Guillermo Orsi - Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió.
Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas.
Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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Los de Araca.

28

Para festejar la noche de Reyes, las luces del convento del Franciscano se apagaron durante un instante. Al volver a encenderse, un coro de exclamaciones celebró la aparición, junto a una de las piletas de natación ubicadas en los jardines, de un par de camellos y tres Reyes Magos: Gaspar y Melchor, montados en la cumbre de las respectivas jorobas, y el negro Baltasar, a pie.

– Ni con todo el oro gastado en la fiesta se pudo conseguir un tercer camello -me explicó una señorita vestida de odalisca, aunque lo cierto es que hasta las tradiciones cristianas dan pie a los poderosos para expresar su racismo.

La odalisca -gentileza de la casa para los caballeros solitarios de la fiesta- me tomó suavemente de la mano y me condujo a la piscina, al pie de los desconcertados camellos, donde los invitados se habían dispuesto en filas semicirculares, como en un anfiteatro, y aguardaban disciplinadamente el reparto de regalos. Extasiado en la contemplación de mi odalisca, perdí de vista a Victoria «Araca» Zemeckis.

Descubrir, a los cincuenta y siete, que los Reyes no son los padres sino unos tipos llegados del sindicato de actores, reabrió en parte la herida por las ilusiones perdidas en mi infancia, cuando una noche sorprendí a mi viejo en calzoncillos, echando por la pileta del lavadero el agua que yo le había dejado en un balde a los camellos. Ni los patines que encontré a la mañana sobre mis zapatos restañaron el desencanto de haber descubierto al monarca sin linaje, el mismo rey sin magia ni trono que durante el año me pegaba cuando le llevaba un insuficiente en los boletines del colegio.

Cada invitado recibía una bolsita con un logo estampado del recién inaugurado Avenida Shopping, construido sobre las ruinas de un hospital y un asilo de ancianos municipal. En las bolsitas, las damas encontraban blusas y remeras, perfumes importados, bijuterí, polvos faciales, toda la artillería, y los caballeros su equivalente en remeras, colonias, corbatas de seda y hasta calcetines. Para ambos sexos o sexos en discordia, Gaspar, Melchor y Baltasar tenían reservados unos discretos estuches de finas lapiceras en cuyo interior no sólo había lapiceras sino además unos tubitos azules con sus respectivos logos y suficiente cantidad de sustancia como para darse varias vueltas en montaña rusa por los paraísos.

Mi odalisca asignada pidió con voz de encantadora de serpientes que me probara la corbata. Como no tenía camisa sino una remera, me la puse sobre el cuello desnudo y ella festejó con un beso y una caricia en el bajo vientre mi gracia de mono embriagado. Después me rogó que destapara un tubito y le armara un par de líneas, estaba ávida por llegar a su oasis de sensaciones y había descubierto en mí a su fiel dromedario. Nunca pude decirle que no a una mujer: armé cuatro líneas. Había visto hacerlo en el cine y me perfeccioné mirando por televisión las campañas contra la droga, con las que el gobierno enseña cómo darse vuelta sin desperdiciar un milésimo de gramo. Nos mandamos nuestras respectivas dosis y la odalisca empezó a manosearme la polla como quien revuelve el café para que se disuelva el azúcar. Mientras tanto Al Jonson se había lavado la cara y, con un sombrero de charro encajado hasta los ojos, daba gritos de mariachi en celo por las calles de Jalisco.

Supongo que a mi alrededor nadie se habrá privado del rato de esparcimiento incluido en los servicios con los que el Franciscano agasajaba a sus invitados, la noche de Reyes entró en un apogeo de fuegos de artificio explotando y abriéndose en jardines incandescentes contra el cielo oscuro; yo sólo veía a la odalisca y, en ella, a mis mujeres más deseadas, las que no pude conquistar o las que me abandonaron aprovechando el descuido de alguna promesa de amor, nada es eterno y la donna é mobile, si lo sabrá este corazón negro y amarillo que levanta amores pasajeros sabiendo que la felicidad va a bajarse en la próxima esquina, que el destino murmurado de apuro desde el asiento de atrás y al que uno cree conocer tanto como para llegar por el camino más corto se transforma, con demasiada frecuencia, en el lugar equivocado.

Mientras atravesaba entonces mi mar de erecciones y nostalgias, me olvidé del mundo y de Gargano. Casi no lo reconozco cuando volví a verlo al regreso de mi viaje, las manos atadas a la espalda, amordazado.

29

Después de guardarnos en el sótano se habían olvidado de nosotros. Durante horas estuvimos mirándonos a los ojos. Yo, grogui por la droga, y Gargano, por el cachiporrazo con que lo recibieron en la planta alta del convento. Debió transcurrir por lo menos la mitad del día hasta que sentí que volvía a tomar posesión de mis capacidades motrices; pese a estar amordazado y atado como un bebé meón, con mucho esfuerzo y paciencia pude acercarme a Gargano y aflojar sus ligaduras. Sentir sus manos libres lo ayudó a recuperar su autoestima: se frotó primero las muñecas y después todo el cuerpo entumecido, y me quitó de mala gana la mordaza.

– Debería dejarte aquí pero me da pena por las ratas, podrían intoxicarse si te pegan un mordisco -dijo mientras me desataba sin apuro-. Hay que ser pelotudo.

– ¿Dónde está mi odalisca?

Emergimos del sótano a una casa que parecía la cárcel de Caseros después de un motín. Botellas, copas y gente tirada, y mucamas de uniforme pasando el lampaso por entre los cuerpos de los rezagados que todavía dormían sus monas, volcándolos a un lado y otro para que no quedara baldosa sin repasar. En los jardines, risas de chicos en las piletas y un par de buenas minas sin corpiños.

– ¿Qué es esto, una colonia de nazis en vacaciones?

– Tuvimos una pesadilla, Mareco. Mejor olvidarla.

Salimos de la residencia del Franciscano sin que nadie nos preguntara quiénes éramos ni nos dijera vuelvan pronto.

No encontramos el auto. Gargano llamó a la agencia para denunciar el robo pero le dijeron que ellos mismos habían pasado a buscarlo esa mañana, advertidos por un señor muy educado que pagó todos los gastos con tarjeta Diners. ¿Qué señor? Pidió absoluta reserva sobre su identidad, le dijeron a Gargano que, celular en mano, parecía un campeón de boxeo en decadencia y contra las sogas en su último combate.

Decidimos, decidió Gargano, volver a Buenos Aires en tren.

– Por las dudas, la ruta se pone peligrosa en verano -dijo sin convencerme.

Durante el viaje se encerró en el coche bar y se tomó un whisky cada cincuenta kilómetros.

– La ley de las compensaciones, no probé un trago en toda la noche, no estuve de fiesta como vos -se justificó mientras me compadecía porque se me partía la cabeza y tomaba coca diet y aspirinas.

– ¿Qué pasó en la planta alta? -le pregunté por vigésima vez cuando llegamos a Constitución, al pie del taxi que había llamado para él solo.

– Volvé a tu casa en colectivo, Mareco, necesito inmediatas vacaciones de tu cara.

– ¿Qué viste allá arriba? -insistí.

Subió a su taxi y un pibe le cerró la puerta. Gargano le dio una moneda, diciéndole que se la gastara en pegamento.

Transpiraba y miraba el mundo por la ventanilla del auto con el desolado cansancio de un viejo perro san bernardo echado junto a la estufa.

– ¿Qué vi? Una reunión de gabinete con todos los ministros, eso vi.

Subió la ventanilla y el auto arrancó despacio. «Borrate, Mareco», insistió todavía, lo leí en sus labios detrás del vidrio.

Volví a casa en colectivo.

30

Una de cal y otra de arena. Llamé a Gustavo, mi hijo mayor, y comimos juntos esa noche. Gustavo eligió un bonito restorán en las Barrancas de Belgrano y me contó que Matías, el fabricante de calzado, se separaba de la bruja para irse a vivir con él. Se lo veía feliz.

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