Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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Una página tras otra, más y más… A veces dudaba, y le preocupaba que se le pasaran por alto esas pocas frases de vital importancia que pudieran arrojar luz sobre el caso. Más de una vez volvía atrás y releía un párrafo o dos que había mirado sin leer realmente. Se estiraba, se removía, se escarbaba las uñas, se rascaba el cuero cabelludo.

Luego volvía a zambullirse en los documentos una vez más. El material que había leído se apilaba sobre la mesa, pero en el bloc de papel que tenía delante no había ni una sola anotación.

Al concentrarse en la historia de Nueva York, Sachs aprendió más sobre Gallows Heights. Fue uno de los seis primeros asentamientos en la parte norte del West Side de Nueva York, que en realidad eran aldeas separadas, como Manhattanville y Vanderwater Heights (ahora Morningside). Gallows Heights se extendía hacia el oeste de la actual Broadway hasta el río Hudson y desde la calle 72 Norte hasta la 86. El nombre databa de la época de la colonia, cuando los holandeses construyeron una horca sobre el cerro, en el centro del asentamiento. Cuando los británicos compraron la tierra, sus verdugos ejecutaron en ese lugar a docenas de brujas, criminales, esclavos rebeldes y colonos, hasta que los distintos centros de justicia y castigo se unificaron en la zona sur de Nueva York.

En 1811, los ingenieros dividieron toda Manhattan en las manzanas que continúan hasta hoy, aunque durante los siguientes cincuenta años, en Gallows Heights (y en gran parte del resto de la ciudad) esas cuadrículas sólo existían sobre el papel. A principios de la década de 1800, las tierras eran un laberinto de caminos rurales, solares vacíos, bosques, cobertizos ocupados ilegalmente, fábricas y diques secos sobre el río Hudson, y unas pocas haciendas elegantes esparcidas por aquí y por allí. A mediados del siglo XIX, Gallows Heights había desarrollado una personalidad múltiple, lo que se reflejaba en el mapa que había encontrado Mel Cooper: las grandes y costosas fincas coexistían con los edificios de apartamentos de la clase obrera y con las casas pequeñas. Poblados de chabolas infestados de bandas se estaban trasladando desde el sur hacia aquí, siguiendo el crecimiento descontrolado de la ciudad. Y tan pícaro como un ladrón callejero, pero a mayor escala y más hábil, William Tweed, el Boss , conducía la máquina política corrupta del Tammany Hall Democratic desde los bares y comedores de Gallows Heights (Tweed estaba obsesionado con sacar provecho del desarrollo del barrio; mediante un ardid típico, el hombre se embolsaba seis mil dólares por la venta a la ciudad de minúsculos terrenos que no valían ni treinta y cinco).

Por supuesto, ahora esa zona era un barrio selecto de la parte norte del West Side, que se contaba entre las más bonitas y prósperas de la ciudad. Los apartamentos costaban miles de dólares al mes. (Y, reflexionó en ese momento la irritada Amelia Sachs en el calabozo de su «pequeño escenario del crimen», el actual Gallows Heights albergaba algunas de las mejores tiendas de delicatessen y algunas de las mejores panaderías especialistas en rosquillas de la ciudad; Amelia todavía no había probado bocado en todo el día).

La densa historia le pasaba por delante, pero no surgía nada relacionado con el caso. Maldición, tendría que estar analizando materiales en el escenario del crimen, o mejor aún, trabajando en las calles buscando el escondite de SD 109, intentando encontrar alguna pista relacionada con dónde vivía, cómo se llamaba.

¿En qué demonios estaba pensando Rhyme?

Finalmente, llegó al último libro del montón. Quinientas páginas, calculó (llegada a ese punto, se estaba volviendo toda una experta). Resultaron ser 504. El índice no reveló nada importante para la investigación. Sachs hojeó las páginas, hasta que no pudo aguantar más. Arrojó el libro a un lado, se puso de pie, se frotó los ojos y se estiró. Comenzaba a afectarle la claustrofobia, debido al ambiente sofocante, dos pisos de subsuelo. El edificio de la fundación había sido rehabilitado y reinaugurado el mes anterior, pero ese lugar era el sótano original de la mansión Sanford, supuso; tenía techos bajos y docenas de columnas y paredes de piedra, lo que hacía que el espacio fuera aún más encerrado.

Eso ya era malo, pero lo peor era estar sentada. Amelia Sachs odiaba quedarse sentada y quieta.

Cuando estás en movimiento no pueden cogerte

¿Así que no hay pequeños escenarios del crimen, Rhyme? Por Dios…

Se dispuso a marcharse.

Pero al llegar a la puerta se detuvo y miró el material, pensando: unas cuantas frases de uno de esos libros antiguos y esos periódicos amarillentos podrían significar la diferencia entre la vida y la muerte para Geneva Settle y para los otros inocentes que SD 109 pudiera matar algún día.

La voz de Rhyme le vino a la mente. Cuando estés haciendo la cuadrícula del lugar en los hechos, buscas una vez, y otra, y cuando terminas, una vez más. Y cuando ya has acabado con eso, buscas otra vez. Y… .

Fijó la vista en el último libro, el que la había vencido. Sachs suspiró, se sentó nuevamente, cogió el libro de 504 páginas y lo leyó como era debido; y luego miró las fotos de las páginas centrales.

Lo cual resultó ser una buena idea.

Se quedó helada al ver una fotografía de la calle 80 Oeste, tomada en 1867. Se rio, leyó el pie y el texto de la página opuesta. Sacó el teléfono móvil de su cinturón y marcó la tecla 1 de la memoria.

– He encontrado lo que es Potters' Field, Rhyme.

Ya sabemos lo que es -le espetó por el micrófono que tenía al lado de la boca-. Es un cementerio en una isla que está…

– No es ese cementerio.

– ¿Es otro cementerio?

– No, no es un cementerio. Era una taberna. En Gallows Heights.

– ¿Una taberna? -Bien, eso era interesante, pensó.

– Estoy mirando la fotografía, o daguerrotipo, o lo que sea. Un bar llamado Potters' Field. Estaba en la calle 80 Oeste.

Entonces habían estado equivocados, pensó Rhyme. Después de todo, no era en la Isla de Hart donde había tenido lugar el encuentro aciago que mencionaba Charles Singleton.

– Y la cosa se pone aún mejor: el lugar fue incendiado. Se sospecha que fue intencional. Los criminales y los móviles, desconocidos.

– ¿Hago bien en suponer que fue el mismo día en que Charles Singleton fue allí, para…? ¿Qué es lo que dijo? ¿Buscar justicia?

– Ajá. El 15 de julio.

Oculta para siempre, bajo arcilla y tierra .

– ¿Alguna otra cosa sobre él o sobre la taberna?

– Aún no.

– Sigue escarbando entre los papeles.

– Por supuesto, Rhyme.

Cortaron la comunicación.

La voz de Sachs había salido por el altavoz; Geneva la había oído.

– ¿Usted cree que Charles quemó ese lugar? -preguntó la joven enojada.

– No necesariamente. Pero una de las causas principales de los incendios intencionales es destruir pruebas. Quizás era eso lo que estaba haciendo Charles, tratando de tapar algo vinculado con el robo.

– Mire la carta… -siguió Geneva-, él está diciendo que el robo fue un plan para inculparle. A estas alturas, ¿todavía no cree que es inocente? -La voz de la chica era suave y firme, sus ojos estaban clavados en los de Rhyme.

El criminalista le devolvió la mirada.

– Sí, lo creo.

Geneva sacudió la cabeza. Sonrió levemente ante la afirmación de Rhyme. Luego miró su maltrecho reloj Swatch.

– Tendría que volver a casa.

Bell temía que el criminal hubiera averiguado dónde vivía Geneva. Había conseguido que asignaran a la chica un apartamento secreto para que se alojara, pero no estaría disponible hasta la noche. Por el momento, él y su equipo de protección deberían permanecer particularmente atentos.

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