– Una revista -corrigió ella.
– ¿En el lector de microfichas?
– Exacto.
– ¿Ésas? -Rhyme señaló con la cabeza una gran bolsa de plástico con pruebas que contenía una caja de bandejas de microfichas que Sachs había traído de la biblioteca. Dos rendijas, la primera y la tercera, estaban vacías.
Geneva miró la caja. Asintió con la cabeza.
– Ajá. Ésas, las que faltan, eran las que tenían el artículo que estaba leyendo.
– ¿Has traído la que estaba en el aparato?
– No había ninguna. Se las tiene que haber llevado consigo. -respondió Sachs.
– Y destrozó la máquina para que no nos diéramos cuenta de que la bandeja había desaparecido. Vaya, esto se está poniendo interesante. ¿Qué pretendía hacer? ¿Cuáles fueron sus condenados motivos?
Sellitto se rio.
– Creía que no te preocupaban los motivos. Sólo las pruebas.
– Tienes que saber distinguir, Lon, entre utilizar un motivo para probar un caso en un tribunal, lo que en el mejor de los casos es especulativo, y utilizar un motivo para que te guíe hacia las pruebas, las que condenan inexorablemente a un criminal: un hombre mata a su socio con un arma que nos lleva a su garaje, cargada con balas que él compró, gracias a un tique que tiene sus huellas dactilares. En tal caso, ¿a quién le importa si mató al socio porque creía que se lo había ordenado un perro dotado de habla o porque el tío se hubiera acostado con su esposa? Son las pruebas las que determinan el caso. ¿Pero qué ocurre si no hay balas, arma, tique o huellas de neumáticos? Entonces, resulta perfectamente válida la pregunta de por qué fue asesinada la víctima. Responderla puede señalarnos el camino hacia las pruebas que definitivamente le condenarán. Perdón por la charla -añadió sin el menor tono de disculpa en la voz.
– Se le ha pasado el buen humor, ¿eh? -preguntó Thom.
– Aquí se me está escapando algo, y eso no me gusta – refunfuñó Rhyme.
Geneva tenía el ceño fruncido. Rhyme se dio cuenta y le preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Bueno, estaba pensando… que el doctor Barry dijo que había alguien más interesado en el mismo número de la revista que me interesaba a mí. Quería leerla, pero el doctor Barry le respondió que tendría que esperar a que yo hubiera terminado con ella.
– ¿Dijo quién era?
– No.
Rhyme se quedó pensativo.
– Hagamos conjeturas: el bibliotecario le dice a ese alguien que tú estás interesada en la revista. El sujeto quiere robarla y quiere matarte porque tú la has leído o vas a leerla. -El criminalista no estaba convencido de que ésta fuera la situación real, por supuesto. Pero una de las razones por las que tenía tanto éxito era por su voluntad para tener en cuenta teorías audaces, a veces rocambolescas-. Y se llevó el mismísimo artículo que estabas leyendo, ¿verdad?
La chica asintió con la cabeza.
– Era como si él supiera exactamente lo que tenía que buscar… ¿De qué trataba?
– Nada importante. Sólo de un antepasado mío. Mi profesor está con todo este asunto de Raíces y teníamos que escribir algo sobre nuestro pasado.
– ¿Quién era ese antepasado?
– Mi tatara-tatara-algo, un esclavo liberto. Fui al museo la semana pasada y allí averigüé que había un artículo sobre él en ese número del Coloreds' Weekly Illustrated . No lo tenían en la biblioteca, pero el señor Barry dijo que buscaría la microficha en el depósito. Finalmente la localizó.
– ¿De qué trataba exactamente el artículo? -insistió Rhyme.
La chica dudó y luego respondió con impaciencia.
– Charles Singleton, mi antepasado, era un esclavo de Virginia. Su amo cambió de ideas y dejó en libertad a todos sus esclavos. Y puesto que Charles y su esposa habían permanecido con la familia durante tanto tiempo y les habían enseñado a leer y a escribir a sus hijos, el amo les dio una granja en el Estado de Nueva York. Charles fue soldado en la guerra civil. Luego regresó a casa, y en 1868 fue acusado de robar dinero de un fondo educativo para los negros. Eso es todo lo que relata el artículo de la revista. Yo acababa de llegar a la parte en la que él saltó al río para escapar de la policía cuando apareció ese hombre.
Rhyme reparó en que ella hablaba bien, pero que se aferraba con fuerza a sus palabras, como si fueran cachorrillos que se retorcieran tratando de escapar. Teniendo por un lado padres cultos y por el otro amigas de barrio como Lakeesha, era natural que la chica sufriera de una suerte de personalidad lingüística múltiple.
– ¿De modo que no sabes qué fue de él?
Geneva negó con la cabeza.
– Imagino que tenemos que suponer que el agresor tenía algún interés en lo que tú estabas investigando. ¿Quién conocía el tema de tu trabajo? Tu profesor, me figuro.
– No, no se lo dije. Creo que no se lo he contado a nadie, aparte de Lakeesha. Ella podría habérselo mencionado a alguien, pero lo dudo. No presta demasiada atención a las tareas escolares, ¿sabe a lo que me refiero? Ni siquiera a las suyas propias. La semana pasada fui a un bufete de abogados de Harlem, para ver si tenían registros antiguos sobre crímenes del siglo XIX, pero tampoco le conté mucho que digamos al abogado de allí. Por supuesto, el que sí lo sabía era el doctor Barry.
– Y él podría habérselo mencionado a la otra persona que también estaba interesada en la revista -señaló Rhyme-. Ahora, sólo por barajar una hipótesis, supongamos que había algo en ese artículo que el sujeto no quiere que se sepa, puede que sobre tu antepasado, o sobre algo completamente distinto. -Miró a Sachs-. ¿Hay alguien aún en el lugar de los hechos?
– Un agente.
– Que sondeen a los empleados. Que averigüen si Barry mencionó a alguien que había una persona interesada en esa revista antigua. Que revisen también su escritorio. -A Rhyme se le ocurrió una cosa más-. Y quiero el registro de sus llamadas telefónicas de un mes a esta parte.
Sellitto sacudió la cabeza.
– Linc, de verdad… eso parece un poco endeble, ¿no crees? Estamos hablando… ¿de qué? ¿Del siglo xix? Ése no es un caso antiguo. Es un caso prehistórico .
– ¿Un profesional que simula un escenario, mata a una persona y casi mata a otra, delante de media docena de polis, sólo para robar ese artículo? Eso no es endeble, Lon. Eso llama la atención se mire por donde se mire.
El corpulento policía se encogió de hombros y telefoneó a la comisaría para que transmitieran la orden al poli que todavía estaba de servicio en el lugar de los hechos, y luego hizo una llamada a las autoridades judiciales para que expidieran la orden solicitando el registro de llamadas correspondientes a los teléfonos de Barry, del museo, de su casa y de su móvil.
Rhyme se quedó observando a la chavala y concluyó que no tenía alternativa; tenía que transmitirle la dura noticia.
– Te das cuenta de lo que significa todo esto, ¿verdad?
Una pausa, aunque él pudo ver, en la mirada llena de consternación que Sachs dirigió a Geneva, que al menos la mujer policía entendía exactamente el sentido de sus palabras. Fue ella la que le dijo a la chica:
– Lincoln quiere decir que lo más probable es que ese individuo ande aún detrás de ti.
– Eso es absurdo -replicó Geneva, sacudiendo la cabeza.
Tras una pausa, Rhyme respondió solemnemente.
– Me temo que es cualquier cosa menos eso.
Sentado en un ordenador con conexión a Internet en una tienda de fotocopias en el centro de Manhattan, Thompson Boyd estaba leyendo la página web del canal de televisión local, que se actualizaba cada pocos minutos.
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