Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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La pala hizo un ruido al chocar contra algo. Quitó con las manos un poco de tierra, y se encontró ante una pared redondeada de ladrillos, muy vieja, la argamasa toscamente extendida entre los ladrillos.

– Aquí hay algo. El lateral de la cisterna.

La tierra de los bordes del túnel se escurría hacia el suelo. Eso la asustó más que si le hubiera saltado una rata en el muslo. Le vino rápidamente una imagen a la mente: no podía moverse mientras la tierra la inundaba, le aplastaba el pecho, le llenaba la boca y la nariz. Ahogarse con tierra…

«Vale, chica, relájate». Sachs inspiró profundamente varias veces. Sacó más tierra. Sobre sus rodillas cayeron un par de decímetros cúbicos, o poco más.

– ¿No cree que tendríamos que apuntalar esto? – preguntó a Yu.

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– Estoy hablando con el ingeniero.

– Lo más probable es que resista. La tierra está lo suficientemente húmeda como para que se mantenga compacta -gritó Yu.

Lo más probable .

El ingeniero prosiguió:

– Si quiere, podemos hacerlo. Pero nos llevará un par de horas construir el armazón.

– Olvídelo -le gritó. Y dijo por la radio-: ¿Lincoln?

Hubo un silencio.

Se sobresaltó: se dio cuenta que le había llamado por su nombre de pila. Ninguno de los dos era supersticioso, pero había una regla que respetaban: usar sus nombres de pila en el trabajo traía mala suerte.

La vacilación le indicó que él también se había dado cuenta de que ella había roto la regla.

– Adelante -dijo finalmente.

Por los lados del túnel volvían a resbalar grava y tierra seca, que le salpicaron los hombros y el cuello. Cayeron sobre el traje Tyvek, que amplificó los ruidos. Ella dio un salto hacia atrás, pensando que las paredes se caían. Una bocanada de aire.

– Sachs, ¿estás bien?

Miró a su alrededor. Las paredes resistían.

– Estoy perfectamente. -Siguió extrayendo tierra de la cisterna redonda de ladrillo. Con el pico quitó la argamasa. Le preguntó a Rhyme-: ¿Alguna otra idea de qué puede haber dentro? -El objetivo principal de la pregunta era el consuelo de escuchar su voz.

Una esfera .

– Ni idea.

Un golpe demoledor con el pico. Se salió un ladrillo. Luego dos. La tierra se volcó desde el interior del aljibe y le cubrió las rodillas.

«Maldita sea, odio esto».

Más ladrillos, más arena y piedrecitas y tierra. Se detuvo, se sacudió el pesado cúmulo que tenía sobre las piernas -estaba de rodillas- y volvió a su tarea.

– ¿Cómo vas? -preguntó Rhyme.

– Aguantando -respondió ella en voz baja, y quitó algunos ladrillos más. Había ya unos diez en el suelo. Giró la cabeza e iluminó lo que estaba detrás de los ladrillos: una pared de tierra negra, cenizas, pedacitos de carbón y restos de madera.

Comenzó a excavar la densa tierra seca que había dentro de la cisterna. Esta maldita tierra no era en absoluto compacta, pensó, mientras veía deslizarse los hilos de agua rojiza, que brillaban a la luz de su casco.

– ¡Sachs! -gritó Rhyme-. ¡Detente!

La mujer sofocó un grito.

– ¿Qué…?

– Acabo de revisar la historia del incendio. Aquí pone que hubo una explosión en el sótano de la taberna. En aquel entonces las granadas eran esferas con mechas. Charles debió de llevar dos. Eso es la esfera de la cisterna. Estás justo al lado de la que no explotó. La bomba podría ser tan inestable como la nitroglicerina. Era eso lo que el perro percibía, ¡los explosivos! ¡Sal de allí inmediatamente!

Se aferró a un lateral del pozo para ponerse de pie.

Pero el ladrillo al que se había agarrado se soltó de repente, y se cayó de espaldas mientras una avalancha de tierra seca del interior de la cisterna caía hacia dentro del túnel. Piedras, grava y tierra fluían a su alrededor, atrapándole las piernas flexionadas y acalambradas, y esparciéndose rápidamente hacia su pecho y su rostro.

Gritó e intentó desesperadamente ponerse de pie. Pero no pudo. La avalancha le había llegado a los brazos.

– Sa… -Oyó la voz de Rhyme en el momento en que la tierra arrancó el cable del auricular de la radio.

Sobre su cuerpo cayó más y más tierra; Sachs quedó inmovilizada bajo el peso agobiante que subía como una inundación de agua, sin que ella pudiera hacer nada.

Luego volvió a gritar, cuando la esfera, arrastrada por la corriente de tierra, cayó desde el agujero en la pared de ladrillos y rodó hasta quedar junto a su cuerpo paralizado.

Jax estaba fuera de su zona.

Había dejado atrás Harlem. Tanto el barrio como el estado de ánimo. Había dejado atrás los solares llenos de botellas de whisky, las tabernas clandestinas, los carteles descoloridos por el tiempo, de lejía Red Devil, que los negros usaban en la época de Malcolm X para plancharse el pelo. Había dejado atrás las pretensiones adolescentes de convertirse en rapero y las bandas de percusionistas del parque Marcus Gavey, los puestos de venta de juguetes y sandalias y bisutería y tapices de telas kente . Había dejado atrás los nuevos proyectos de rehabilitación de edificios, los autobuses turísticos.

Ahora estaba en uno de los pocos lugares que nunca había bombardeado con su Jax 157 , donde nunca había pintado las paredes. La parte elegante de Central Park West.

Mirando el edificio en donde estaba Geneva Settle en aquel momento.

Tras el incidente en el callejón, cerca de la casa de la chica, en la calle 118, con Geneva y el tipo del coche gris, Jax había saltado a un taxi y había seguido hasta allí a los coches patrulla. No sabía qué pensar de ese lugar: dos coches de la policía en el frente y, desde las escaleras hasta la acera, una rampa, como las que se hacen para la gente que usa sillas de ruedas.

Cojeando lentamente por el parque, estudió el edificio. ¿Qué hacía la chica allí dentro? Trató de ver el interior. Pero las persianas estaban cerradas.

Llegó otro coche, un Crown Vic de ésos que la policía usa mucho, y descendieron dos agentes que llevaban una maleta barata, cerrada con cinta, y cajas de libros. Probablemente de Geneva, imaginó. La chica se estaba mudando.

Esa protección aún más extrema le desalentaba.

Se metió entre los arbustos para ver mejor por la puerta abierta, pero justo en ese momento pasó otro coche de policía, lentamente. Parecía que el madero que iba en él estaba vigilando el parque, al igual que la acera. Jax memorizó el número del edificio, dio media vuelta y desapareció en el parque. Se dirigió al norte, caminando de regreso hacia Harlem.

Notaba el arma que llevaba en el calcetín, notaba que el oficial de su libertad condicional, a trescientos kilómetros en dirección norte, tiraba de él, y podría estar pensando en hacerle una visita sorpresa a su apartamento de Buffalo en ese mismo instante. Jax recordó una pregunta que le había hecho Ralph, el príncipe egipcio perpetuamente apoyado en algo: ¿valía la pena correr ese riesgo?

En aquel momento, mientras volvía a casa, reflexionaba sobre todo eso.

Y pensó: ¿había valido la pena, hacía veinte años, arriesgar su vida colgándose de la cornisa de hierro de quince centímetros del paso elevado de la Gran Autopista Central, pintar Jax 157 a diez metros de altura por encima del tráfico que pasaba a cien kilómetros por hora?

¿Había valido la pena, hacía seis años, arriesgarse a cargar un proyectil en una escopeta calibre 12 en medio de una crisis nerviosa y ponerle el cañón en la cara al conductor de un camión blindado, sólo para llevarse esos 50.000 o 60.000 dólares? ¿Hubieran sido suficientes para volver a empezar, para encarrilar su vida?

Y, mierda, sabía que la pregunta de Ralph no era una pregunta sensata, porque sugería que había opciones. Entonces y ahora, no importaba si estaba bien o mal. Alonzo Jackson iba a seguir adelante. Si esto funcionaba, volvería a una vida honrada en Harlem: su hogar, el lugar que para bien o para mal lo había convertido en lo que era, y el lugar que él mismo había ayudado a formar, con sus miles de aerosoles de pintura. Simplemente estaba haciendo lo que tenía que hacer.

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