Jeff Abbott - Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez…
No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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– Usted no aceptó su dimisión.

– No me dijo que quería dejarlo; éste no es un trabajo del que te puedas despedir. Aprendió a hacer lo que yo hacía y encontró los archivos sobre Los Deeps, sobre todos ellos y sobre sus hijos. Sabía que si acudía al MI5 o a la CIA, lo pondrían bajo custodia de protección y congelarían inmediatamente mis fondos. Quería el dinero. Quería descubrirnos a Jargo y a mí, pero no hasta que pudiese arreglar las cosas para desaparecer. Así podría acceder a mis cuentas y robarme primero.

Parecía más cansado que enfadado.

– Parece que hayas hablado con él.

– Lo he hecho. Hadley me confesó todo antes de marcharse. -Khan sonrió levemente-. Le perdoné. En cierto modo casi estaba orgulloso de él. Por fin había mostrado osadía e inteligencia. Tú eras el único hijo de un Deep relacionado con los medios. Pensó que podría hacerse amigo tuyo y conseguir sutilmente que descubrieses la red. Tomarte el pelo con la muerte de Bast. Incitarte a que investigases. Hacer que te ocupases del trabajo sucio sin que Jargo le echase el lazo al cuello a él.

«Se está abriendo con demasiada facilidad», pensó Evan. Como las personas que en un documental no callan, porque la única manera de convencer es con un torrente de palabras. O porque necesitan escucharse, quizá para convencerse a sí mismos tanto como a ti y a la audiencia. «¿Hasta cuándo va a jugar conmigo?», se preguntó Evan.

– Pero no respondió a mi correo electrónico sobre el paquete de Bast.

– Sólo un idiota pone en marcha grandes acontecimientos y luego deja que le entre el miedo. -Khan arqueó una ceja-. Ahora estoy hablando libremente, ¿es necesario el cuchillo?

– Sí. El orfanato de Ohio. Bast estaba allí, Jargo estaba allí, mis padres estaban allí. ¿Por qué?

– Bast tenía un alma caritativa.

– No creo que fuese eso. Aquellos niños, al menos tres de ellos, se convirtieron en Deeps. ¿Los reclutó Bast para la CIA?

– Supongo que sí.

– ¿Por qué huérfanos?

– Los niños sin familias son mucho más maleables -dijo Khan-. Son como arcilla húmeda: puedes moldearlos según te convenga.

– ¿Por qué los necesitaba la CIA? ¿Por qué no utilizar agentes normales?

– No lo sé.

Khan casi sonreía, luego cerró los ojos. Suspiró profundamente, como si la confesión le hubiese quitado un gran peso de encima.

– Dime por qué necesitaban nuevos comienzos, nuevos nombres, años después. ¿Abandonaron la CIA?

– Bast murió. Jargo tomó el mando de la red.

– Jargo lo mató.

– Probablemente. Nunca pregunté.

– Jargo, mi familia y los otros niños de ese orfanato, ¿se escondían de la CIA?

– Yo no estaba allí entonces. No lo sé. Cuando Jargo tomó el mando me dio un trabajo. Me metió dentro para que le llevase la logística.

– ¿Era usted de la CIA?

– No, pero había ayudado en operaciones de la inteligencia británica en Afganistán durante la rebelión contra los soviéticos. Conocía los elementos básicos. Me retiré: quería una vida tranquila con mis libros, no más trabajo de campo. Jargo me dio un trabajo.

– Bueno, Jargo acaba de despedirle, señor Khan. Ahora trabaja para mí.

Khan sacudió la cabeza y dijo:

– Admiro tu valor, jovencito. Ojalá Hadley se hubiese hecho amigo tuyo. Habrías sido una buena influencia.

Sonó el teléfono. Ambos se quedaron inmóviles. Sonó dos veces y luego se paró.

– No hay contestador -dijo Evan.

– Mi cuñada los odiaba.

A Evan le preocupó que sonase el teléfono. Quizá se habían equivocado, quizás alguien llamaba a la cuñada moribunda, o quizás alguien estaba buscando a Khan allí.

– Yo sólo quiero recuperar a mi padre y usted quiere que Jargo deje de intentar matarle. Ahora nuestros intereses coinciden, ¿no?

– Sería mejor que ambos desapareciésemos sin más.

Khan tragó saliva. El sudor le empapaba la cara y tosía al respirar.

– Déme lo que necesito. Podemos presionar a los clientes para detener a Jargo; seguir la pista de sus transacciones hasta llegar a él. Estará acabado y no podrá hacerle daño ni a usted ni a Hadley -dijo Evan.

– Es demasiado peligroso. Yo apuesto por que ambos desaparezcamos.

– Olvídese de eso.

– No puedo pensar con un cuchillo en la garganta. Me gustaría fumar un cigarrillo.

Evan vio el miedo y la resignación en el rostro de Khan, y percibió el fuerte olor del sudor de su piel. Se había pasado de la raya. Se apartó de él y le quitó el cuchillo del cuello. Khan rozó con los dedos la poca sangre que manaba.

– Heridas superficiales. Gracias; aprecio tu amabilidad. ¿Puedo coger mis Gitanes del bolsillo?

Evan le volvió a poner el cuchillo en el cuello y le abrió la chaqueta, de la que extrajo un paquete de cigarrillos Gitanes. Dio un paso atrás y se los tiró a Khan en el regazo.

– Tengo el mechero en el bolsillo, ¿puedo cogerlo? -La voz de Thomas Khan sonaba tranquila.

– Sí.

Chan sacó un pequeño mechero tipo Zippo, encendió un cigarrillo y exhaló el humo con un suspiro de cansancio.

– Ya le he dado su jodido cigarrillo -dijo Evan-. Ahora quiero la maldita lista de clientes.

Khan echó el humo.

– Pregúntale a tu madre.

– No me toque las pelotas.

– Pareces un chico inteligente. ¿Realmente crees que si tu madre robó los archivos que podían identificar a los clientes, habríamos dejado esas cuentas abiertas?

Su voz era dulce, casi de reprobación, como si hablase con un niño ligeramente torpe pero al que adorara.

Evan dijo:

– No voy a caer en la trampa. Usted tiene las cuentas que los agentes como mis padres utilizaban; eso es lo único que necesito. Puedo acabar con Jargo de una manera o de otra.

Khan se rió.

– ¿Crees que nuestros agentes siguen trabajando bajo esos nombres visto el peligro al que nos estamos enfrentando?

– Si tienen familia e hijos, como en mi caso o en el de usted, no pueden cambiarlos.

– Claro que pueden. La cuenta de tu madre no está a nombre de Donna Casher, estúpido. -Khan sacudió la cabeza-. Está registrado bajo otro nombre que utilizaba. No descubrirás nada de esa red; somos demasiado cuidadosos. Tenemos vías de escape por si descubren nuestra tapadera. Todos llevamos mucho tiempo haciendo esto; empezamos mucho antes de que tú soltaras la teta de tu madre. -Apagó el cigarrillo-. Te sugiero que te marches ahora. Te daré la mitad del dinero de la cuenta de tu madre y me quedaré el resto por mi silencio. Son dos millones de dólares, Evan. Puedes desaparecer en cualquier parte del mundo, en lugar de en una tumba. No serás capaz de recuperar a tu padre, y tu muerte no te devolverá a tu madre. -Khan sacó un nuevo cigarrillo con delicadeza-. Dos millones. No seas estúpido, coge el dinero. Empieza una nueva vida.

– Pero…

Y entonces Evan vio la estafa de la oferta de Khan. Cuentas con nombres falsos. La explosión. Vías de escape. El teléfono sonando sólo dos veces. Una nueva vida. Aquello era una trampa, pero no el tipo de trampa que esperaba.

Khan parecía disponer de todo el tiempo del mundo, sentado allí en su casa, sonriéndole. No había cuñada moribunda. No había nada relacionado con Khan en esa casa. La vía de escape.

– ¡Cabrón! -dijo Evan.

Khan agitó el mechero de nuevo cogiéndolo por los lados; una pequeña ráfaga de humo salió por el extremo mientras él se tapaba la cara con la manga. El spray de pimienta le quemó los ojos y la garganta a Evan, que se tambaleó y cayó sobre la alfombra persa. El dolor le penetraba por los globos oculares y la nariz.

Khan corrió al otro lado de la habitación, seleccionó un tomo gordo de la estantería, lo cogió y sacó de él una Beretta; luego se giró para disparar a Evan. La bala impactó en la mesa de café situada junto a la cabeza de éste, que agarró a ciegas la mesa, la levantó a modo de escudo y embistió a Khan. Los ojos le quemaban como si le hubiesen clavado agujas. Khan disparó dos veces más con silenciador y a Evan se le clavaron en el vientre y en el pecho astillas de madera. Pero aplastó a Khan con la mesa, lo obligó a bajar la pistola y lo sujetó contra los estantes de roble.

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