Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– Para construir un edificio como éste en aquel entonces no se excavaba ni se enterraban pilares. Se cavaba el perímetro para hacer los cimientos, se vertía hormigón, y encima se levantaban las paredes. Ése era el sostén de carga. Los sótanos tenían suelo de tierra. Pero los procedimientos de construcción cambiaron. En algún momento, a principios de siglo, debieron de poner un suelo de hormigón. Pero ese suelo tampoco cumplía una función estructural. Se pondría por cuestiones de higiene y seguridad. De manera que los constructores tampoco excavaron para hacerlo.

– Entonces, lo que resulta afortunado es que cualquier cosa que hubiera ahí debajo en 1860, aún podría seguir ahí -dijo Sachs.

Oculta para siempre

– Así es.

– Y la parte no tan afortunada es que está bajo hormigón.

– Exacto.

– ¿A unos cincuenta centímetros de profundidad?

– Quizá menos.

Sachs rodeó el edificio, que era mugriento y feo, aunque ella sabía que el alquiler de un apartamento ahí tenía que ser de unos cuatro mil dólares al mes. Había una entrada de servicio en la parte posterior que conducía al sótano.

Estaba volviendo hacia la fachada de la estructura cuando sonó su móvil.

– Detective Sachs.

Del otro lado de la línea estaba Lon Sellitto. Había averiguado cómo se llamaba el dueño del edificio, un empresario que vivía a unas pocas calles de allí. El hombre iba de camino al edificio para que pudieran entrar. Unos segundos después Rhyme se puso al teléfono y Sachs le contó lo que le había dicho Yu.

– Buena suerte, mala suerte -dijo, y era evidente que estaba poniendo mala cara-. Bien, he enviado allí una unidad de registro y vigilancia con un radar de penetración de superficies y un equipo de ultrasonidos.

Justo en ese momento llegó el dueño del edificio. Un hombre bajo, calvo, de traje, la camisa sin abotonar. Sachs cortó la llamada del móvil con Rhyme y le explicó rápidamente al hombre lo que necesitaban examinar en el sótano. Él la miró de arriba a abajo, receloso, y luego abrió la puerta del sótano, se apartó a un lado y cruzó los brazos, cerca de Vegas . Daba la impresión de que no le había caído muy bien al perro policía.

Llegó un Chevy Blazer, aparcó, y descendieron tres miembros de la unidad de registro y vigilancia del Departamento de Policía de Nueva York. Un oficial de RYV era una especie de poli, ingeniero y científico a la vez, cuyo trabajo consistía en dar apoyo a las fuerzas tácticas, localizando criminales y víctimas en el escenario del crimen por medio de la utilización de telescopios, equipos de visión nocturna, sistemas infrarrojos, micrófonos y otros dispositivos. Saludaron con un movimiento de cabeza a los técnicos de la USU, y bajaron del coche unas maltrechas maletas negras, bastante parecidas a las que usaba Sachs en sus investigaciones. El dueño los miró con desconfianza.

Los oficiales de RYV bajaron al sótano, húmedo y frío, que olía a moho y queroseno, seguidos de Sachs y el dueño. Enchufaron en sus artefactos informatizados unas sondas que se parecían a los tubos y accesorios de una aspiradora.

– ¿El área entera? -preguntó uno a Sachs.

– Sí.

– No dañarán nada, ¿verdad? -preguntó el dueño.

– No, señor -respondió un técnico.

Comenzaron a trabajar. Los hombres decidieron usar en primer lugar el radar de penetración de superficies. El RPS envía ondas de radio que reciben información sobre los objetos con los que éstas se topan en el camino, al igual que el radar tradicional de los barcos y aviones. La única diferencia es que el RPS puede atravesar objetos tales como la tierra y los escombros. Es tan veloz como la luz, y a diferencia del ultrasonido, no necesita estar en contacto con la superficie para obtener una lectura.

Escanearon el suelo durante una hora, presionando los botones de los ordenadores y haciendo anotaciones, mientras Sachs permanecía parada a un lado, intentando no dar golpecitos de impaciencia con el pie, pues se imaginaba que eso podría interferir en las lecturas de los instrumentos.

Después de peinar el suelo con el radar, el equipo consultó la pantalla del ordenador del dispositivo, y luego, basándose en lo observado, recorrieron nuevamente el lugar, apoyando contra el suelo el sensor de ultrasonido en media docena de zonas relevantes, de acuerdo con los datos recogidos previamente.

Cuando terminaron, llamaron a Sachs y a Yu para que se acercaran al ordenador, y les mostraron algunas imágenes. A Sachs le resultó imposible interpretar lo que se veía en la pantalla verde grisácea. Estaba llena de manchas y rayas, muchas de las cuales tenían a un lado pequeñas ventanas llenas de números y letras indescifrables.

– La mayoría de estas cosas son las que uno esperaría en un edificio de esta antigüedad. Canto rodado, un lecho de grava, madera podrida. Eso es un fragmento de cloaca -dijo uno de los técnicos señalando una zona de la pantalla.

– Hay una servidumbre de un canal de desagüe que comunica con el desagüe principal que va al Hudson -dijo Yu-. Debe de ser eso.

El dueño se inclinó por encima de su hombro.

– ¿Me permite, señor? -dijo Sachs refunfuñando. El hombre se alejó de mala gana.

El técnico meneó la cabeza.

– Pero aquí… -Señaló un punto junto a la pared del fondo-. Tenemos una señal pero de algo sin identificar.

– ¿Una… qué?

– Cuando el ordenador se topa con algo que ha visto antes, sugiere lo que puede ser. Pero esto ha dado negativo.

Sachs solo veía un área menos oscura en la pantalla oscura.

– Así que aplicamos el sondeo por ultrasonidos y esto es lo que obtenemos.

Su compañero tecleó una orden y apareció otra pantalla más clara, con una imagen más nítida: un anillo irregular, dentro del cual había un objeto redondo y opaco del que parecía salir un hilo o algo así. Llenando el anillo, en el espacio que quedaba debajo del objeto más pequeño, había algo que parecía ser un montón de palos o tablas, puede que, se figuró Sachs, una caja fuerte rota por el paso del tiempo.

– El anillo exterior tiene como sesenta centímetros de diámetro. El interior es tridimensional, una esfera. Como de veinte o veinticinco centímetros de diámetro -dijo un oficial.

– ¿Está cerca de la superficie?

– La losa está a unos veinte centímetros de profundidad, y esa cosa se encuentra unos quince o veinte centímetros más abajo.

– ¿Exactamente dónde?

El hombre miró la pantalla del ordenador, luego el suelo, y luego otra vez la pantalla. Dio unos pasos hasta quedar junto a la pared del fondo del sótano, cerca de la puerta que llevaba al exterior.

Hizo una marca con tiza en el suelo. El objeto estaba justo contra la pared. Quienquiera que hubiera levantado la pared había pasado a sólo unos centímetros.

– Supongo que era un aljibe o una cisterna. Quizá una chimenea.

– ¿Qué se necesitaría para atravesar el hormigón? -preguntó Sachs a Yu.

– Mi permiso -dijo el dueño-. Y no van a obtenerlo. No van a romper el suelo.

– Señor -dijo Sachs con paciencia-, éste es un asunto policial.

– Sea lo que sea, es mío.

– No es una cuestión de propiedad. Puede ser relevante en una investigación policial.

– Bueno, tendrán que conseguir una orden judicial. Soy abogado. Ustedes no van a romperme el suelo.

– Es realmente importante que sepamos de qué se trata.

– ¿Importante, por qué?

– Tiene que ver con un caso penal de hace unos años.

– ¿Unos años? -preguntó el hombre, dándose cuenta de lo débil que era la posición de Sachs-. ¿Cuántos son unos años? -Probablemente era un buen abogado.

Si se miente a gente como ésta, la mentira se termina volviendo contra uno.

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