de unos instantes, sonriendo al recordar algo-, y me gustaría volver algún día, incluso pasar una temporada. Mi representante piensa que tal cosa no es demasiado descabellada. Tenemos un concierto en el Vanguard en noviembre que realmente nos dará a conocer.

El Village Vanguard es la meca del jazz en vivo de Manhattan.

– ¿El Vanguard? -dije, impresionado-. Menuda clase. Coltrane, Miles Davis, Bill Evans, Thelonius Monk, todo el panteón.

– Es una gran oportunidad -reconoció ella, asintiendo.

– Podría aprovecharla, asentarse en Nueva York, si quisiera.

– Ya veremos. No olvide que ya he vivido en Nueva York. Es una gran ciudad, quizá la más emocionante en la que he estado. Pero es como bucear, ¿sabe? Al comienzo te piensas que puedes estar nadando bajo el agua para siempre, viéndolo todo desde esa nueva perspectiva, pero al final hay que salir a tomar aire. Al cabo de cuatro años, llegó el momento de regresar a casa.

Aquella era mi oportunidad.

– Debió de tener unos padres indulgentes para estar dispuestos a mandarla al extranjero tanto tiempo.

Esbozó una ligera sonrisa.

– Mi madre murió cuando yo era joven, igual que le ocurrió a usted. Mi padre me envió a Juillard. Le encantaba el jazz y estaba muy emocionado por el hecho de que yo quisiera ser pianista.

– Mama me contó que murió hace poco -dije, oyendo el eco plano de mis palabras en los oídos-. Lo siento. -Inclinó la cabeza ligeramente como reconocimiento de mi expresión compasiva y pregunté-: ¿A qué se dedicaba?

– Era burócrata. -En Japón es una profesión honorable y la palabra japonesa kanryo carece de las connotaciones negativas que tiene en otros idiomas.

– ¿En qué ministerio?

– La mayor parte de su carrera en el Kensetsusho. -El Ministerio de la Construcción.

Estábamos progresando. Advertí que la manipulación me incomodaba. «Termina la entrevista -pensé-. Luego lárgate. Te está desconcertando; es peligroso.»

– La construcción debió de ser un lugar un tanto tedioso para un amante del jazz -dije.

– A veces le resultaba duro -reconoció, y de repente noté cierta cautela. No había cambiado de postura, mantenía la misma expresión pero, en cierto modo, sabía que había estado dispuesta a decir más y que se lo había repensado. Si le había tocado la fibra, apenas se le notaba. No habría pensado que yo lo notaría.

Asentí, de modo tranquilizador, o al menos es lo que esperaba.

– Tengo cierta idea de lo que es sentirse incómodo en el entorno en que uno se encuentra. Por lo menos la hija de su padre no parece tener ningún problema como ése, dar conciertos en el Alfie es algo normal para una pianista de jazz.

Noté aquella extraña tensión durante un segundo más de lo normal, luego se rió dulcemente como si hubiera decidido dejar pasar algo. No estaba seguro de qué fibra le había tocado y ya me lo plantearía más adelante.

– Así que cuatro años en Nueva York -continué-. Es mucho tiempo. Debió de tener una perspectiva diferente al volver.

– Sí. La persona que regresa después de vivir en el extranjero no es la misma que se marchó.

– ¿A qué se refiere?

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