Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– Zapatos Bass, de calle. Al menos tienen tres años. Desde entonces ya no se fabrica ese modelo.

– El desgaste del calzado nos dice que tiene el pie derecho ligeramente torcido, pero sin que padezca una cojera perceptible ni juanetes demasiado desarrollados, uñas encarnadas u otras maladies des pieds -apuntó Rhyme.

– No sabía que hablaras francés, Lincoln -dijo Cooper.

Sólo hasta donde podía ser útil en una investigación. Esa frase en particular había aparecido cuando estaba llevando el caso de los zapatos derechos desaparecidos y había hablado unas cuantas veces con un poli francés.

– ¿Cómo estamos entonces con respecto a los restos?

Cooper estaba estudiando minuciosamente las bolsas de recogida de pruebas que contenían las partículas diminutas que se habían adherido al objeto con que recogía indicios Sachs, un rodillo pegajoso, como los que se usan para quitar la pelusa de la ropa y los pelos sueltos de las mascotas. Los rodillos habían reemplazado a las aspiradoras DustBuster para recoger fibras, pelo y restos sólidos.

Poniéndose otra vez las gafas de aumento, el técnico se valió de unas pinzas de precisión para recoger los materiales. Preparó un portaobjetos y lo colocó bajo el microscopio; luego ajustó el aumento y el foco. Simultáneamente, la imagen apareció en varias pantallas planas de ordenador dispersas por toda la habitación. Rhyme giró su silla y examinó las imágenes de cerca. Vio unas motas que parecían partículas de polvo, varias fibras, unos objetos blancos hinchados y lo que parecían unos minúsculos caparazones ámbar de insectos: exoesqueletos. Cuando Cooper movió el portaobjetos, aparecieron a la vista unas pequeñas bolitas de material fibroso, esponjoso, color hueso.

– ¿De dónde ha salido eso?

Sachs inspeccionó el rótulo.

– Dos fuentes: del suelo cerca de la mesa en la que se sentaba Geneva, y de al lado del contenedor de basura desde donde el atacante disparó a Barry.

Los restos materiales hallados en lugares públicos eran a menudo pruebas inútiles, porque había demasiadas probabilidades de que correspondieran a desconocidos sin relación alguna con el crimen. Pero la presencia de restos similares en dos lugares diferentes en los que había estado el criminal sugería que provenían de éste.

– Gracias a Dios -farfulló Rhyme-, por la sabiduría de crear zapatos de pisada profunda.

Sachs y Thom se miraron entre sí.

– ¿Os estáis preguntando a qué se debe mi buen humor? -preguntó Rhyme, sin dejar de mirar la pantalla-. ¿Es ésa la razón de vuestra mirada de reojo? Puedo ponerme contento de vez en cuando, ¿sabéis?

– De higos a brevas -masculló el asistente.

– Alerta de frases hechas, Lon. ¿Has cogido ésa? Ahora, volvamos a los restos. Sabemos que provienen de él. ¿Qué son ? Y ¿pueden guiarnos hasta su escondite?

Los científicos forenses se enfrentan a una tarea piramidal cuando analizan las pruebas. El trabajo inicial -y generalmente el más sencillo- es identificar una sustancia; averiguar que una mancha marrón, por ejemplo, es sangre, y si es humana o animal, o si un pedazo de plomo es un fragmento de bala.

La segunda tarea es clasificar esa muestra, es decir, colocarla en una subcategoría, como determinar que la sangre es 0 positivo o que la bala de la que quedó el fragmento es calibre 38. Determinar que la prueba cae dentro de una clase particular puede ser de cierto valor para la policía y para la parte acusadora en caso de que el sospechoso pueda ser relacionado con pruebas de una clase análoga -su camisa tiene una mancha de sangre del tipo 0 positivo o posee un arma calibre 38-, aunque esa conexión no sea concluyente.

La tarea final, y la meta última de todo científico forense, es vincular las pruebas con un individuo , relacionar de manera incuestionable un fragmento particular de prueba con un lugar o un ser humano único: el ADN de la sangre que hay en la camisa del sospechoso corresponde a la víctima, la bala tiene una marca única que sólo podría ser producida por su arma.

El equipo se encontraba en ese momento en la base de esa pirámide forense. Las hebras, por ejemplo, eran fibras de alguna clase, eso lo sabían. Pero en Estados Unidos se fabrican anualmente más de mil fibras diferentes, y se usan más de siete mil pigmentos para teñirlas. Aun así, el equipo pudo reducir el abanico de posibilidades. Los análisis de Cooper revelaron que las fibras dejadas por el asesino eran de origen vegetal -no animal ni mineral-, y eran gruesas.

– Apostaría a que es cuerda de algodón -sugirió Rhyme.

Cooper asintió con la cabeza mientras consultaba una base de datos de fibras de origen vegetal.

– Ajá, así es. Aunque de tipo genérico. No está vinculada a ningún fabricante en particular.

Una fibra no contenía pigmentos, pero la otra estaba manchada por algún tipo de sustancia. Era marrón, y Cooper pensó que la mancha podía ser de sangre. Un test con el método de la fenolftaleína reveló que lo era.

– ¿Será suya? -se preguntó Sellitto.

– ¿Quién sabe? -respondió Cooper, mientras seguía examinando las muestras-. Pero definitivamente, es humana. Si sumamos eso a la compresión y a los extremos fracturados, yo conjeturaría que es una cuerda destinada a estrangular. Ya lo hemos visto antes. Podría ser el arma con la que intentaba perpetrar el asesinato.

El objeto contundente podría simplemente haber estado destinado a dominar a la víctima, más que a matarla (es un trabajo engorroso y torpe golpear a alguien hasta la muerte). También tenía un revólver, pero de usarlo, habría hecho demasiado ruido, si es que quería que el asesinato se produjera en silencio para poder escapar. Una cuerda para estrangular tenía más sentido.

Geneva suspiró.

– ¿Señor Rhyme? Mi examen.

– ¿Examen?

– En el instituto.

– Ah, claro. Sólo un minuto… Quiero saber a qué clase de bicho pertenece ese exoesqueleto -prosiguió Rhyme.

– Oficial -dijo Sachs a Pulaski.

– ¿Sí, señ… detective?

– ¿Qué tal si nos ayuda un poco con esto?

– Desde luego.

Cooper imprimió una imagen en colores del pedacillo de exoesqueleto y se la tendió al novato. Sachs hizo que se sentara ante uno de los ordenadores y tecleó los comandos para conectarse a la base de datos de insectos. El Departamento de Policía del Estado de Nueva York era uno de los pocos del mundo que tenía no sólo una vasta biblioteca con información sobre insectos, sino además un entomólogo forense en su nómina. Tras una breve pausa, la pantalla comenzó a llenarse de imágenes en miniatura de partes de insectos.

– ¡Hombre! ¡Hay montones! Yo nunca he hecho esto antes. -Frunció los ojos mientras iban pasando los archivos.

Sachs reprimió una sonrisa.

– No es como en CSI , ¿verdad? -preguntó-. Usted sólo haga avanzar despacio las imágenes y busque algo que crea que coincida. «Despacio» es la palabra clave.

– Se cometen más errores en el análisis forense debido a que los técnicos van demasiado deprisa que por cualquier otra razón -afirmó Rhyme.

– No lo sabía.

– Ahora ya lo sabe -dijo Sachs.

CAPÍTULO 6

Analizad con el cromatógrafo de gases esas gotas blancas de ahí -ordenó Rhyme-. ¿Qué demonios son?

Mel Cooper despegó varias muestras de la cinta y las pasó por el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa, el instrumento por excelencia de todo laboratorio forense, que separa los restos desconocidos en sus partes componentes y las identifica. Los resultados tardarían unos quince minutos, y mientras esperaban que estuviera listo el análisis, Cooper encajó los pedazos de la bala que el médico de urgencias le había sacado de la pierna a la mujer que había recibido el disparo del asesino. Sachs había informado de que el arma tenía que ser un revólver, no una pistola automática, ya que en el lugar desde el que se habían hecho los disparos, fuera del museo, no habían quedado casquillos de bronce expulsados por el arma.

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