Pero todo eso eran gilipolleces. No sabía qué pasaría después de la actuación, pero Midori no parecía de las que tienen rollos de una noche. Precisamente, ése era el motivo por el que quería verla y, precisamente también, por el que no podía.
«¿Qué te pasa? -pensé-. Tienes que llamar a alguna de tus amiguitas. Tal vez Keiko-chan, le gusta echarse unas risas. Una cena tardía, quizá en el pequeño restaurante italiano de Hibiya, un poco de vino, un hotel».
No obstante, en aquel momento la perspectiva de pasar una noche con Keiko-chan resultaba curiosamente deprimente. Tal vez mejor una sesión de ejercicio físico. Decidí encaminarme hacia el Kodokan, uno de los locales en los que practico judo.
El Kodokan, o «Escuela para estudiar el camino», fue fundado en 1882 por Jigoro Kano, el inventor del judo moderno. Kano, estudioso de varias escuelas de destreza en el manejo de la espada y el combate cuerpo a cuerpo, extrajo un nuevo sistema de lucha basado en el principio de la eficacia máxima en la aplicación de la energía mental y física. En términos generales, el judo es con respecto a la lucha occidental lo que el kárate es con respecto al boxeo. No es un sistema de puñetazos y patadas sino de derribos y forcejeos, que se distingue por un arsenal de llaves brutales y técnicas de estrangulación infalibles, todas las cuales tienen que emplearse con sumo cuidado en el local de entrenamiento. El significado literal de judo es «camino de la suavidad» o «camino apacible». Me pregunto qué opinaría Kano de mi interpretación.
En la actualidad, el Kodokan está situado en un edificio sorprendentemente moderno y anodino de ocho plantas en Bunkyo-ku, al suroeste del parque Ueno y a pocos kilómetros de mi barrio. Cogí el metro en Kasuga, la estación más cercana, me cambié en uno de los vestuarios, y subí las escaleras hacia el daidojo , la sala de entrenamiento principal, donde estaba de visita el equipo de la Universidad de Tokio. Después de practicar mi primer uke con facilidad y hacer que se rindiera con una estrangulación, todos se pusieron en fila para luchar con el guerrero avezado. Eran jóvenes y duros pero no tenían nada que hacer contra la experiencia y astucia que otorga la edad; al cabo de una media hora de randori ininterrumpido yo seguía siendo el que acababa encima, sobre todo en el trabajo de suelo.
Un par de veces, al volver a la posición de hajime después de un derribo, me fijé en un kurobi japonés, o cinturón negro, que hacía estiramientos en un rincón de los tapices. Llevaba el cinturón un tanto andrajoso y era más gris que negro, lo cual indicaba que hacía muchos años que lo llevaba. Era difícil calcular la edad que tenía. Tenía mucho pelo y bien negro pero en su rostro se dibujaban el tipo de líneas que relaciono con el paso del tiempo y cierta cantidad de experiencia. Pero se movía como una persona joven y se abría de piernas sin ningún problema. En varias ocasiones noté que estaba muy pendiente de mí aunque en realidad no le vi mirando en mi dirección.
Necesitaba un respiro y me disculpé ante los estudiantes universitarios que estaban en fila, esperando poder demostrar su valor conmigo. Me hacía sentir bien vencer a judokas que tenían la mitad de años que yo y me pregunté durante cuánto tiempo más sería capaz de hacerlo.
Me dirigí al lateral del tapiz y, mientras hacía estiramientos, observé al tipo del cinturón andrajoso. Estaba practicando las proyecciones de harai-goshi con uno de los estudiantes universitarios, un joven bajo y fornido con el pelo rapado. Le hizo un barrido tan fuerte que el joven hizo un par de gestos de dolor cuando sus torsos chocaron.
Terminó y le dio las gracias al joven y, a continuación, se acercó al lugar en que me encontraba realizando los estiramientos e hizo una reverencia.
– ¿Desea hacer una ronda de randori conmigo? -preguntó, en inglés con un leve acento.
Alcé la vista y noté una mirada muy intensa y la mandíbula cerrada, y su sonrisa no suavizó en nada ambos rasgos. No me había equivocado al pensar que me observaba, aunque no le hubiera pillado. ¿Había advertido la herencia caucásica en mis rasgos? Tal vez, y lo único que quería era hacer la prueba del gaijin , aunque, por mi experiencia, era un juego para los judokas más jóvenes que él. Y su inglés, o por lo menos la pronunciación, era excelente. Eso también resultaba extraño. Los japoneses que más ansiosos están de medir sus fuerzas con los extranjeros suelen ser los que menos experiencia han tenido con ellos, y su nivel de inglés suele reflejar esa falta de contacto.
– Kochira koso onegai shimasu -repuse. Será un placer. Me molestaba que se hubiera dirigido a mí en inglés, y seguí hablando japonés-. Nihongo wa dekimasu ka? -¿Habla japonés?
– Ei, mochiron. Nihonjin desu kara -respondió, indignado. Por supuesto que sí. Soy japonés.
– Kore wa shitsuri: shimasita. Watashi mo desu. Desu ga, hatsuon ga amari migoto datta no de … -Disculpe. Yo también. Pero tiene un acento tan perfecto que…
Se echó a reír.
– Usted también. Espero que su nivel de judo también esté a la altura. -Pero al seguir dirigiéndose a mí en inglés, evitaba tener que admitir la verdad de su cumplido.
Yo seguía molesto y también precavido. Hablo japonés como un nativo, igual que el inglés, por lo que intentar felicitarme por mi facilidad con alguno de estos idiomas resulta insultante. Además, quería saber por qué había dado por supuesto que yo hablaba inglés.
Encontramos un sitio libre en el tatami y nos hicimos una reverencia mutua, luego empezamos a movernos en círculo, buscando cada uno de nosotros un agarre ventajoso. Él estaba muy relajado y se movía con fluidez. Hice un amago con deashi-barai , un barrido al pie, con la intención de continuar con osoto-gari , pero él respondió al amago con un barrido por su parte y me derribó sobre el tapiz.
Maldita sea, qué rápido era. Me puse en pie, nos colocamos de nuevo en posición y esta vez describimos un círculo en sentido contrario. Los orificios nasales se le ensanchaban ligeramente al respirar, pero ésa era la única señal de esfuerzo.
Lo tenía bien agarrado por la manga derecha con la mano izquierda, los dedos bien aferrados a la tela. Una buena colocación para conseguir un ippon seonagi . Pero ya se lo esperaba. Para variar, le hice un barrido fuerte para sasae-tsuri-komi-goshi , girando en el agarre y tensándome para el derribo. Pero él había anticipado el movimiento y liberó las caderas antes de que le cortara el paso, bloqueándome la vía de escape con la pierna derecha. Perdí el equilibrio y me golpeó con fuerza con taiotoshi , me impulsó por encima de su pierna estirada y me dejó clavado en el tapiz.
Me derribó dos veces más en los cinco minutos siguientes. Era como luchar contra una cascada.
Me estaba cansando. Me situé frente a él y dije:
– Jaa, tsugi o saigo ni shimasho ka? -¿Hacemos uno más y lo dejamos?
– Ei, so shimasho -respondió, poniéndose alerta. De acuerdo.
«Muy bien, cabrón -pensé-. Tengo una sorpresita para ti. Vamos a ver qué te parece.»
Jugi-gatame , que significa «llave cruzada», es una llave de brazo que toma su nombre del ángulo de ataque. La ejecución clásica deja al atacante en perpendicular con respecto al contrincante, con ambos luchadores boca arriba, adoptando la forma de una cruz. Una permuta, aunque los clasicistas la llamarían «mutación», se denomina jugi-gatame volador, en el que el atacante lanza la llave directamente estando de pie. Como exige una entrega total y se tienen las mismas posibilidades de éxito que de fracaso, esta variación apenas se prueba, y no es muy conocida.
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