Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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A Rhyme esta noticia le preocupó.

– Envíaselo a los de bombas del FBI.

– ¿Bombas? -preguntó Sellitto.

– No habéis leído mi libro, ¿eeeeeh? -preguntó Rhyme.

– No -soltó el corpulento detective-. He estado ocupado persiguiendo a tíos malos.

– Me hago cargo. Pero sería útil que al menos cada cierto tiempo le echarais una ojeada a los títulos de las secciones. Como el que pone «Dispositivos explosivos caseros». El azúcar suele ser un ingrediente. Si se mezcla con nitrato de sodio, se obtiene una bomba de gas. Con permanganato, es un explosivo de baja potencia, que, aun así, puede hacer mucho daño si se coloca en un tubo. No estoy seguro de si el ácido úrico aparece también, pero el FBI tiene la mejor base de datos del mundo. Ellos lo sabrán.

El laboratorio del FBI está a disposición de los cuerpos de seguridad para ocuparse del análisis de pruebas, sin coste, siempre que la agencia que solicita el servicio esté de acuerdo en dos cosas: que aceptará los resultados del FBI como definitivos y que se los mostrará al abogado defensor. Como consecuencia de la generosidad de los federales -y de su talento-, sus agentes reciben un aluvión de solicitudes de ayuda; realizan más de setecientos mil análisis al año.

Incluso a la fuerza pública de Nueva York no le quedaría más remedio que ponerse a la cola y esperar como cualquier otra para conseguir que fuera analizado ese pedacito de azúcar. Pero Lincoln Rhyme tenía enchufe: Fred Dellray, un agente especial de la oficina del FBI en Manhattan, que a menudo trabajaba con Rhyme y Sellitto y tenía mucho peso dentro de la organización. Tan importante como ello era el hecho de que Rhyme había ayudado al FBI a montar su sistema, el ERPF: equipo de respuestas sobre pruebas físicas. Sellitto llamó a Dellray, que en ese momento estaba en el grupo de tareas investigando los informes sobre potenciales atentados terroristas con bombas en Nueva York. Dellray movió los hilos en el cuartel general del FBI en Washington DC, y en unos minutos había sido asignado un técnico para ayudar en el caso de SD 109. Cooper le envió los resultados de los análisis y las imágenes digitalmente comprimidas de las sustancias a través de un correo electrónico seguro.

No pasaron más de diez minutos antes de que sonara el teléfono.

– Comando: responder -espetó Rhyme a su sistema de control de reconocimiento de voz.

– Por favor, con el detective Rhyme.

– Sí, soy yo.

– Habla el analista Phillips, de la calle 9. -Se refería a la calle 9 de Washington. El cuartel general del FBI.

– ¿Tiene algo para nosotros? -preguntó Rhyme con tono de querer ir al grano.

– Y gracias por habernos llamado tan pronto -añadió rápidamente Sachs. A veces no tenía más remedio que intervenir para suavizar la brusquedad de Rhyme.

– No se preocupe, señora. Bueno, al principio vi que eso que me han mandado ustedes era bastante extraño. Así que lo reenvié a análisis de materiales. Ellos lo han resuelto. Tenemos una certeza del noventa y siete por ciento con respecto a qué es la sustancia.

«¿Hasta qué punto era peligroso el explosivo?», se preguntó Rhyme.

– Adelante. ¿Qué era?

– Algodón de azúcar.

Esa canción no la conocía. Pero había un buen número de explosivos de última generación que tenían una velocidad de detonación de diez mil metros por segundo, diez veces la velocidad de una bala. ¿Se trataba de uno de ellos?

– ¿Cuáles son sus características? -preguntó.

Una pausa.

– Sabe bien.

– ¿Y eso?

– Es dulce. Sabe bien.

– ¿Lo que usted quiere decir es que es verdadero algodón de azúcar , como el que se compra en cualquier parque? -preguntó Rhyme.

– Sí, ¿qué otra cosa iba a querer decir?

– Olvídelo. -Suspirando, el criminalista siguió con su interrogatorio-: ¿Y el ácido úrico provenía de su zapato porque había pisado alguna meada de perro en la acera?

– No podemos decir en dónde la pisó -dijo el analista, exhibiendo toda la precisión de la que hacen gala los federales-. Pero la muestra arroja positivo en el test de orina canina.

Rhyme le dio las gracias al hombre y cortó la comunicación. Se volvió hacia su equipo.

– ¿Palomitas de maíz y algodón de azúcar en los zapatos todo junto? -caviló Rhyme-. ¿En dónde le sitúa eso?

– ¿En un partido de béisbol?

– Los equipos de Nueva York no han jugado en casa últimamente. Creo que nuestro sujeto estuvo andando por algún barrio en el que había habido un mercadillo o rastrillo el día anterior, o algo así. -Preguntó a Geneva-: ¿Has estado en alguna feria recientemente? ¿Podría ser que el tipo te hubiera visto allí?

– ¿Yo? No. La verdad es que no voy a ferias.

Rhyme se dirigió a Pulaski.

– Ya que ha terminado con el asunto de los bichos, agente, llame a quien sea necesario y averigüe todos los permisos que se hayan concedido para montar ferias, mercadillos, festivales, fiestas religiosas, lo que sea.

– Eso está hecho -dijo el novato.

– ¿Qué más tenemos? -preguntó Rhyme.

– Unas escamillas en el soporte del lector de microfichas, en el lugar en que lo golpeó con el objeto contundente.

– ¿Escamillas?

– Partículas de barniz, supongo, provenientes de lo que sea el objeto que haya utilizado.

– De acuerdo. Confróntalas con Maryland.

El FBI tenía una enorme base de datos de muestras de pintura actuales y antiguas situada en uno de sus complejos en Maryland. Se utilizaba sobre todo para buscar concordancias entre restos de pintura y coches. Pero también había cientos de muestras de barniz.

Tras otra llamada de Dellray, Cooper envió a los federales el análisis de compuestos y otros datos sobre las escamillas de esmalte, obtenidos mediante el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa. En unos minutos sonó el teléfono, y el analista del FBI informó de que el barniz correspondía a un producto que se vendía exclusivamente a fabricantes de accesorios para artes marciales, como nunchakus y bastones de lucha. Añadió la desalentadora noticia de que la sustancia no contenía trazas que la identificaran con un fabricante y de que se vendía en grandes cantidades, lo que significaba que era virtualmente imposible seguirle la pista.

– De acuerdo, tenemos un violador con un nunchaku, unas balas ingeniosas, una cuerda ensangrentada… Este hombre es una pesadilla andante.

Sonó el timbre de la puerta, y un momento después Thom hizo pasar a una mujer de unos veintitantos años, a la que traía rodeándole los hombros con el brazo.

– Miren quién está aquí -anunció el asistente.

La delgada mujer tenía el cabello morado y de punta, y un rostro bonito. Sus pantalones elásticos y su jersey revelaban un cuerpo atlético, el cuerpo de una artista , como sabía Rhyme.

– Kara -saludó Rhyme-. Me alegro de verte. Deduzco que eres la especialista a la que ha llamado Sachs.

– Hola. -La joven abrazó a Sachs, saludó a los demás y cogió las manos de Rhyme. Sachs le presentó a Geneva, que la estudió con una expresión de reserva.

Kara (era su nombre artístico, nunca revelaba el verdadero) era una ilusionista y artista que había ayudado a Rhyme y a Sachs, en calidad de asesora, en un reciente caso de homicidios en el que un asesino había utilizado sus habilidades de mago y prestidigitador para acercarse a sus víctimas, matarlas y huir.

Vivía en Greenwich Village, pero, explicó, había ido a visitar a su madre, que vivía en una residencia en la zona norte de la ciudad, cuando la había llamado Sachs. Durante un rato estuvieron poniéndose al día de sus vidas -Kara estaba montando un espectáculo que iba a presentar en el Performance Warehouse del Soho y estaba saliendo con un acróbata.

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