– Por aquí -señaló Evan.
– Suéltame o gritaré pidiendo ayuda -amenazó Khan.
– Hágalo, haga esa idiotez. Estoy con gente que puede ayudarle.
– Cabrón, tú pusiste una bomba en mi librería.
La ira inundó a Evan. Agarró a Khan por el cuello.
– Usted está involucrado en la muerte de mi madre.
– ¿Tu… madre?
– Donna Casher.
– No conozco a ninguna Donna Casher.
– Tiene que ver con Jargo y usted está metido en esto.
– No conozco a ningún Jargo.
– Incorrecto. Salió corriendo al oír su nombre.
Khan intentaba soltarse.
– Vayase a su casa, señor Khan -Evan le soltó el cuello-. Vamos. Estoy seguro de que la policía tendrá muchas preguntas que hacer sobre por qué han puesto una bomba en su negocio. Vaya preparando las respuestas. También me gustará hablar con ellos.
Khan se quedó quieto.
– Jargo y la CIA andan tras usted. Ahora mismo yo estoy aquí, y si no me ayuda le aseguro que lo mataré. Pero si me ayuda estará a salvo de quien pueda hacerle daño. Usted decide.
– De acuerdo. -Y levantó las manos en señal de rendición-. Te ayudaré.
Evan agarró el hombro del anciano y lo empujó por la calle. Giraron en una esquina y se dirigieron hacia Kensington Church, donde Pettigrew había aparcado, enfrentándose a la muchedumbre que escapaba en sentido contrario.
– ¿Quién te envía? -preguntó Khan.
– Yo, yo mismo y sólo yo -dijo Evan.
Llegaron a un bloque de edificios y Evan vio arrancar al BMW de la CIA con Carrie al volante.
– ¡Carrie! -gritó Evan-. ¡Estoy aquí!
Pero en medio del ruidoso caos, del torrente de gente y de coches, ella no lo vio. Hizo una maniobra con el coche y, extrañamente, salió a toda velocidad calle abajo y desapareció esquivando, por poco, a los peatones que corrían.
Evan buscó a tientas su móvil. No estaba. Lo había dejado en el coche con Pettigrew. Puso a Khan contra la pared de ladrillo de un edificio.
– Jargo mató a mi madre. Tu hijo quería que yo hiciese un documental sobre Alexander Bast y eso llegó a oídos de Jargo, que entró en pánico y empezó a matar a gente. Ahora me va a contar todo sobre mis padres y Jargo o arrastraré su miserable culo hasta las llamas que devoran su librería y lo tiraré dentro.
Los ojos de Khan se abrieron como platos de terror y Evan pensó: «Realmente podría matarlo».
– Escucha -dijo Khan-. Tenemos que desaparecer de la calle. Hay un lugar donde podemos escondernos.
Cerró los ojos.
Evan se lo pensó. Pettigrew no estaba al volante, ni parecía estar en el coche. Carrie tenía aspecto de estar histérica. ¿Dónde se encontraba el oficial de la CIA? ¿Muerto en la calle a causa de la explosión? Evan miró la calle destrozada, pero no veía nada a causa de la niebla provocada por el humo.
El día había empeorado considerablemente. Quizá no fuese una buena idea llevar a Khan al refugio de la CIA. Evan sabía que la oferta de Khan podría ser una trampa. No tenía pistola ni armas, pero tampoco tenía elección ni podía dejar que Thomas Khan se fuese sin más. Evan se quedó cerca del hombre agarrándolo por el brazo con firmeza. Parecía que Khan no quería escapar. Caminaba con el rostro de un hombre que teme su siguiente cita.
Mientras se dirigían al sur buscando la calle Kensington Church, Khan dijo:
– ¿Puedo arriesgarme con una teoría?
– ¿Cuál?
– Viniste a mi librería con la CIA. O quizá con el MI5. Y, sorpresa, se supone que deberías estar muerto, junto conmigo.
Evan no respondió.
– Tomaré eso como un sí -añadió Thomas Khan.
– Se equivoca.
«De ningún modo», pensó Evan. Carrie no podía estar involucrada en una bomba preparada contra él. Podría haberlo matado en cualquier momento durante los últimos días si hubiese querido, y sabía que no era así. Pero Bedford… No quería pensar que ese viejo le había tendido una trampa. Pettigrew. Quizá trabajaba para Jargo. O era uno de los clientes de Jargo en la agencia, una sombra que quería proteger a Jargo.
Evan dijo:
– Lléveme hasta Hadley.
Khan sacudió la cabeza.
– Hablaremos en privado. Sigue caminando. -Khan cruzó la calle corriendo mientras Evan seguía agarrándole del brazo. Khan señaló un bistró francés-. Necesitamos un medio de transporte. Tengo un amigo que tiene un negocio y que será comprensivo. Espera aquí.
Evan apretó la mano en su brazo y dijo:
– Olvídelo. Voy con usted.
– No, no vienes -Khan se peinó con la mano y se estiró la chaqueta del traje-. Yo te necesito y tú me necesitas. Tenemos un enemigo común. No voy a escapar.
– No puedo confiar en usted.
– ¿Quieres una señal de mi buena fe? -Se acercó a Evan hasta que sus mandíbulas se tocaron y le susurró al oído-: Está claro que Jargo viene a por mí. Soy un cabo suelto, y tú también. Nuestro interés es mutuo.
«Él cree que Jargo planeó lo de la bomba, no la CIA, o al menos quiere hacerme pensar que le culpa a él.»
– ¿Por qué está tan seguro de que ha sido Jargo?
– Lo protegí mucho hace tiempo, pero ya no. No ahora que anda detrás de mí. Si quiere guerra la tendrá. Espera aquí.
Khan intentó liberarse y Evan sabía que tendría que luchar contra él, allí en la calle, para que no se alejara, y eso llamaría la atención. Así que le dejó ir y vio a Khan correr y meterse a toda prisa en el café.
Evan esperó. Los londinenses, presos del pánico, avanzaban por su lado dándole empujones; en cuestión de minutos pasaron unas cien personas, y él nunca se había sentido tan solo en el mundo. Pensó que había cometido un gran error al soltar a Khan. Pero un momento más tarde, éste se asomó por una curva conduciendo un coche.
– Sube -le instó.
Khan se dirigía hacia el sureste por la A205. Evan encendió la radio. Las noticias sólo hablaban de la explosión en Kensington Church. Tres muertos confirmados, una docena de heridos y bomberos luchando para controlar el fuego.
– ¿Dónde está Hadley? -dijo Evan.
– Huyendo y escondiéndose, como tú y yo.
– ¿Por qué?
– He escondido a Hadley de Jargo. Pensé que mi influencia sobre este último podría sobrevivir a… los problemas recientes. Estaba equivocado.
– ¿Qué problemas?
– Cuando estemos a salvo.
Khan salió a Bromley, un barrio residencial y de negocios de la periferia de Londres. Condujo por el laberinto de calles y finalmente giró para entrar en un camino que llevaba a una casa de un tamaño considerable. El camino serpenteaba hasta detrás de la casa, y aparcó donde no pudiesen ver el coche desde la calle.
– Sospecho que no tenemos mucho tiempo -dijo Khan-. La casa pertenece a mi cuñada. Ella se encuentra en una residencia para enfermos terminales; se está muriendo de cáncer cerebral. Pero la policía pronto buscará a cualquiera que me conozca para obtener información.
– Como a su amigo el del café. Puede decirles que usted está vivo.
– No lo hará -aseguró Khan-. Los saqué a escondidas a él y su familia de Afganistán durante la ocupación soviética. Le pedí silencio y mantendrá la boca cerrada. Deprisa, entra. Nuestra única ventaja puede ser que Jargo piense que estamos muertos.
Entraron por una puerta trasera. La abrieron y se metieron en la cocina. El aire tenía un olor mineral, como a desinfectante. En el estudio había muebles antiguos combinados con una amalgama de obras de arte abstracto eclécticas y coloristas. Una de las paredes estaba llena de estanterías con libros. La casa parecía cómoda, pero transmitía una fuerte sensación de abandono.
Khan se tiró en el sofá, encendió la televisión con el mando a distancia y encontró un canal que mostraba imágenes en directo del lugar de la explosión. El reportero indicaba que el negocio destruido era de un «angloafgano» llamado Thomas Khan. Los reporteros hacían teorías y especulaban sobre los motivos de la explosión.
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