El contrabajista negó con la cabeza, como si estuviera indignado.
– No tocamos para salvar a la gente. Tocamos porque nos gusta tocar.
Midori le lanzó una mirada indiferente que traslució una ligera decepción y me di cuenta de que aquellos dos seguían unos pasos de baile que conocían bien, pasos que nunca habían conseguido satisfacer al contrabajista.
Que le den por saco.
– Pero el jazz es como el sexo, ¿no? -le dije a él-. Hacen falta dos personas para disfrutarlo.
Vi que abría unos ojos como platos mientras Midori fruncía la boca en lo que podría haber sido una sonrisa contenida.
– Nos alegra salvarle, si resulta que eso es lo que hemos hecho -dijo ella con un tono tan uniforme como un encefalograma plano-. Gracias.
La miré fijamente unos instantes, intentando, sin éxito, interpretar su expresión. Acto seguido, me disculpé. Entré en el servicio de Alfie, que debe de tener la misma superficie que un poste telefónico, donde reflexioné sobre la idea de que había sobrevivido a algunas de las luchas más brutales del Sureste Asiático, a algunos de los peores conflictos del mundo como sicario y que, no obstante, todavía no era capaz de zafarme de las emboscadas de Mama.
Salí del servicio, advertí la sonrisa de satisfacción de Mama y retomé mi asiento. Al cabo de un momento oí que la puerta del club se abría detrás de mí y, con indiferencia, volví la cabeza para ver quién entraba. Miré hacia el frente de inmediato, en menos de un segundo, guiado por años de entrenamiento, el mismo entrenamiento que impedía que se me notara la sorpresa que me acababa de llevar.
Era el desconocido del tren. El que había visto registrando a Kawamura.
Llevo varios objetos curiosos en el llavero, incluidas varias ganzúas rudimentarias que los no iniciados tomarían por palillos, y un espejo dental recortado. El espejo puede acercarse al ojo de forma discreta, sobre todo si el usuario está inclinado hacia delante sobre un codo y apoya la cabeza en la mano.
En esta postura pude observar al desconocido discutiendo con Mama, que tenía cara de pocos amigos, cuando empezó la segunda tanda de canciones. Sin duda le estaba diciendo que no podía quedarse, que no había más asientos libres y que la sala ya estaba abarrotada. Le vi introducir la mano en el bolsillo de la chaqueta y extraer una cartera, que abrió a continuación y mostró ciertos contenidos para que Mama los inspeccionara. Ella los miró con atención y, acto seguido, sonrió e hizo un gesto magnánimo hacia la pared del fondo. El desconocido se encaminó en esa dirección y encontró un sitio.
¿Qué había utilizado para convencer a Mama? ¿Una identificación de la autoridad que regula la venta de bebidas alcohólicas en Tokio? ¿Una insignia policial? Lo observé a lo largo de la segunda parte del concierto pero no advertí nada especial, estaba apoyado en la pared, inexpresivo.
Cuando terminó la música, tenía que tomar una decisión. Por un lado, supuse que estaba allí por Midori y quería observarlo para confirmarlo y ver de qué más podía enterarme. Por otro, si guardaba alguna relación con Kawamura, quizá supiera que el infarto había sido inducido y tal vez me reconociera del tren, donde habíamos intercambiado unas palabras sobre el cuerpo de Kawamura tumbado boca abajo. El riesgo era pequeño pero, tal y como dijo el Loco Genial en una ocasión, el castigo por equivocarse era elevado. Alguien podía enterarse de mi aspecto actual y el velo de anonimato que me había construido con tanto esmero quedaría rasgado.
Además, si me quedaba para observar su interacción con Midori, no podría seguirle cuando se marchara. Tendría que compartir el minúsculo ascensor con él o confiar, aunque con escasas posibilidades de éxito, en adelantarle por las escaleras, y se daría cuenta. Y si él llegaba antes a la calle, para cuando le alcanzara la marea de peatones se lo habría tragado en Roppongi-dori.
Aunque resultaba frustrante, tenía que marcharme antes. Cuando terminaron los aplausos de la segunda tanda, observé al desconocido dirigiéndose rápidamente al escenario. Varios clientes se levantaron y empezaron a pulular por allí y los situé entre nosotros mientras me dirigía a la salida.
De espaldas al escenario, me volví para devolver el resto de mi Cao Lila. Volví a darle las gracias a Mama por dejarme entrar sin reserva.
– Te he visto hablando con Kawamura-san -dijo-. ¿Te ha costado mucho?
Sonreí.
– No, Mama, ha ido bien.
– ¿Por qué te marchas tan temprano? Ya no vienes mucho por aquí.
– Tendré que remediarlo. Pero esta noche tengo otros planes.
Se encogió de hombros, tal vez decepcionada al ver que sus maquinaciones se habían quedado en tan poco.
– Por cierto -añadí-, ¿quién es ese gaijin que ha entrado durante la segunda tanda? Te he visto discutiendo con él.
– Es periodista -respondió mientras secaba un vaso-. Está escribiendo un artículo sobre Midori, por eso le he dejado quedarse.
– ¿Periodista? Qué bien. ¿De qué publicación?
– Una revista occidental. No me acuerdo.
– Me alegro por Midori. No hay duda de que será una estrella. -Le di una palmadita en la mano-. Buenas noches, Mama. Ya nos veremos.
Bajé a la calle por las escaleras, crucé Roppongi-dori y esperé en el supermercado Meidi-ya del otro lado de la calle, fingiendo examinar la sección de champán. Ah, un Moët del 88, bueno, pero no era ninguna ganga por treinta y cinco mil yenes. Observé la etiqueta mientras miraba el ascensor de Alfie por el escaparate.
Por la fuerza de la costumbre, escudriñé el resto de los lugares que podrían funcionar como puntos de observación si alguien esperara a una persona a la salida de Alfie. Había coches estacionados a lo largo de la calle, pero no se podía contar con encontrar sitio, así que la probabilidad era baja. También estaba la cabina de teléfono situada un poco más abajo del Meidi-ya, donde un japonés con el pelo rapado, vestido con una cazadora de cuero negro y gafas de sol envolventes hablaba por teléfono cuando salí del hueco de la escalera. Seguía allí, le veía, de cara a la entrada de Alfie.
El desconocido salió al cabo de unos quince minutos y giró a la derecha en Roppongi-dori. Me quedé inmóvil unos instantes, en espera de la reacción del Hombre del Teléfono que, efectivamente, colgó y se dispuso a bajar la calle en la misma dirección.
Dejé el Meidi-ya y giré a la izquierda hacia la acera. El Hombre del Teléfono ya estaba cruzando hacia el lado del desconocido, ni siquiera esperó a llegar al paso de peatones. Sus movimientos de vigilancia eran obvios: había colgado el teléfono en cuanto el desconocido había salido, había mantenido contacto visual con la salida antes de eso, había efectuado un movimiento repentino para cruzar la calle. Le seguía desde demasiado cerca, un error porque me permitía formar fila detrás de él. Por un momento me pregunté si estaría trabajando con el desconocido, tal vez como guardaespaldas o algo así, aunque no estaba lo suficientemente cerca para resultar eficaz como tal.
Giraron a la derecha por Gaienhigashi-dori delante del Almond Café; el Hombre del Teléfono le seguía a una distancia inferior a diez pasos. Crucé la calle para seguirles y me tuve que dar prisa porque el semáforo ya había cambiado.
«Es una estupidez -pensé-. Estoy en medio de la vigilancia de otra persona. Si hay más de uno y utilizan cámara, quizá me hagan una foto.»
Me imaginé a Benny, asignando un equipo B a Kawamura, tomándome por imbécil, y decidí correr el riesgo.
Los seguí varias manzanas y observé que ninguno de ellos mostraba ninguna preocupación por lo que ocurría detrás de sí. No vi ningún comportamiento típico de detección de vigilancia, ningún giro de cabeza o paradas que, por inocentes que parecieran, habrían obligado a quien le siguiera a revelar su posición.
Читать дальше