Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– Estoy bastante cansada. Creo que me pondré a hacer los deberes. A lo mejor me echo una siesta.

– Ésa es una buena idea después de todo lo que ha pasado.

– ¿Cómo está el oficial Pulaski? -preguntó Geneva.

– He hablado antes con su jefe. Sigue inconsciente. No saben cómo evolucionará. Ojalá pudiera decirle algo distinto, pero así están las cosas. Luego pasaré a verle.

La joven sacó un libro y se lo dio a Bell.

– ¿Podría darle esto?

El detective lo cogió.

– Claro que se lo daré… Pero, aunque despierte, no sé si se encontrará en condiciones para leer.

– Esperemos lo mejor. Si se despierta, quizá alguien pueda leérselo. Podría ayudarle. A veces ayuda escuchar una historia. Ah, y dígale a él o a su familia que dentro hay un amuleto de la buena suerte.

– Es muy amable por su parte. -Bell cerró la puerta y se dirigió a la sala para llamar a los chicos y decirles que no tardaría mucho en volver a casa. Se comunicó con los otros guardias del equipo BPCT, los cuales le dijeron que el dispositivo de seguridad estaba en orden.

Se instaló en la sala, con la esperanza de que el tío de Geneva estuviera haciendo una buena compra. Esa pobre sobrina suya necesitaba un poco más de carne en los huesos.

De camino hacia el apartamento de Geneva Settle, Alonzo Jackson caminaba despacio por uno de los pasajes angostos que separaban los edificios de piedra rojiza del oeste de Harlem.

Sin embargo, en ese momento en particular no era Jax el ex convicto cojo, el rey del graffiti que pintaba con sangre, el del antiguo Harlem. Era un tipo medio chiflado, sin hogar, sin nombre, con unos vaqueros sucios y una sudadera gris, que empujaba un carrito de supermercado robado en el que había papeles de periódicos por valor de cinco dólares, atados en un fajo. Y un montón de cajas vacías que había cogido de un cubo de basura reciclable. Tenía serias dudas de que alguien le creyera el disfraz al verle de cerca. Estaba un poco demasiado limpio para ser el típico indigente, pero eran pocas las personas a las que tenía que engañar. Por ejemplo, a los policías que estaban todo el tiempo con Geneva Settle.

Iba por los callejones, cruzando las calles. Estaba como a tres manzanas de la puerta trasera del edificio que le había señalado el pobre infeliz de Kevin Cheaney.

Demonios, qué lugar tan bonito.

Volvió a sentirse una mierda al pensar en cómo se habían esfumado sus propios planes de tener una familia.

Señor, tengo que hablar con usted. Lo siento. El bebé… no pudimos salvarle.

¿Era niño?

Lo siento, señor. Hemos hecho lo que hemos podido, se lo juro, pero…

Era niño

Trató de apartar de sí esos pensamientos. Peleándose con una rueda estropeada, que hacía que el carrito se fuera hacia la izquierda, hablando consigo mismo, Jax se movía despacio pero con determinación, pensando: «Qué gracioso sería que me trincaran por robar un carrito de supermercado». Pero luego pensó que en realidad no, no sería tan divertido. Un policía podría ir detrás de él por algo tan nimio como eso, y encontrarle el arma. Entonces le identificarían y acabaría otra vez en Buffalo. O en algún lugar peor.

Traqueteo, traqueteo. El callejón lleno de basura era un infierno para la rueda rota del carrito. Se esforzaba en mantenerlo derecho. Pero tenía que seguir por ese oscuro cañón. Acercarse a una casa bonita por la acera, en aquella elegante zona de Harlem, sería demasiado sospechoso. En el callejón, en cambio, estar empujando un carrito no parecía tan descabellado. La gente rica arroja más envases vacíos que la gente pobre. Y aquí la basura era de mucha mejor calidad. Naturalmente, un indigente vendría a gorronear más al oeste de Harlem que a la zona central.

¿Cuánto faltaba?

Jax, el indigente, miró hacia arriba, entornando los ojos. Dos calles hasta el apartamento de la chica.

Ya casi estaba allí. Ya casi estaba hecho.

Sentía una comezón.

En el caso de Lincoln Rhyme eso podía ser literal: tenía sensibilidad en el cuello, los hombros y la cabeza y, de hecho, ésas eran sensaciones normales, que nada tenían que ver con su discapacidad; era algo saludable, aunque no le gustara nada. Para un tetrapléjico, no poder rascarse la comezón era la cosa más jodida y frustrante del mundo.

Pero ésta era una comezón en sentido figurado.

Algo no iba bien. ¿Qué sería?

Thom le hizo una pregunta. No le prestó atención.

– ¿Lincoln?

– Estoy pensando. ¿No lo ves?

– No. Eso pasa por dentro -respondió su ayudante.

– Bueno, silencio.

¿Cuál era el problema?

Más miradas exhaustivas a las tablas de pruebas, al perfil, a las viejas cartas y recortes, a la expresión extraña del hombre colgado… Pero la comezón parecía no tener nada que ver con las pruebas.

Y entonces, supuso que sería mejor hacer caso omiso de ella.

Volver a…

Rhyme ladeó la cabeza. Estaba al borde de un pensamiento. Se le escapó.

Era alguna anomalía. Palabras que alguien había dicho y que no encajaban.

– ¡Maldita sea! -gritó-. El tío.

– ¿Qué? -preguntó Mel Cooper.

– Dios. ¡El tío de Geneva!

– ¿Qué pasa con él?

– Geneva dijo que era el hermano de su madre.

– ¿Y?

– Cuando hablamos con él, dijo que había hablado con su hermano.

– Quizás quiso decir con su hermano político.

– Si hubiera querido decir eso, habría dicho eso… Comando: llamar a Bell.

Sonó el teléfono, y el detective respondió al primer tono de llamada de su móvil, un tono que indicaba que la llamada era de la casa de Lincoln Rhyme.

– Aquí Bell.

– Roland, ¿estás en casa de Geneva?

– Sí.

– Estarás usando el manos libres, ¿verdad?

– No, adelante. -Instintivamente, el detective se abrió la americana y destrabó la correa que sujetaba la mayor de sus dos pistolas. Su voz se mostraba firme, igual que su mano, aunque su corazón se aceleró un par de latidos.

– ¿Dónde está Geneva?

– En su habitación.

– ¿Y el tío?

– No lo sé. Acaba de ir a hacer la compra.

– Escucha. El tío inventó la historia de cómo están emparentados. Dijo que era hermano del padre de Geneva. Y ella había dicho que era hermano de su madre.

– Maldición. Es un doble.

– Ve con Geneva y quédate con ella hasta que solucionemos esto. Voy a enviar a otro par de coches patrulla.

Bell se dirigió rápidamente hacia el dormitorio de la chica. Llamó, pero no hubo respuesta.

Ahora el corazón le latía vertiginosamente. Desenfundó su Beretta.

– ¡Geneva!

Nada.

– Roland -dijo Rhyme- ¿qué está ocurriendo?

– Un momento -susurró el detective.

Se agachó, poniéndose en posición de tiro, empujó la puerta y, levantando el arma, dio un paso.

La habitación estaba vacía. Geneva Settle había desaparecido.

CAPÍTULO 25

Central, tenemos un diez veintinueve, posible rapto. -Arrastrando las palabras con su acento perezoso, Bell repitió el inquietante mensaje y dio su dirección. Y añadió-: La víctima es una mujer negra, dieciséis años, un metro cincuenta y cinco, cuarenta y ocho kilos. El sospechoso es un varón negro, corpulento, entre cuarenta y cuarenta y cinco, cabello corto.

– Entendido. Unidades en camino. K.

Mientras bajaba a toda prisa las escaleras, Bell se puso la radio al cinturón y envió a Martínez y a Lynch a revisar el edificio. La fachada del edificio había estado bajo la vigilancia de Lynch, mientras que Martínez había vigilado el tejado. Pero ellos suponían que SD 109 o su cómplice vendrían hacia el edificio, no que salieran de él. Martínez creyó haber visto a una chica y a un hombre, que podría haber sido el tío, alejándose del edificio, hacía unos tres minutos. No les había prestado atención.

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