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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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Esa noche tomé el metro hasta Roppongi, el barrio de Alfie, mientras realizaba una PDV de seguridad media por el camino. Como siempre, esperé hasta que el andén de la estación estuvo despejado antes de salir. Nadie me seguía y subí las escaleras hacia el atardecer de Roppongi.

Roppongi es un cóctel compuesto por los elementos extranjeros y nacionales más descarados de Tokio, aliñado con sexo y dinero para darle más garra. Está lleno de chicas de alterne occidentales que llegaron a Japón pensando que serían modelos pero que se encontraron atrapadas en algo distinto, vendiendo conversaciones subidas de tono y a menudo otras cosas a sus clientes sarariman , pavoneándose por ahí con ropa elegante y afectada y con zapatos de tacón alto que acentúan su altura; chicas cuya altanería expresa éxito y estatus, pero a menudo indica algo más próximo a la desesperación; jóvenes japonesas despampanantes, que lucen un bronceado perfecto de salón de belleza, melenas con mechas largas y lisas que les caen por la espalda, como las alas plegadas de alguna ave de presa hambrienta, intentando ligar con chicos ricos que, por la promesa de sexo o sencillamente por la oportunidad de ser vistos en público con tales trofeos, les regalarán trajes de Chanel y bolsos Vuitton y el resto de los artículos que se les antojen; extranjeros de tez morena que venden sustancias controladas que podrían o no ser lo que dicen; proxenetas entrados en años y ridículos que tiran del codo de los transeúntes, intentando que escojan «compañía» de un álbum de fotos; gente que camina rápido, como si fuera a algún lugar importante o que se hace la interesante, como si esperara reunirse con alguna celebridad; todo el mundo hambriento e intentando sacar tajada, un universo de depredadores y presas bien engalanados.

Alfie estaba a la izquierda de la estación, pero giré a la derecha al llegar a la calle pensando en rodearla por detrás. La fauna ya estaba en el exterior, poniéndome los folletos delante de las narices, intentando captar mi atención. Hice caso omiso de ellos y giré por Gaienhigashi-dori, justo delante del Almond Café, luego otra vez a la derecha por un callejón que discurría paralelo a Roppongidori y me dejaría detrás de Alfie. Un Ferrari rojo pasó rugiendo, era una reliquia de los años de la burbuja, cuando los cazadores de trofeos se tragaron originales impresionistas valorados en millones de dólares de los que no sabían nada y propiedades en tierras lejanas como Pebble Beach de las que habían oído hablar pero que nunca habían visto; cuando se decía que la tierra que estaba debajo de Tokio valía más que el territorio continental de EEUU; cuando los nuevos ricos celebraban su estatus en bares de alterne de Ginza pidiendo botella mágnum tras botella mágnum del mejor champán para estropearlo con terrones de azúcar y consumirlo en copas largas tachonadas con escamas de oro de catorce quilates.

Crucé la calle y tomé el ascensor que llevaba al quinto piso, haciendo un barrido de 180 grados con la mirada antes de que se cerraran las puertas.

Como era de esperar, había un grupo de gente en el exterior del local, que estaba empapelado con carteles, algunos nuevos, otros descoloridos, que anunciaban los conciertos que se habían celebrado a lo largo de los años. Había un joven con un traje barato de corte europeo y el pelo engominado hacia atrás apostado en la puerta, comprobando las reservas.

Onamae wa ? -me preguntó, mientras recorría la corta distancia que había desde el ascensor. ¿Su nombre?

Le dije que no tenía reserva y me miró afligido. Para ahorrarle la angustia de explicarme que no podría asistir al concierto, le dije que era un viejo amigo de Mama y que necesitaba verla, ¿podía ir a buscarla? Inclinó la cabeza, entró en el local y desapareció detrás de una cortina. Mama salió al cabo de dos segundos. Tenía una pose formal, sin duda preparándose para presentar una disculpa japonesa terriblemente educada y resuelta pero, cuando me vio, la piel del contorno de ojos se le arrugó al sonreír.

Junchan! Hisashiburi ne! -me saludó al tiempo que se alisaba la falda con las manos. Jun es el apodo que Mama me da en vez de Junichi, mi nombre de pila japonés, que en inglés se envilece y se transforma en John. Me incliné hacia ella con formalidad pero le devolví la sonrisa de bienvenida. Le conté que pasaba por allí por casualidad y que no había tenido la posibilidad de hacer una reserva. Ya veía que estaba muy lleno y no quería ser una molestia…

Tonde mo nai! -me interrumpió. ¡No seas ridículo! Me empujó al interior, se fue corriendo detrás de la barra y extrajo la botella de Cao Lila que tenía guardada en un estante. Tomó un vaso, se acercó adonde yo estaba y señaló hacia una silla en una mesa situada en un rincón de la sala.

Se sentó conmigo unos momentos, me sirvió una copa y me preguntó si había venido con alguien, pues no siempre voy a Alfie solo. Le dije que estaba solo y sonrió.

Un ga yokatta ne! -dijo. ¡Qué suerte tengo! Ver a Mama me hacía sentir bien. Hacía meses que no había pasado por allí pero ella sabía exactamente dónde estaba mi botella, se sabía todos los trucos.

Mi mesa estaba cerca de un pequeño escenario. La sala estaba oscura pero una lámpara colgada del techo iluminaba un piano y la zona situada a la derecha del mismo. No se disfrutaba de una buena vista de la entrada, pero no se puede tener todo.

– Te he echado de menos, Mama -le dije en japonés mientras me iba relajando-. Dime quién toca esta noche.

Me dio una palmadita en la mano.

– Una joven pianista, Midori Kawamura. Va a ser una estrella, este fin de semana dará un concierto en el Blue Note, pero podrás decir que la viste en Alfie cuando empezaba.

Kawamura es un apellido japonés común y no pensé que fuera una coincidencia curiosa.

– Me parece que he oído hablar de ella, pero no conozco su música. ¿Qué tal es?

– Maravillosa, toca como Thelonius Monk cabreado. Y es muy profesional, no como algunos de los jóvenes que contratamos aquí. Hace tan sólo una semana y media que perdió a su padre, la pobrecilla, pero ha decidido respetar el compromiso de hoy.

Entonces fue cuando el nombre me llamó la atención.

– Qué lástima -dije lentamente-. ¿Qué ocurrió?

– Ataque al corazón el martes por la mañana, en pleno Yamanote. Kawamura-san me dijo que no había sido una gran sorpresa, pues su padre sufría del corazón. Tenemos que estar agradecidos por todos los momentos que se nos conceden, ne ? Oh, ahí viene. -Me volvió a dar una palmadita en la mano y se marchó.

Me volví y vi a Midori y su trío caminando con energía, inexpresivos, hacia el escenario. Negué con la cabeza en un intento por asimilar todo aquello. Había ido a Alfie para intentar apartarme de Kawamura y todo lo relacionado con él y resulta que me encontraba con su fantasma. Me entraron ganas de levantarme y largarme, pero habría llamado la atención.

Además, sentía cierta curiosidad, como si volviera a pasar junto a los restos de un accidente de tráfico que yo hubiera provocado, incapaz de apartar la mirada.

Observé el rostro de Midori mientras ocupaba su puesto en el piano. Aparentaba unos treinta y cinco años y tenía el pelo liso, a la altura de los hombros, tan negro que parecía brillar bajo la luz del techo. Llevaba un suéter de manga corta, tan negro como el pelo, y el blanco suave de sus brazos y cuello casi parecía flotar al lado. Intenté verle los ojos pero sólo se los vislumbré fugazmente entre las sombras que proyectaba la lámpara. Vi que los llevaba perfilados con lápiz de ojos, pero aparte de eso no iba maquillada. Lo suficientemente segura de sí misma como para no tomarse la molestia. Tampoco es que lo necesitara. Era atractiva y debía de ser consciente de ello.

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