Se imaginó que estaba en el estudio de su casa de Houston, descargando la cinta digital en su ordenador y abriéndose paso hacia veinte horas de imágenes, cortando la porquería superflua de la historia que quería contarle a la audiencia sentada en la silenciosa oscuridad. Una vez había leído que Miguel Ángel simplemente extrajo los trozos de mármol que no tenían, que estar allí y que encontró el David oculto dentro de la masa de piedra. Su David era la verdad sobre sus padres, la información que liberaría a su padre.
Entonces, ¿cuál era la verdadera historia? ¿Dónde estaba la delicada obra de arte bajo el bloque de mármol?
Abrió los ojos. Carrie estaba sentada mirando hacia delante, encorvada como si un viento frío la envolviese.
De repente, el corazón de Evan se llenó de… ¿de qué? No lo sabía. Pena, tal vez tristeza. Ninguno de ellos había pedido nacer en medio de este desastre, pero ella había elegido permanecer en él. Primero por sus padres, luego por Bedford y ahora por él.
Evan sintió en su corazón el peso de lo que le debía, en lugar de la confusión y el dolor por sus últimas mentiras.
– ¿En qué piensas? -preguntó Evan.
– En tu padre -dijo ella-. Te pareces a él en la sonrisa. En aquellas fotos, tu padre tenía una sonrisa muy inocente. Me pregunto si está asustado; por él y por ti.
– Jargo le ha dicho mil mentiras, estoy seguro.
– Sólo tiene que decir una realmente buena.
– Una mentira no fue suficiente para engañarte -dijo Evan.
– Me pregunto si nuestros padres tuvieron alguna vez miedo de que averiguásemos la verdad y nos alejásemos de ellos.
– Estoy seguro de que sí. Incluso sabiendo que los queríamos.
– Pero mi padre me reclutó y me metió en este mundo, igual que Jargo con Dezz. Todavía no entiendo por qué lo hizo. -Su voz sonaba cansada, no enfadada.
– No sabemos si tuvo elección, Carrie. Quizá creía que si te metías en el negocio no lo rechazarías.
– Le habría querido igualmente. Creo que eso lo sabía.
– Estoy seguro de que sí.
Carrie sacudió la cabeza.
– Ahora mismo siento que vivió una vida de la que nunca supe una palabra. Hay un montón de pensamientos, preocupaciones y miedos que tuvo que mantener en secreto. Es como si no lo conociese de nada. Probablemente así es como te sientes tú con tu padre. -«O conmigo», esperó Evan que dijese, pero ella no lo hizo.
Él carraspeó para aclararse la voz.
– Sólo sé que quiero al padre que conozco, y no puedo más que creer que ésa es la parte más auténtica de mi padre, independientemente del resto de cosas que haya hecho.
– Ya lo sé. Yo me siento igual. Te habría gustado mi padre, Evan.
– Debes de echarlo de menos.
– Dios mío, verlo en esas fotos, tan joven… todavía me impresiona. -Se enjuagó las lágrimas. Evan se sentó junto a ella, la rodeó con el brazo y le secó las lágrimas de la mejilla-. No confiaban en nosotros para decirnos la verdad -dijo después de un momento.
– Intentaban protegernos.
– Eso es lo que yo quería hacer contigo. Protegerte. Siento haberte fallado.
– Carrie, no me has fallado. Ni una sola vez. Sé que te encontrabas en una situación terrible; lo sé.
– Pero me odias un poco por mentirte.
– No.
– Si me odiases -dijo ella-, lo entendería.
– No te odio.
La necesitaba. Fue una certeza repentina. El hilo de la tragedia los había unido para siempre, del mismo modo que estaban unidos los padres de Evan y el padre de Carrie.
Evan la besó. Fue tan indeciso y tímido como suele ser un primer beso, un auténtico primer beso. Se echó hacia atrás para admirarla y ella cerró los ojos y sus labios se encontraron suavemente, una vez, dos veces; luego la besó apasionadamente. Era una mezcla de ternura y necesidad de demostrarle que la amaba.
Ella se separó y dejó su frente apoyada en la de él.
– Nuestras familias vivieron vidas falsas. Yo lo hice durante un año, pero no quiero vivir una mentira nunca más; no te puedes imaginar lo solitario que es. No quiero que tú lo hagas. Podemos ser simplemente nosotros. Te quiero, Evan.
Él quería creer. Necesitaba amar, necesitaba creer en lo mejor de ella. Necesitaba recuperar lo que había perdido, al menos parte de ello. Esa idea le vino de repente y brilló en su cabeza, estallando como si fueran fuegos artificiales. Quería estar solo con ella, lejos de los micrófonos ocultos de la CIA; lejos de sus padres, atrapados en viejas fotos como si fuesen extraños; lejos de la muerte y del miedo.
– Yo también te quiero -dijo en voz baja Evan.
Carrie se acurrucó en sus brazos y Evan la abrazó hasta que se quedó dormida.
«Podemos ser simplemente nosotros.»
«Sí -pensó-. Cuando Jargo esté muerto. Cuando lo haya matado.»
Mientras el avión despegaba hacia Virginia con gran estruendo, Evan no se preguntaba si ella era la misma mujer a la que había amado: se preguntaba si él seguía siendo el mismo hombre que ella amaba.
Jargo estaba tumbado, medio despierto, medio dormido, esperando la llamada telefónica que pondría fin a aquella pesadilla. Era de nuevo un chico sentado en la habitación oscura, escuchando la voz de Dios resonar en sus oídos. Dios estaba muerto, lo sabía, pero no así la idea de Dios, un ser tan poderoso que ejercía un control absoluto sobre ti, sobre si respirabas o si morías. El chico que había sido llevaba tres días sin dormir.
– El reto -dijo la voz, delicada, tranquila y con acento británico- es que conviertas un fallo en una oportunidad.
Jargo el chico (su nombre entonces era John, el nombre que más le había gustado) dijo:
– No lo entiendo.
– Si creas una situación y pierdes el control sobre ella, debes ser capaz de retomar esa situación, de convertirla en una ventaja para ti.
– Así que si caigo de un edificio de diez pisos… La verdad es que no sé cómo puedo convertir eso en una victoria.
Tenía trece años y empezaba a cuestionarse el mundo que siempre había conocido.
– Me refiero a situaciones que se pueden solucionar -respondió la voz sin mostrar signos de impaciencia-. Tú vives y respiras, puedes manipular a la gente. Debes construir cada trampa para que, si la presa escapa, no crea que tú la pusiste.
– ¿Por qué tiene que importarme lo que piense una víctima que escapa? -preguntó Jargo.
– Estúpido, chico estúpido -dijo la voz-. ¿No lo ves? Todavía hay que tender la trampa. Tú tienes que permanecer en el anonimato, que no surja ninguna sospecha sobre ti. No creo que jamás estés preparado para dirigir.
Sonó el teléfono.
Jargo se puso en pie, parpadeando; el chico asustado sentado en la oscuridad tardó un rato en desaparecer y luego se fue. Buscó a tientas el teléfono y descolgó.
– Tengo los registros de llamadas de móviles de tu rincón especial de Ohio.
– De acuerdo -dijo.
– Los he introducido en tu sistema -dijo Galadriel.
– Te diré lo que estoy buscando: llamadas al área metropolitana de Washington DC.
– Hay siete -respondió ella tras un momento.
– Dame las direcciones de todos esos números.
Se produjo una pausa.
– Dos residencias. Cinco oficinas del gobierno, en su mayoría oficinas del Congreso y la Seguridad Social.
– ¿Ninguna llamada a una dirección confirmada de la CIA?
– Ninguna -aseguró Galadriel después de otro instante-. Pero no tenemos una lista completa de los números de la CIA. Sabes que eso es imposible.
– Consigúeme las llamadas desde o hacia teléfonos de Virginia y Maryland.
Otra pausa.
– Sí. Sesenta y siete durante el día.
– ¿Alguna a Houston?
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