Geneva recogió las cartas de Charles.
– Tendremos que quedarnos con ellas por el momento -dijo Rhyme.
– ¿Quedárselas? ¿Como pruebas?
– Hasta que lleguemos al fondo del asunto.
Geneva las miró recelosamente. Su mirada parecía llena de nostalgia.
– Las guardaremos en un lugar seguro.
– De acuerdo. -Se las dio a Mel Cooper.
Éste observó su cara de preocupación.
– ¿Quieres copias de las cartas?
Geneva se sintió avergonzada.
– Sí, me gustaría. Sólo porque… son de la familia, ya sabe. Eso las hace bastante importantes.
– No hay problema. -Hizo copias en la fotocopiadora y se las entregó. Ella las dobló cuidadosamente, y desaparecieron en el interior de su bolso.
Bell recibió una llamada, escuchó durante un momento y dijo:
– Bien, tráelo cuanto antes. Muchas gracias. -Le dio la dirección de Rhyme y colgó-. El instituto. Encontraron la cinta de vigilancia del patio, correspondiente a la hora a la que el cómplice del criminal estuvo ayer. Van a enviárnosla.
– Ay, Dios -dijo Rhyme amargamente-. ¿Quieres decir que hay una pista real en este caso? ¿Y que no es de hace cien años?
Bell cambió la frecuencia y envió un mensaje por radio a Luis Martínez para informarle sobre sus planes. Luego envió otro mensaje a Barbe Lynch, la oficial que estaba vigilando la calle frente a la casa de Geneva. La mujer dijo que la calle estaba despejada y que los estaría esperando.
Finalmente, el hombre de Carolina del Norte presionó el botón del manos libres del teléfono de Rhyme y llamó al tío de la chica, para cerciorarse de que estaba en casa.
– ¿Hola? -respondió el hombre.
Bell se identificó.
– ¿Ella está bien? -preguntó el tío.
– Está bien. Vamos a volver. ¿Todo bien por allí?
– Sí, señor. Todo bien.
– ¿Ha tenido noticias de los padres de Geneva?
– ¿Su familia? Sí, mi hermano me llamó desde el aeropuerto. Debió de haber algún retraso. Pero salen de un momento a otro.
Rhyme solía viajar a Londres para consultar a Scotland Yard y otros departamentos de policía europeos. Antes, viajar al exterior no era más complicado que ir a California o a Chicago. Pero ya no era lo mismo. «Bienvenidos al mundo de los viajes internacionales después del 11 de septiembre», pensó. Le molestaba que estuviera llevándoles tanto tiempo a sus padres volver a casa. Geneva era la joven más madura que había conocido, pero de cualquier manera era una chica y debía estar con sus padres.
Sonó la radio de Bell, y Luis Martínez dijo con ruido de interferencias:
– Estoy en la calle, jefe. Tengo el coche ante mí, con la puerta abierta.
Bell cortó y se dirigió a Geneva.
– En cuanto esté usted lista, señorita.
– Aquí está -dijo Jon Earle Wilson a Thompson Boyd, que estaba sentado en un restaurante del sur de Manhattan, en la calle Broad.
El tipo, blanco y delgado, con un corte de cabello estilo años ochenta, vestido con vaqueros beige no muy limpios, le dio a Boyd la bolsa de las compras, y éste miró su contenido.
Wilson se sentó en la silla que estaba frente a él. Boyd seguía estudiando la bolsa. En su interior había una gran caja de UPS. Y a su lado otra bolsa más pequeña. De Dunkin Donuts, aunque lo que había dentro no eran precisamente pastelitos. Wilson usaba estas bolsas porque venían un poco enceradas y eran resistentes a la humedad.
– ¿Vamos a comer? -preguntó Wilson. Vio pasar una ensalada. Estaba hambriento. Aunque solía encontrarse con Thompson Boyd en cafés o restaurantes, nunca habían comido juntos. La comida preferida de Wilson era pizza con refrescos, y solía tomarla en su apartamento de una habitación, atestado de herramientas y cables y chips de ordenador. Pero le pareció que, después de todo lo que él hacía por Boyd, el tipo podía invitarle a un puñetero sándwich o algo así.
Pero el asesino dijo:
– Tengo que marcharme dentro de unos minutos.
El asesino tenía delante un plato de brochetas de cordero a medio comer. Wilson se preguntó si se las ofrecería. Boyd no lo hizo. Le sonrió a la camarera cuando vino a recogerlo. Boyd sonriendo: eso sí que era nuevo. Wilson nunca le había visto sonreír (aunque tuvo que reconocer que era una sonrisa francamente extraña).
Wilson preguntó, mirando la bolsa:
– Pesa, ¿eh? -Tenía un brillo de orgullo en los ojos.
– Sí.
– Me imaginé que te iba a gustar. -Estaba orgulloso de lo que había hecho, y un poco ofendido de que Boyd no reaccionara de un modo apropiado.
– ¿Y cómo va todo? -preguntó Wilson.
– Va.
– ¿Todo bien?
– Un poco atrasado. Por eso… -Movió la cabeza hacia la bolsa y no dijo nada más. Boyd silbó bajito, tratando de seguir la melodía de una música étnica que salía del altavoz que estaba encima de ellos. Era extraña esa música. Cítaras o algo así, de la India o Pakistán o un lugar de ésos. Pero Boyd entonaba bastante bien. Matar gente y silbar; las dos cosas que sabía hacer ese hombre.
A la chica del mostrador se le cayó una bandeja de platos en el carrito, haciendo un ruido terrible. Mientras los comensales se daban la vuelta para mirar, Wilson sintió algo en la pierna bajo la mesa. Tocó el sobre y se lo metió en el bolsillo de sus pantalones de campana. Parecía extrañamente delgado para contener cinco mil dólares. Pero Wilson sabía que allí estaba todo. Una cosa que había que reconocer de Boyd: pagaba lo que debía y a su debido tiempo.
Pasó un momento. Entonces no iban a comer juntos. Estaban sentados, Boyd tomaba té y Wilson pasaba hambre. Aunque Boyd tenía que irse dentro de «unos minutos».
¿Qué estaba ocurriendo?
Entonces obtuvo la respuesta. Boyd echó un vistazo a través de la ventana y vio una furgoneta blanca, estropeada, sin distintivos, que disminuía la velocidad y doblaba metiéndose por el callejón que llevaba al fondo del restaurante. Wilson pudo ver al conductor, un hombre pequeño con una camisa marrón claro y barba.
Los ojos de Boyd la siguieron atentamente. Cuando la furgoneta desapareció en el callejón, él se levantó, llevándose la bolsa de las compras. Dejó dinero sobre la mesa para pagar su cuenta, saludó a Wilson con un movimiento de la cabeza. Se dirigió hacia la puerta. Se detuvo y giró sobre sus talones.
– ¿Te he dado las gracias?
Wilson pestañeó.
– ¿Que si me…?
– ¿Te he dado las gracias? -Movió la cabeza en dirección a la bolsa.
– Bueno… no. -Thompson Boyd sonriendo y dando las gracias a la gente. Debe de haber luna llena.
– Te lo agradezco -dijo el asesino-. Tu duro trabajo, quiero decir. De verdad. -Las palabras salieron de su boca como si fuera un mal actor. Eso también era extraño: le guiñó un ojo a la chica del mostrador y atravesó la puerta hacia las calles bulliciosas del distrito financiero, doblando para meterse en el callejón y dirigirse al fondo del restaurante, llevando la pesada bolsa.
En la calle 118, Roland Bell dejó su nuevo Crown Victoria delante del edificio de Geneva.
Barbe Lynch saludó con un movimiento de cabeza desde su puesto de guardia: el Chevy Malibú que les había devuelto Bell. Éste hizo entrar a Geneva en el edificio, a toda prisa, y ambos subieron las escaleras hasta la vivienda, donde el tío dio un gran abrazo a su sobrina y le estrechó nuevamente la mano a Bell, agradeciéndole que cuidara de la chica. Dijo que iba a buscar algunas cosillas a la tienda de ultramarinos, y salió.
Geneva se fue a su dormitorio. Bell se acercó a echar un vistazo y la vio sentada en la cama. Ella abrió su mochila y revolvió su contenido.
– ¿Hay algo que pueda hacer por usted, señorita? ¿Tiene hambre?
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