Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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– Al abogado que he mencionado. Wesley Goades. Trabajaba para la mayor empresa de seguros del país y ahora dirige un bufete en Harlem.

– ¿Y quieres llamarle? -preguntó Sellitto-. ¿Para qué?

– Porque quiero preguntarle si ustedes pueden impedirme que vaya al instituto.

– Es por tu propio bien -se mofó Rhyme.

– Creo que soy yo la que debería decidirlo, ¿no?

– Tus padres, o tu tío.

– No son ellos los que tienen que aprobar el curso la próxima primavera.

Sachs soltó una risa. Rhyme la fulminó con la mirada.

– Sólo serán un día o dos, señorita -dijo Bell.

Geneva hizo como que no le había oído y prosiguió:

– El señor Goades logró que pusieran en libertad a John David Colson después de haber estado diez años preso en Sing-Sing por un asesinato que no cometió. Y ha demandado a Nueva York, quiero decir, al mismísimo Estado, dos o tres veces. Ganó todos y cada uno de los juicios. Y acaba de llevar un caso al Tribunal Supremo, sobre los derechos de los indigentes.

– Ése también lo ganó, ¿no? -preguntó Rhyme secamente.

– Generalmente gana. De hecho, no creo que haya perdido nunca.

– Esto es una locura -farfulló Sellitto, frotándose distraídamente una mancha de sangre de su americana-. Eres una niña…

Fue un error decir eso.

Geneva le miró con hostilidad.

– ¿No van a dejarme hacer una llamada? ¿Acaso no se les concede eso a los detenidos? -espetó.

El corpulento detective suspiró. Gesticuló señalando el teléfono. La chica se dirigió hacia éste, miró su agenda y marcó un número.

– Wesley Goades -dijo Rhyme.

Geneva ladeó la cabeza mientras estaba llamando.

– Estudió en Harvard. Ah, y también demandó al ejército. Derechos de los homosexuales, creo -le dijo a Rhyme, y prestó atención al teléfono-. Con el señor Goades, por favor… ¿Podría decirle que le ha llamado Geneva Settle? He sido testigo de un crimen, y la policía me tiene retenida. -Dio la dirección de la casa de Rhyme y agregó-: Es en contra de mi voluntad y…

Rhyme le echó una mirada a Sellitto.

– Está bien -concedió Sellitto alzando la mirada.

– Espere un momento -dijo Geneva por teléfono. Luego se volvió hacia el corpulento detective, que le sacaba varias cabezas-. ¿Puedo ir al instituto?

– Para hacer el examen. Eso es todo.

– Son dos.

– De acuerdo. Los dos condenados exámenes -farfulló Sellitto. Dirigiéndose a Bell, le dijo-: Quédate con ella.

– Como un perro de presa, dadlo por hecho.

Geneva le dijo a su interlocutor al teléfono:

– Dígale al señor Goades que no se preocupe. Ya lo hemos solucionado. -Colgó.

– Pero primero quiero esas cartas -dijo Rhyme.

– Trato hecho. -Se colgó del hombro su bolso.

– Usted -ladró Sellitto a Pulaski-, vaya con ellos.

– Sí, señor.

Después de que Bell, Geneva y el novato se hubieron marchado, Sachs miró hacia la puerta y soltó una carcajada.

– Vaya, a eso llamo yo una chica con carácter.

– Wesley Goades -sonrió Rhyme-. Creo que se lo estaba inventando. Probablemente ha llamado al teléfono de la hora y la temperatura. -Señaló con la cabeza la pizarra de las pruebas-. Sigamos con todo esto. Mel, tú ocúpate de lo relacionado con las ferias callejeras. Y quiero que se envíen los datos y el perfil que tenemos hasta ahora al VICAP, el programa de análisis de crímenes violentos, y al NCIC, el centro nacional de información sobre crímenes. Quiero que sondeen todas las bibliotecas y escuelas de la ciudad para ver si ese individuo que habló con Barry también los llamó a ellos y les hizo preguntas sobre Singleton o sobre esa revista, Coloreds' Weekly Illustrated . Ah, y averigüen quién fabrica bolsas con caras sonrientes.

– Eso es mucho pedir.

– Oye, ¿sabes qué? También la vida es mucho pedir. Luego envía una muestra de la sangre de la cuerda al CODIS.

– Yo pensaba que no creías que fuera un crimen sexual. -El CODIS era la base de datos que contenía el ADN de delincuentes sexuales identificados.

– Las palabras clave aquí son «yo creo», Mel. Y no «tengo la puta certeza».

– ¡Y después hablan de su humor! -dijo Thom.

– Otra cosa… -Se acercó con la silla de ruedas y examinó las fotos del cuerpo del bibliotecario y el diagrama del lugar de los disparos que había dibujado Sachs-. ¿A qué distancia de la víctima estaba la mujer? -le preguntó a Sellitto.

– ¿Quién? ¿La transeúnte? Calculo que a unos cinco metros, a un lado.

– ¿Quién fue alcanzado por el primer disparo?

– Ella.

– ¿Y los disparos que impactaron en el bibliotecario dieron todos en el blanco muy juntos?

– Verdaderamente apretados. A unos centímetros. Ese tipo sabe disparar.

– Lo de la mujer no fue un fallo. Le disparó a propósito -masculló Rhyme.

– ¿Qué?

El criminalista se dirigió a la mejor tiradora de pistola que había en la habitación.

– Sachs, cuando tú disparas rápidamente, ¿cuál de los tiros es el más certero?

– El primero. En ése aún no has tenido que vértelas con el retroceso del arma.

– La hirió intencionadamente, apuntando a un gran vaso sanguíneo, para quitarse de encima a todos los agentes que pudiera y tener así la posibilidad de huir -sentenció Rhyme.

– ¡Dios! -dijo Cooper entre dientes.

– Decídselo a Bell. Y a Bo Haumann y a su personal del servicio de urgencias. Hacedles saber a qué clase de criminal nos enfrentamos, alguien a quien no le importa hacer blanco con inocentes.

SEGUNDA PARTE. El rey del graffiti

CAPÍTULO 8

El hombre corpulento caminaba por la acera, en Harlem, pensando en la conversación telefónica que había tenido hacía una hora. Le había puesto contento, le había puesto nervioso, le había puesto alerta. Pero sobre todo pensaba: a lo mejor, finalmente, las cosas mejoran.

Bueno, se merecía un incentivo, algo que le ayudara a recuperarse.

Últimamente, Jax no había tenido mucha suerte. Por supuesto, se había alegrado de haber salido del sistema penitenciario. Pero los dos meses transcurridos desde que había salido de la cárcel habían sido un hueso duro de roer: solo y sin que nada, en justicia, le lloviera del cielo. Pero ese día era diferente. La llamada en relación con Geneva Settle podría cambiar su vida para siempre.

Iba caminando por la parte alta de la Quinta Avenida, en dirección al parque de St. Ambrose, con un cigarrillo en la comisura de los labios. Disfrutando del frío aire otoñal, disfrutando del sol. Disfrutando del hecho de que la gente de por allí le evitara. En parte era por su gesto adusto. Y en parte por su tatuaje carcelario. También por la cojera. (Aunque, a decir verdad, la suya no era una cojera de tío duro, de chulo, no era una cojera de matón del tipo «a mí se me respeta»; era una cojera del tipo «joder, me han disparado». Pero eso no lo sabía nadie).

Jax vestía como había vestido siempre: vaqueros, una chaqueta hecha jirones y unos aparatosos zapatos de trabajo, de piel muy gastada. En el bolsillo llevaba un enorme fajo de billetes, así como un cuchillo con mango de asta, un paquete de cigarrillos y un llavero con la única llave de su pequeño apartamento de la calle 136. Sus dos habitaciones contaban con una cama, una mesa, dos sillas, un ordenador de segunda mano y cacharros de cocina comprados en un rastro. Era poco mejor que su última residencia en un correccional del Estado de Nueva York.

Se detuvo y miró alrededor.

Allí estaba, el tío flacucho de piel pardusca, un hombre que podría tener desde treinta y cinco años hasta sesenta. Estaba apoyado en la alambrada poco firme que rodeaba aquel parque del corazón de Harlem. Detrás de él, brillaba con el sol el cuello húmedo de una botella de whisky o de vino que estaba medio escondida entre la hierba amarillenta.

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