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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

Sicario: краткое содержание, описание и аннотация

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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Noté tensión entre el público, un tanto inclinado hacia delante. Midori alzó los dedos sobre el teclado y los dejó levitando allí durante unos segundos. Sonó su voz, queda:

– Uno, dos, uno, dos, tres, cuatro -y luego sus manos descendieron y dieron vida a la sala.

Era My Man's Gone , un viejo tema de Bill Evans, no de ella. Me gusta la canción y me agradó su forma de interpretarla. Le confería un vigor que me hacía querer mirar además de escuchar, pero me di cuenta de que yo mismo apartaba la mirada.

Perdí a mi padre justo al cumplir los ocho años. Lo mató un derechista en las manifestaciones callejeras que sacudieron Tokio cuando la administración Kishi ratificó el Pacto de Seguridad Japón-EEUU en 1960. Mi padre siempre había tenido un trato muy frío conmigo cuando estaba vivo y notaba que yo era el motivo de cierta tensión entre él y mi madre. Pero todo eso no lo entendí hasta más tarde. Mientras tanto, lloré como el niño que era durante muchas noches después de su muerte.

Mi madre no me puso las cosas fáciles a partir de entonces, aunque creo que intentó hacerlo lo mejor posible. Había sido abogada del departamento de Estado en el Tokio ocupado bajo el Mando Supremo del Control Aliado de MacArthur, y formó parte del equipo al que MacArthur encargó la redacción de una nueva constitución para guiar al Japón de posguerra hacia el inminente Siglo Americano. Mi padre pertenecía al equipo del Primer Ministro Yoshida, responsable de traducir y negociar el documento con unas condiciones que fueran favorables para Japón.

Su romance, que se hizo público poco después de que la nueva constitución se convirtiera en ley en mayo de 1947, escandalizó a ambos bandos, pues cada uno de ellos estaba convencido de que su representante había realizado concesiones en la cama que nunca se habrían conseguido en la mesa de negociaciones. El futuro de mi madre en el Departamento de Estado se truncó rápidamente y se quedó en Japón en calidad de esposa de mi padre.

Sus padres cortaron los lazos con ella por ese matrimonio intercultural e interracial, que contrajo en contra de la voluntad de ellos. Por lo tanto, mi madre, como reacción a su orfandad de facto, adoptó a Japón y aprendió japonés lo suficientemente bien para hablarlo en casa con mi padre y conmigo. Cuando lo perdió, perdió lo que la unía a la nueva vida que se había construido.

¿Midori había estado muy unida a su padre? Quizá no. Tal vez hubiera habido falta de cooperación, peleas incluso, sobre lo que a él podría haberle parecido una salida profesional frívola. Y si se habían producido peleas, y silencios desagradables, e intentos desesperados por comprenderse mutuamente, ¿habían tenido la oportunidad de reconciliarse? ¿O se había quedado ella con muchas cosas que le habría gustado decirle?

«¿Qué coño te pasa? -pensé-. No tienes nada que ver con ella ni con su padre. Es atractiva, te está afectando. Bueno, pero déjalo.»

Lancé una mirada a la sala y tuve la impresión de que todo el mundo iba en pareja o en grupo.

Quería salir, encontrar un lugar en el que no hubiera recuerdos.

Pero ¿dónde estaba ese lugar?

Así pues, me quedé a escuchar la música. Sentí que las notas zigzagueaban alegremente lejos de mí, pero me centré en ellas y dejé que me alejaran del estado de ánimo que me estaba embargando como una marea negra. Me aferré a la música, con el sabor del Cao Lila en la garganta, la melodía en los oídos, hasta que las manos de Midori parecieron desdibujarse, hasta que su perfil se perdió entre sus cabellos, hasta que las cabezas que veía a mi alrededor en la semipenumbra y el humo de los cigarrillos se mecían y las manos daban golpecitos en mesas y vasos, hasta que sus manos devinieron una mancha todavía más borrosa antes de detenerse, dejando que un instante de silencio perfecto se llenara con un estallido de aplausos.

Al cabo de un momento Midori y su trío se dirigieron a una pequeña mesa que tenían reservada, y la sala se llenó con el murmullo bajo de las conversaciones y las risas apagadas. Mama se sentó con ellos. Era consciente de que no podía largarme sin presentar mis respetos a Mama, pero no quería detenerme en la mesa de Midori. Además, si me marchaba tan pronto parecería raro. Me di cuenta de que tendría que quedarme allí.

«Reconócelo -pensé para mis adentros-. Quieres oír la segunda tanda.» Y era cierto. La música de Midori había aplacado mi irritación, como siempre ocurre con el jazz. No me disgustaba la perspectiva de quedarme a escuchar más. Disfrutaría de la segunda tanda, me marcharía discretamente y recordaría aquella situación como una velada extraña que había acabado bien.

«Está bien. Pero deja de pensar en su padre, ¿vale?»

Por el rabillo del ojo vi a Mama caminando hacia mí. Alcé la mirada y sonreí mientras se sentaba a mi lado.

– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó.

Cogí la botella, que estaba bastante más vacía que cuando llegué, y serví una copa para cada uno.

– Thelonius Monk cabreado, como dijiste. Tienes razón, será una estrella.

Le brillaban los ojos.

– ¿Te gustaría conocerla?

– Te lo agradezco, Mama, pero creo que esta noche me apetece más escuchar que hablar.

– ¿Qué más da? Que ella hable y tú escuchas. A las mujeres les gustan los hombres que escuchan. ¡No abundan!

– No creo que le gustara, Mama.

Ella se inclinó hacia delante.

– Ha preguntado por ti.

«Mierda.»

– ¿Qué le has dicho?

– Que si yo fuera un poco más joven, no le diría nada. -Se tapó la boca con la mano y soltó una risa silenciosa-. Pero como ya soy demasiado vieja, le dije que eras un entusiasta del jazz y un gran fan de su música, y que has venido hoy aquí especialmente por ella.

– Te estoy muy agradecido -afirmé, al tiempo que me daba cuenta de que estaba perdiendo el control de la situación y no estaba muy seguro de cómo recuperarlo.

Se recostó en el asiento y sonrió.

– Vamos, ¿no crees que deberías presentarte? Me ha dicho que quería conocerte.

– Mama, me la estás jugando. Seguro que no ha dicho nada de todo eso.

– ¿Ah, no? Te está esperando… mira. -Se volvió e hizo una seña a Midori, quien la miró y le devolvió el saludo.

– Mama, no me hagas esto -rogué, sabiendo que ya no había escapatoria.

Se inclinó hacia delante de forma abrupta, y su risa desapareció como el sol detrás de una nube.

– No me pongas en un aprieto. Ve a decirle hola.

A la mierda. De todos modos tenía que ir a mear.

Me levanté y me dirigí a la mesa de Midori. Noté que era consciente de que me acercaba, pero no dio muestras de ello hasta que estuve delante de ella. Entonces alzó la mirada del asiento y su mirada me sorprendió. Ilegible, incluso mirándome de hito en hito, pero ni distante ni fría. En cambio parecía irradiar un calor controlado, algo que te tocaba pero que tú no podías tocar.

Supe enseguida que había estado en lo cierto al decirle a Mama que me la estaba jugando. Midori no tenía ni idea de quién era yo.

– Gracias por la música -le dije mientras pensaba en algo más que añadir-. Me ha salvado de algo.

El contrabajista, vestido a la última, de negro de la cabeza a los pies, con las patillas largas y unas gafas rectangulares y europeas, lanzó un bufido audible y me pregunté si había algo entre ellos. Midori me concedió una ligera sonrisa que significaba que ya había escuchado aquello con anterioridad y se limitó a decir:

Domo arigato . -La cortesía de su agradecimiento era una forma de rechazo.

– No -insistí-. Lo digo en serio. Su música es sincera, es el antídoto perfecto para las mentiras.

Por un momento me pregunté qué demonios estaba diciendo.

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