– Aquí está.
Rhyme leyó el artículo. La Fundación Sanford tenía un extenso archivo sobre la historia del sector noroeste.
– Llamad al director, William Ashberry. Decidle que necesitamos revisar su biblioteca.
– Eso está hecho. -Cooper levantó el teléfono. Mantuvo una corta conversación, colgó y les informó-. Se alegran de poder ayudar. Ashberry nos pondrá en contacto con el encargado de los archivos.
– Alguien deberá ir a mirar -dijo Rhyme, mirando a Sachs y enarcando una ceja.
– ¿Alguien? ¿He ganado el premio sin jugar?
¿Quién más podría ir? Pulaski estaba en el hospital. Bell y su equipo cuidaban de Geneva. Cooper era un hombre de laboratorio. Sellitto tenía un rango demasiado alto para ir a hacer este tipo de trabajo. Rhyme la regañó:
– No hay pequeños escenarios de crímenes, sólo pequeños investigadores del escenario del crimen.
– Qué gracioso -dijo ella con acritud. Se puso la chaqueta y agarró su bolso.
– Una cosa -dijo Rhyme seriamente.
Ella levantó una ceja.
– Sabemos que él nos tiene en el punto de mira. -Se refería a la policía-. Ten en mente la pintura naranja. Presta especial atención a los trabajadores de la construcción o de las autopistas… bueno, tratándose de él, presta especial atención a cualquiera.
– De acuerdo -dijo ella. Apuntó la dirección de la fundación, y se marchó.
Después de que se fuera, el profesor Mathers revisó una vez más las cartas y los documentos, y se los entregó a Cooper. Miró a Geneva.
– Cuando yo tenía tu edad, en el instituto ni siquiera existía la asignatura de estudios afroamericanos. ¿Cómo es el programa hoy día? ¿Se imparten dos semestres?
Geneva frunció el ceño.
– ¿Estudios afroamericanos? No estoy cursando esa asignatura.
– ¿Entonces para cuál es el trabajo que estás escribiendo?
– Lengua.
– Ah. ¿Cogerás la asignatura de estudios afroamericanos el año que viene?
Una vacilación.
– No tengo ninguna intención de cogerla.
– ¿De veras?
Era obvio que Geneva sintió cierto tono crítico en la pregunta.
– Es una asignatura sin calificaciones. Lo único que hay que hacer es estar presente en las clases. No me interesa ese tipo de clases en mi expediente escolar.
– Pero tampoco hace daño.
– Pero, ¿para qué sirve? -preguntó ella, terminante-. Ya lo hemos oído todo una y otra vez… El motín del Amistad , los esclavos, John Brown, las leyes de Jim Crow, el caso Brown versus Ministerio de Educación , Martin Luther King Jr., Malcolm X… -La chica se calló.
– ¿Puras quejas sobre el pasado? -preguntó Mathers con la objetividad de un educador profesional.
Geneva finalmente asintió con la cabeza.
– Supongo que así es como yo lo veo, sí. Es decir, estamos en el siglo XXI. Ya es hora de mirar hacia adelante. Todas esas batallas son cosas del pasado, ya superadas.
El profesor sonrió, luego miró a Rhyme.
– Bien, buena suerte. Avísenme si puedo volver a ayudarlos.
– Eso haremos.
El hombre delgado dio unos pasos hacia la puerta, se detuvo y se dio la vuelta.
– Ah, Geneva.
– ¿Sí?
– Piensa sólo en una cosa, de parte de alguien que ha vivido algunos años más que tú. A veces me pregunto si realmente esas batallas están ya superadas. -Movió la cabeza señalando las tablas de pruebas y las cartas de Charles-. Quizás lo que ocurre es que resulta más difícil reconocer al enemigo.
– ¿Sabes qué, Rhyme? Sí hay pequeños escenarios del crimen. Lo sé porque estoy ante uno».
Amelia Sachs se encontraba en la calle 82 Oeste, a la vuelta de Broadway, frente a la impresionante mansión Hiram Sanford, una construcción victoriana enorme y oscura. Era la sede de la Fundación Sanford. Desde luego, Amelia estaba rodeada de símbolos del Nueva York histórico: además de la mansión, que tenía más de cien años, había un museo de arte cuya existencia se remontaba a 1910, y una hilera de hermosas casas tradicionales de la ciudad. Y no hacía falta ver criminales con monos manchados de pintura naranja para asustarse: exactamente al lado de la fundación estaba el recargado y fantasmagórico hotel Sanford (se rumoreaba que en un principio la localización elegida para filmar la película La semilla del diablo había sido el Sanford).
Una docena de gárgolas miraban a Sachs desde sus cornisas, como burlándose de su actual tarea.
Ya en el interior, la condujeron hasta el hombre con quien acababa de hablar Mel Cooper, William Ashberry, director de la fundación y alto ejecutivo del Banco y Fondo de Inversiones de Sanford, institución a la cual pertenecía la organización sin ánimo de lucro. El hombre era de mediana edad y su aspecto era cuidado; al recibirla parecía invadido por una mezcla de excitación y desconcierto.
– Nunca habíamos recibido a un policía aquí, perdón, a una policía, quiero decir, bueno, a ninguno de los dos, en realidad.
Se vio le un poco decepcionado cuando Sachs le aclaró vagamente que sólo necesitaba un poco de información general sobre la historia del barrio y que no pensaba usar la fundación como base secreta para ninguna operación encubierta.
Ashberry se mostró encantado de dejarla husmear en los archivos y la biblioteca, aunque no pudiera ayudarla personalmente; su especialidad eran las finanzas, los bienes inmuebles y el derecho fiscal, no la historia.
– En realidad soy banquero -confesó, como si Sachs no pudiera haberlo deducido a partir del traje negro, la camisa blanca y la corbata a rayas, y los documentos comerciales y las planillas de cálculo ininteligibles colocados en el escritorio en perfectos montoncitos.
Quince minutos después la dejaron en compañía de un encargado, un hombre joven vestido de tweed , que la condujo por corredores oscuros hasta los archivos, que estaban en el subsótano. Le mostró el retrato robot de SD 109, pensando que quizá el asesino había ido por allí también, buscando el artículo sobre Charles Singleton. Pero el encargado no reconoció al sujeto, y no recordaba que nadie hubiera preguntado por ningún número del Coloreds' Weekly Illustrated . Señaló las estanterías y un momento después ella estaba sentada, nerviosa e irritada, sobre una silla dura, en un cubículo pequeño como un ataúd, rodeada de docenas de libros y revistas, folletos, mapas y dibujos.
Realizó esa investigación de la misma manera en que Rhyme le había enseñado a llevar adelante la del escenario de un crimen: primero echar una ojeada general y trazar un plan lógico, y luego ejecutar la búsqueda. Sachs separó el material en cuatro montones: información general, historia del West Side y de Gallows Heights, derechos civiles a mediados del siglo xix, y Potters' Field. Comenzó con el cementerio. Leyó cada página, confirmó la referencia de Charles Singleton sobre el regimiento asentado en la Isla de Hart. Supo cómo se creó el cementerio, lo ocupado que había llegado a estar, especialmente durante las epidemias de cólera y gripe de mediados y finales del siglo XIX, cuando los ataúdes baratos de pino se amontonaban en la isla y aguardaban ser sepultados.
Detalles fascinantes, pero inútiles. Se concentró en el material sobre los derechos civiles. Leyó una cantidad agobiante de información, incluidas varias referencias a la controversia sobre la Decimocuarta Enmienda, pero nada que mencionara los asuntos que el profesor Mathers había sugerido que podrían estar vinculados con el posible móvil de la trampa tendida a Charles Singleton. En un artículo del New York Times de 1867 leyó que Frederick Douglass y otros líderes prominentes de la época involucrados en la lucha por los derechos civiles habían estado en una iglesia en Gallows Heights. Más tarde Douglass le había contado al periodista que había ido al barrio para reunirse con varios hombres que participaban en la lucha por la promulgación de la Decimocuarta Enmienda. Pero esto ya lo sabían por las cartas de Charles. No encontró mención alguna a Charles Singleton, pero encontró una referencia a un largo artículo del New York Sun referido a los antiguos esclavos y libertos que ayudaban a Douglass. Ese número en particular, sin embargo, no estaba en los archivos.
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