Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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La joven aspiró.

– Sí, es éste.

– Jazmín. Creo que es jazmín -dijo Sachs.

– ¡Pongámoslo en la tabla! -exclamó Rhyme.

– ¿Qué tabla? -preguntó Cooper, mirando a su alrededor.

En todos los casos, Rhyme hacía tablas en una pizarra con las pruebas encontradas en el lugar del crimen y los perfiles de los criminales.

– Empezad una -ordenó-. Y habrá que llamarle de alguna manera al tipo en cuestión. A ver, que alguno diga un nombre.

A ninguno se le ocurrió nada; nadie estaba inspirado.

– No hay tiempo para ponerse creativos -dijo Rhyme-. Hoy es 9 de octubre, ¿no? Mes 10, día 9. Así que se llamará Sujeto Desconocido 109. ¡Thom! Necesitamos tu elegante caligrafía.

– No hace falta que me haga la pelota -dijo el asistente al entrar en la habitación trayendo otra cafetera.

– SD 109. Tablas de pruebas y del perfil. Es un hombre blanco. ¿Estatura?

– No lo sé. Para mí todo el mundo es alto. Supongo que un metro ochenta -dijo Geneva.

– Pareces una persona observadora. Ya seguiremos con eso. ¿Peso?

– Ni demasiado grande, ni demasiado pequeño. -La chica se quedó en silencio durante un momento, inquieta-. Más o menos del peso del doctor Barry.

– Digamos unos noventa kilos -aventuró Sellitto-. ¿Edad?

– No lo sé. No le vi la cara.

– ¿Voz?

– No le presté la menor atención. Normal, supongo.

– Y zapatos marrón claro, pantalones oscuros, pasamontañas oscuro. Unos chismes en una bolsa que huele a jazmín. Él también huele a jazmín. Tal vez un jabón o una loción -prosiguió Rhyme.

– ¿Chismes? -preguntó Thom-. ¿Qué quiere decir con eso?

– Chismes para usar en una violación -dijo Geneva. Una mirada a Rhyme-. No necesitan edulcorarme nada, si eso es lo que están haciendo.

– De acuerdo. -Rhyme asintió con la cabeza-. Sigamos. -Se fijó en que el rostro de Sachs se ensombrecía al ver a Cooper coger la bolsa.

– ¿Qué sucede?

– La cara sonriente. En una bolsa que contiene chismes para perpetrar una violación. ¿Qué clase de mamón enfermo haría eso?

Rhyme se quedó perplejo ante el enojo de la mujer.

– Te darás cuenta de que es una buena noticia que haya utilizado eso, ¿no, Sachs?

– ¿Una buena noticia?

– Reduce el número de tiendas que tenemos que buscar. No tan fácil como una bolsa que tuviera impreso un logotipo concreto, pero mejor que un plástico sin nada.

– Supongo que así es -dijo ella, haciendo una mueca de disgusto-. Pero aun así…

Con los guantes de látex puestos, Mel Cooper examinó la bolsa. Primero extrajo la carta de tarot. Representaba un hombre colgado cabeza abajo, de los pies, en un cadalso. Su rostro tenía una expresión de extraña pasividad. No parecía estar sufriendo. Encima de él había un doce en números romanos, XII.

– ¿Significa algo para ti? -le preguntó Rhyme a Geneva.

La chica negó con la cabeza.

– ¿Alguna clase de asunto ritual o de culto? -murmuró Cooper.

– Se me ha ocurrido algo -intervino Sachs. Cogió su teléfono móvil, e hizo una llamada. Rhyme dedujo que la persona a la que había llamado llegaría pronto-. He llamado a una especialista en ese tipo de cartas.

– Bien.

Cooper estudió la carta para ver si contenía huellas, pero no encontró ninguna. Ni tampoco encontró ningún rastro material que fuera de ayuda.

– ¿Qué más había en la bolsa? -preguntó Rhyme.

– Vamos a ver -respondió el técnico-, tenemos un rollo intacto de cinta adhesiva, un cúter, condones Trojan. Nada a lo que se pueda seguir la pista. Y… ¡bingo! -Cooper levantó un pequeño trozo de papel-. Un recibo.

Rhyme acercó su silla de ruedas y lo examinó. No tenía el nombre de la tienda; el recibo se había impreso con una calculadora. La tinta estaba desvaída.

– No nos va a servir de mucho que digamos -dijo Pulaski, y a continuación dio la impresión de estar pensando que él no debería hablar.

«¿Qué estará haciendo él aquí?», se preguntó Rhyme. «Ah, vale. Ayudando a Sellitto».

– Siento discrepar -dijo Rhyme ruidosamente-. Nos servirá de muchísimo. Compró todos los objetos que hay en la bolsa en una única tienda. Se puede comparar el recibo con las pegatinas de los precios; bueno, junto con alguna otra cosa que compró por 5,95 dólares y que no estaba en la bolsa. Tal vez la baraja de tarot. De modo que tenemos una tienda que vende cinta adhesiva, cúters y condones. Tiene que ser un bazar o una de esas tiendas en las que venden comestibles, medicamentos y otras cosas. Sabemos que no es una cadena, porque ni la bolsa ni el recibo tienen logotipo. Y es una tienda barata porque sólo tiene una calculadora, no una máquina registradora electrónica. Y eso sin tener en cuenta los bajos precios. Y la tasa de impuestos nos indica que la tienda está en… -Echó una ojeada al tique y comparó el subtotal con la cifra de impuestos-. Diablos, ¿quién sabe matemáticas? ¿Cuál es el porcentaje?

– Yo tengo una calculadora -dijo Cooper.

Geneva miró el tique.

– Ocho coma seis-dos-cinco.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Sachs.

– Es fácil -dijo la chica.

– Ocho coma seis-dos-cinco -repitió Rhyme-. Eso es la suma del impuesto del Estado de Nueva York más el de la ciudad. Lo que coloca a la tienda en uno de los cinco municipios. -Echó una mirada a Pulaski-. ¿De modo, agente, que todavía cree que no resulta muy revelador?

– Lo he entendido, señor.

– No estoy en activo. No hace falta el «señor». De acuerdo. Anotad todo cuidadosamente y veamos qué podemos encontrar.

– ¿Yo? -preguntó vacilante el novato.

– No. Ellos.

Cooper y Sachs aplicaron toda una variedad de técnicas para extraer huellas de las pruebas: polvo fluorescente, spray Ardrox y cola volátil sobre las superficies lisas, vapor de yodo y ninhidrina sobre las porosas; algunas hacían por sí solas que se vieran las huellas, mientras que otras mostraban los resultados bajo una fuente de luz especial.

Levantando la vista hacia los miembros del equipo, a través de las enormes gafas anaranjadas, el técnico informó:

– Huellas en el recibo, huellas en las mercancías. Son todas iguales. Lo único digno de mención es que son pequeñas, demasiado pequeñas para ser de un hombre de un metro ochenta. Una mujer pequeña o una adolescente; yo diría que la cajera. También veo huellas de grasa. Yo diría que el sujeto se limpió las suyas con un paño.

Así como era difícil quitar la grasa y los restos dejados por dedos humanos, las huellas podían borrarse fácilmente mediante un breve frotado.

– Contrasta lo que hayas obtenido con el AFIS Integrado.

Cooper hizo copias de las huellas y las escaneó. Diez minutos después, el sistema de identificación de huellas dactilares automatizado había verificado que las huellas no pertenecían a nadie que estuviera fichado en las grandes bases de datos de la ciudad, ni del Estado ni federales. Cooper también las envió a algunas de las bases de datos locales que no estaban vinculadas con el sistema del FBI.

– Los zapatos -dijo Rhyme.

Sachs extrajo la impresión electrostática. Las marcas de las pisadas eran irregulares, de modo que los zapatos eran viejos.

– Del número 11 -respondió Cooper.

Había una débil correlación entre el tamaño de los pies y la estructura ósea y la estatura, aunque en los tribunales se consideraba una prueba circunstancial muy endeble. Aun así, el tamaño sugería que Geneva probablemente estaba en lo cierto en su apreciación de la estatura del hombre, alrededor de un metro ochenta.

– ¿Y qué hay de la marca comercial?

Cooper envió la imagen a la base de datos de huellas de pisadas del departamento, y obtuvo una concordancia.

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