Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– De ahí el empleo -dijo Rhyme, mirando el uniforme.

– De ahí el empleo. Alguien me puso en contacto con un tipo que falsifica carnés de conducir. Según el mío tengo dieciocho años. -Una risa-. No los aparento, ya lo sé. Pero solicité el trabajo en un lugar donde el jefe es un tipo mayor y blanco. No tiene ni idea de qué edad tengo. He trabajado siempre en el mismo lugar. Nunca he faltado a mi turno. Hasta hoy. -Un suspiro-. Mi jefe se enterará. Tendrá que despedirme. Mierda. Y perdí mi otro trabajo la semana pasada.

– ¿Tenías dos empleos?

La chica asintió con la cabeza.

– Limpiaba graffitis. Están llevando a cabo la rehabilitación de Harlem. Por todas partes. Algunas compañías de seguros o de negocios inmobiliarios limpian edificios viejos y los alquilan por un montón de dinero. El personal contrató a algunos chicos para limpiar paredes. Era mucho dinero. Pero me despidieron.

– ¿Por ser menor de edad? -preguntó Sachs.

– No. Porque vi a unos obreros, tres tipos blancos corpulentos, que trabajaban para una compañía de bienes inmuebles. Estaban molestando a una pareja que llevaba toda la vida viviendo en ese edificio. Les pedí que dejaran de hacerlo o llamaría a la policía… -Se encogió de hombros-. Me despidieron. Llamé a la policía, pero no les hicieron mucho caso… Así es como le pagan a una por hacer el bien.

– Y por eso no querías que la señora Barton, la orientadora, te ayudara -dijo Bell.

– Si se entera de que no tengo casa… terminaría con el culo en un orfanato. -Se estremeció-. ¡Estaba tan cerca! Podría haberlo logrado. Un año y medio más y me habría ido. Estaría en Harvard o en Vassar. Entonces ayer aparece ese tipo en el museo y me lo estropea todo. -Geneva se puso de pie y se acercó a la pizarra en la que estaba la información sobre Charles Singleton. La miró-. Por eso escribía sobre él. Tenía que averiguar que era inocente. Quería que fuera un buen tipo, un buen marido y un buen padre. Esas cartas son maravillosas. Escribía tan bien… todas esas palabras. Hasta su letra era bonita. -Agregó sin aliento-: Y fue un héroe de la guerra civil y daba clases a los niños y salvó a los huérfanos de los rebeldes que se rebelaron contra la llamada a filas. De pronto me encontré con que, después de todo, tenía un pariente que era bueno. Que era inteligente, que conocía a personas famosas. Yo quería que él fuera alguien a quien yo pudiera admirar, no como mi padre o mi madre.

Luis Martínez asomó la cabeza por la puerta.

– Lo hemos verificado. Nombre y dirección correctas. No tiene antecedentes penales. No hay órdenes de búsqueda. -Había comprobado el nombre del falso tío. A esas alturas Rhyme y Bell no confiaban en nadie.

– Debes de sentirte muy sola -dijo Sachs.

Una pausa.

– A veces mi padre me llevaba a la iglesia, antes de marcharse. Recuerdo una canción gospel. Era nuestra preferida. Se titula No tengo tiempo para morir . Así es mi vida. No tengo tiempo para sentirme sola.

Pero a aquellas alturas Rhyme conocía bastante bien a Geneva. La chica estaba fingiendo.

– Así que tienes un secreto, al igual que tu ancestro. ¿Quién conoce el tuyo? -preguntó Rhyme.

– Keesh. El portero y su esposa. Sólo ellos. -Miró a Rhyme fijamente, desafiante-. Me va a entregar, ¿verdad?

– No puedes vivir sola -dijo Sachs.

– He vivido sola durante dos años -respondió irritada-. Tengo mis libros, el instituto. No necesito nada más.

– Pero…

– No. Si me descubren, todo se irá al traste. -Con voz enmudecida, como si le costase mucho pronunciar las palabras, añadió-: Por favor.

Un momento de silencio. Sachs y Sellitto miraban a Rhyme, la única persona en la habitación que no necesitaba rendir cuentas a los jefes ni a las normas de la ciudad.

– No hace falta que tomemos una decisión ahora mismo. Estamos muy ocupados con el asunto de nuestro sujeto. Pero creo que deberías quedarte aquí, no en el apartamento secreto. -Dirigió una mirada a Thom-. Creo que podemos hacerle un sitio en el piso de arriba, ¿no?

– Claro que sí.

– Preferiría… -empezó a decir la chica.

– Me temo que esta vez voy a tener que insistir -replicó Rhyme, sonriendo.

– Pero mi empleo… No puedo permitirme el lujo de perderlo.

– Yo me encargo de eso. -Rhyme le pidió el número de teléfono y llamó a su jefe en el McDonald's, le contó en términos generales lo de la agresión, y le dijo que Geneva iba a faltar al trabajo unos días. El jefe mostró un sincero interés y dijo que Geneva era su empleada más diligente. Que se tomara todo el tiempo que fuera necesario y que estuviera segura de que el empleo la estaría esperando cuando regresara.

– Es la mejor empleada que tenemos -dijo el hombre por el altavoz-. Es una adolescente más responsable que la mayoría de las personas que le doblan la edad. Eso no se ve con mucha frecuencia.

Rhyme y Geneva compartieron una sonrisa y desconectaron la llamada. En ese momento sonó el timbre. Bell y Sachs inmediatamente se pusieron alerta, las manos deslizándose hacia sus pistolas. Rhyme notó que Sellitto aún parecía asustado, pero aunque éste bajó la vista hacia su arma, no movió la mano. Siguió con los dedos en la mejilla, frotándola suavemente, como si con el gesto pudiera hacer aparecer un geniecillo que le trajera calma a su corazón apesadumbrado.

Thom apareció en la puerta.

– Hay una tal señora Barton, del instituto. Ha venido a traer una copia del vídeo de seguridad -dijo a Bell.

La chica movió la cabeza, consternada.

– No -susurró.

– Hazla pasar -dijo Rhyme.

Entró una mujer afroamericana de gran porte, que llevaba un vestido morado. Bell la presentó. Saludó a todos con un movimiento de cabeza y, como la mayoría de los orientadores que había conocido Rhyme, no reaccionó ante su condición de minusválido.

– Hola, Geneva -saludó la mujer.

La chica hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Su rostro, una máscara. Rhyme pudo deducir que estaba pensando en la amenaza que la mujer representaba para ella: Alabama rural u hogar de acogida.

– ¿Qué tal estás? -añadió la señora Barton.

– Muy bien, gracias -dijo la chica con una gentileza poco común en ella.

– Esto debe de ser muy difícil para ti -dijo la mujer.

– He estado mejor. -Geneva intentó reír. La risa le salió sin gracia. Miró a la mujer y luego desvió la mirada.

– He hablado con media docena de personas acerca de ese hombre que se metió ayer en el patio. Sólo dos o tres recuerdan haber visto a alguien. No supieron describirle. Excepto que era negro, vestía una chaqueta verde y zapatos viejos de trabajo -explicó la orientadora.

– Eso es nuevo -dijo Rhyme-. Los zapatos. -Thom lo escribió en la pizarra.

– Y aquí está el vídeo de nuestro departamento de seguridad. -Le entregó una cinta a Cooper, que la puso en un vídeo y presionó el botón de reproducción.

Rhyme acercó su silla a la pantalla, y notó una tirantez en el cuello debido a la tensión con que examinaba las imágenes.

La cinta no resultó de gran ayuda. La cámara mostraba sobre todo el patio del instituto, no las aceras ni las calles de alrededor. En la periferia podían verse vagamente las imágenes de los que pasaban por ahí, pero nada que llamara la atención. Sin muchas esperanzas de encontrar algo, Rhyme ordenó a Cooper que enviara la cinta al laboratorio de Queens para ver si podían mejorar las imágenes digitalmente. El técnico rellenó el impreso de autorización de custodia y empaquetó la cinta. Luego llamó para que vinieran a recogerla.

Bell agradeció a la mujer su ayuda.

– Cualquier cosa que necesiten… -Se interrumpió y miró a la chica-. Pero realmente tendría que hablar con tus padres, Geneva.

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