Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– Bueno, sí, así es, estaba mirando. Lo había olvidado. Miré a través de los estantes inferiores para poder salir corriendo cuando él se acercara a mi silla.

– Así que puede que vieras algo más.

– Ahora que lo pienso, creo que sí. Creo que llevaba unos zapatos marrones. Sí, marrones. De un tono claro, no marrón oscuro.

– Bien. ¿Y qué hay de sus pantalones?

– Oscuros, estoy casi segura. Pero eso es todo lo que pude ver, sólo la parte de abajo.

– ¿Percibiste algún olor?

– No… Espere un momento. Puede que sí. Algo dulce, como a flores.

– ¿Y luego?

– Vino hacia la silla y oí el golpe y a continuación otros dos ruidos. Algo que se rompía.

– El lector de microfichas -dijo Sachs-. Lo destrozó.

– En aquel momento yo ya estaba corriendo todo lo rápido que podía hacia la puerta de incendios. Bajé por las escaleras y cuando llegué a la calle me reuní con Keesh y huimos juntas. Pero pensé que tal vez el tipo fuera a hacerle daño a alguna otra persona. Así que me di la vuelta y… -miró a Pulaski- le vimos a usted.

– ¿Viste tú al agresor? -preguntó Sachs a Lakeesha.

– ¡Qué va! Yo sólo estaba ahí muerta de frío y entonces llegó Gen, corriendo a toda prisa y fuera de sí y todo eso, ya me entiende. No vi nada.

– El autor de los hechos mató a Barry porque era un testigo… ¿qué había visto? -preguntó Rhyme a Sellitto.

– Dijo que no había visto nada. Me dio los nombres de los empleados varones blancos del museo por si había sido uno de ellos. Hay dos, pero ya hemos verificado su testimonio. Uno estaba llevando a su hija a la escuela en ese momento y el otro se encontraba en la oficina principal, con más gente.

– De modo que tenemos un criminal oportunista -reflexionó Sachs-. La vio entrar y la siguió.

– ¿Un museo? -preguntó Rhyme-. Extraña elección.

– ¿Visteis si alguien os seguía hoy? -preguntó Sellitto a ambas chicas.

– Vinimos en el tren C en hora punta. La línea de la Octava Avenida… hasta arriba de gente, un asco. Yo no vi nada raro. ¿Y tú? -contó Lakeesha.

Geneva negó con la cabeza.

– ¿Y últimamente? ¿Alguien que os estuviera fastidiando? ¿Que tratara de propasarse con vosotras?

Ninguna de las dos recordaba a nadie que pareciera peligroso. Con cierto apuro, Geneva dijo:

– No puedo decir que tenga muchos acosadores que me anden rondando. Buscarían una conquista más apetecible, ya sabe. Más bling-bling .

– ¿ Bling-bling ?

– Mi amiga quiere decir llamativa -tradujo Lakeesha, que claramente caía tanto dentro de la categoría bling-bling como de la llamativa. Frunció el ceño y miró a Geneva-. ¿Por qué tienes que decir eso, tía? No hables así de ti, como si fueras cualquier cosa.

Sachs miró a Rhyme, que tenía el ceño fruncido.

– ¿En qué estás pensando?

– Algo no encaja. Echemos un vistazo a las pruebas mientras Geneva está aquí. Podría haber alguna cosa que nos ayudara a encontrar una explicación.

La chica movió la cabeza.

– ¿Y mi examen? -Levantó el brazo mostrando su reloj.

– No nos va a llevar mucho tiempo -dijo Rhyme.

Geneva miró a su amiga.

– Tú puedes irte y llegar a las horas de estudio.

– Yo me quedo contigo. No puedo estar ahí sentada todas esas horas en clase preocupándome por ti y todo lo demás.

Geneva soltó una risa mordaz.

– De ninguna manera, muchacha. -Preguntó a Rhyme-: No la necesita, ¿verdad?

Éste miró a Sachs, que negó con la cabeza. Sellitto apuntó la dirección y el número de teléfono de la chica.

– En caso de que tuviéramos que hacerte más preguntas, te llamaríamos.

– Pasa del examen, tía -dijo Keesh-. Déjalo y quédate en casa.

– Te veré en el instituto -dijo Geneva con firmeza-. ¿Estarás allí? -Luego enarcó una ceja-. ¿Palabra?

Dos sonoras explosiones de globos de chicle. Un suspiro.

– Palabra. -En la puerta, la chica se detuvo, se dio media vuelta y se dirigió a Rhyme-: Eh, señor, ¿cuándo podrá levantarse de esa silla?

Nadie dijo nada para llenar el incómodo momento. Incómodo para todos, supuso Rhyme, menos para él.

– Falta mucho para eso -le contestó.

– Pues ¡vaya mierda!

– Ajá -replicó Rhyme-. Sí que lo es a veces.

Se encaminó hacia el salón, en dirección a la puerta de entrada. Y aún le oyeron decir:

– ¡Caray! Cuídese, colega. -La puerta de entrada se cerró de un golpe.

Mel Cooper entró en la habitación, mirando hacia atrás, hacia el lugar en el que casi le había arrollado una adolescente que pesaba veinticinco kilos más que él.

– De acuerdo -dijo, sin dirigirse a nadie en particular-. No haré preguntas. -Se quitó la cazadora y saludó a todos con la cabeza.

El hombre, delgado y calvo, llevaba varios años trabajando como científico forense en una comisaría de policía del norte de Nueva York cuando un día le dijo cortés pero insistentemente a Rhyme, a la sazón jefe de forenses del Departamento de Policía de Nueva York que uno de sus análisis estaba equivocado. Rhyme sentía mucho más respeto por la gente que señalaba los errores que por los aduladores, siempre, claro está, que estuvieran en lo cierto, y Cooper lo estaba. Rhyme se había puesto inmediatamente en marcha para conseguir que le trasladaran a la ciudad de Nueva York, algo que finalmente logró.

Cooper era un científico nato, pero más importante aún era que se trataba de un científico forense nato, lo que es muy diferente.

A menudo se cree que «forense» se refiere al trabajo en el lugar del crimen, pero en realidad la palabra se refiere a cualquier aspecto de los asuntos que se debaten en los tribunales. Para ser un criminalista de éxito, hay que traducir los datos en bruto de modo que sean útiles para la parte acusadora. No es suficiente, por ejemplo, determinar la presencia de restos de nuez vómica en un lugar bajo sospecha, pues muchas veces se utiliza con propósitos médicos tan inocuos como el tratamiento de la otitis. Un auténtico científico forense como Mel Cooper sabría instantáneamente que de esa misma sustancia se extrae la estricnina, un alcaloide letal.

Cooper tenía todas las características del típico bicho raro de videojuego: vivía con su madre, todavía usaba camisas de madrás y pantalones de vestir, y tenía un físico tipo Woody Allen. Pero las apariencias engañan. La novia que Cooper tenía desde hacía mucho tiempo era una alta y guapísima rubia. Iban juntos a salones de baile para participar en concursos de danza, en los que a menudo obtenían el primer puesto. Recientemente habían empezado a dedicarse al tiro al plato y a la elaboración de vinos (a la que Cooper estaba aplicando meticulosamente los principios de la química y la física).

Rhyme le puso al tanto de lo que sabían del caso, y se pusieron a trabajar sobre las pruebas.

– Veamos lo que hay en esa bolsa.

Poniéndose unos guantes de látex, Cooper miró a Sachs, que señaló la bolsa de papel dentro de la cual estaba la bolsa con los objetos destinados a perpetrar la violación. La abrió sobre un enorme pedazo de papel de periódico -a fin de evitar la contaminación de las pruebas- y extrajo la bolsa del violador. Era una bolsa de plástico fino. No tenía impreso el logotipo de ninguna tienda, sólo una enorme y sonriente cara amarilla. El técnico abrió la bolsa y luego se detuvo.

– Huelo a algo… -dijo. Una inspiración profunda-. A flores. ¿Qué es? -Cooper le acercó la bolsa a Rhyme y éste la olfateó. Había algo familiar en el perfume, pero no podía determinar qué era.

– ¿Geneva?

– ¿Sí?

– ¿Es éste el olor que notaste en la biblioteca?

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