Guillermo Orsi - Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió.
Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas.
Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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– ¿Qué buscás? -preguntó con voz de almeja, la espuma hasta el cuello en un purificador baño de inmersión mientras el camionero patagónico roncaba en su pieza.

– Estoy perdido en la niebla, necesito un gurú -dije.

Tosió suavemente bajo su espumoso mar privado.

– Rabindranath Gore Fernández -dijo-: ése es tu hombre.

31

Cuarenta minutos de tren hasta la estación Virreyes y caminar después apretando los dientes hacia la Panamericana, bajo faroles rotos a pedradas y entre miradas sin luz. Mucho mendigo, mucho pibe dado vuelta con pegamento, jugando al fútbol y agarrándose a trompadas, mucha mina de treinta que parece de cincuenta, mucho paragua y bolita, mucho chulo de putitas de trece o catorce años, desocupados alrededor de una cerveza en almacenes que parecen gallineros pero con precios de boutique del barrio norte: cuatro tablas, chapas, un cartel de Quilmes en la puerta y un sol de noche colgado sobre el mostrador, bebedores sentados a la vereda que es de barro viéndome pasar, aplastándose los mosquitos a cachetazos, mucha radio transmitiendo partidos y chamamés mientras allá afuera un patrullero blanco con los polis adentro y las luces apagadas, vigilando la reserva, el campo de concentración, cobrando peaje a caciques y mercaderes.

Rabindranath Gore Fernández, o el Rabi, atendía al fondo de la villa, cerca del descampado que antecede a la Pa namericana ramal a Tigre, tierra de nadie, de desesperados que destrozan los parabrisas de los autos para desplumar como a gallinas a sus ocupantes cuando frenan para no estrellarse. Por allí da el Rabi sus consejos, orienta a los débiles y consuela a los perdedores. No fue fácil llegar a él porque tiene secretaria, una vieja apestosa y desdentada que dice protegerlo de los que vienen a hacerle perder el tiempo, de los que no creen o de los que de tanto en tanto lo meten preso por ejercicio ilegal de la medicina. Pero el Rabi sobrevive, se sobrepone, entra y sale, alguien paga a sus abogados, gente de dinero que ha encontrado gracias al Rabi su sentido de la vida, «ayudar al prójimo nos abre las puertas del cielo -me dijo la vieja a manera de anticipo de la entrevista que al final decidió autorizar-, pero muchos no lo entienden y siguen juntando oro, monedas acuñadas con el dolor de los necesitados, que los llevarán al más negro y profundo de los infiernos».

Me pregunté si habría caído en la cueva de una especie de gurú socialista, de guerrillero místico, a la manera de un Che Guevara manosanta del fin del milenio. La fiebre de la desorientación es cíclica, no pasa mucho tiempo sin que la gente encuentre líderes capaces de llevarlos cantando al matadero, flautistas de Hamelín que, mirándolos con amor y sabiduría, les prometen que cruzarán sin ahogarse los torrentes y que para salvarse no hay que aprender a nadar porque alcanza con cantar y obedecer.

Pero el Rabi no lucía como un jefe guerrillero. Esmirriado y amarillento, inmovilizado por las secuelas de una poliomielitis en un sillón que parecía de director de cine, atendía en un rancho tan precario como los del resto de la villa. Sólo lo distinguía el gentío que rondaba como moscas hasta que uno a uno eran llamados por los números que, sin correlación alguna, como los de una lotería, distribuía la vieja.

– Me acuerdo bien de Robirosa -dijo el Rabi, después de cuatro horas de espera que soporté jugando al chinchón con un grupo de albañiles sin trabajo-. Ya mayor, el hombre. Llegó aquí con una mocosa que parecía prostituta.

– Pecosa.

– No recuerdo que tuviera pecas -me corrigió y pareció arrepentirse de haberme recibido-; no doy informes personales, soplar a la policía destruiría mi karma.

Le aclaré que no era poli y me desnudó con la mirada hasta hacerme temblar.

– Usted debe cuidarse -dijo-, hay gente que empieza a sentirse muy molesta por su sola presencia en este mundo.

Le pregunté entonces si me estaba amenazando por cuenta propia o de terceros, o si lo suyo era una percepción, la sintonía fina con el otro lado que le había dado su discreta fama en los arrabales. Llamó a gritos a su secretaria y dijo que la entrevista había terminado, pero antes de que la vieja convocara a un par de levantadores de camiones que actuaban como personal de seguridad del brujo suburbano, prometí lavarle los pies y besar sus anillos si me decía qué le había pasado al Chivo Robirosa.

– Fui su amigo -dije, buscando su compasión reciclada, el lado tierno, la solidaridad, como quien cirujea en busca de un simulacro de comida o un despojo de abrigo. Chasqueó sus dedos y la secretaria vieja se esfumó como en un pase de magia de Fumanchú.

– Empiezo a ver que a su modo usted lo quería -admitió aliviado, y de pronto aquel rancho miserable se llenó con la paz de un monasterio.

Descifrando sus susurros me enteré de que el Chivo y yo teníamos un aura muy parecida, algo como una placenta en común que, en la percepción del gurú, con sólo pisar ese sitio nos había convertido en recién nacidos, en aterradas criaturas a las que había que hacer llorar para que no murieran de asfixia.

– Vino a verme por unos fuertes dolores en la zona lumbar. Le impuse mis manos y pareció aliviarse, pero volvió azotado por la angustia, tenía la espalda llagada como la de un esclavo sometido al castigo de cien latigazos. «No quiero morir -decía-, a lo mejor porque no hice todavía suficiente daño en este mundo», aferrado al salvavidas de un grosero cinismo: esa mocosa que parece prostituta lo acariciaba como a un viejo perro al que se lleva al veterinario para que se encargue de darle una muerte digna.

– Pero no fue digna -lo interrumpí.

– Contra eso luchamos -dijo el Rabi-: la tentación de emboscar al mensajero que cabalga con los despachos y los sellos siempre es grande entre los renegados de Dios.

– ¿Por qué lo mataron? ¿Quién?

– Son preguntas para la policía, no para mí.

– ¿Por qué se envileció de esa manera?

– No puedo decírselo, no lo sé -bufó cansado el gurú-. La tercera y última vez que anduvo por aquí, los dolores se le habían generalizado en todo el cuerpo, «como si alguien me golpeara mientras duermo y yo no pudiera despertar», me explicó. La imposición de manos fue entonces un recurso inútil, me sentí vacío y percibí a su alrededor el hedor de una ya intensa descomposición. Le pedí que me trajera algo, algún efecto personal y, si era posible, una imagen de aquél o aquellos que él sentía que podían dañarlo. Ya no volvió, pero un día llegó un sobre con su nombre como único remitente.

El Rabi materializó a la vieja secretaria -que no había desaparecido, navegaba entre las sombras, vigilándome- y le ordenó que le trajera ese sobre. Cada consultante tenía allí su legajo y el Chivo no había sido la excepción; en vez de radiografías e informes sobre análisis, en unos polvorientos anaqueles construidos con madera de cajón de frutas el Rabi atesoraba mechones de pelo, pañuelos, llaveros, cartas y fotografías, clasificados y ordenados según el inescrutable arbitrio que usaba la vieja para repartir los números allá afuera.

El sobre enviado por el Chivo no había sido abierto.

– Cada veintinueve de febrero hago una hoguera con las pertenencias de todos los consultantes que no han venido a verme entre un año bisiesto y otro. Lo que me traen tiene una energía que se volvería en mi contra si no pudiera librarme oportunamente de ella. Usted llegó a tiempo.

Lo dijo porque estábamos recién en la primera quincena de enero, aunque me pidió que no abriera ese sobre en su presencia. Conmigo había hecho una excepción, se ocupó de aclarar, a lo mejor porque a su manera estaba tratando de que yo no cayera en una emboscada parecida.

– Váyase, desaparezca, viaje hasta olvidar de dónde viene -fue su consejo final.

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