Jeff Abbott - Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez…
No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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La señora Todd era una mujer bulliciosa que les ofreció café y rápidamente desapareció, marchándose a la cocina para ver otro televisor.

Evan decidió jugar la carta de la compasión.

– Creemos que mis padres pasaron por el orfanato del Hogar de la Esperanza, pero sus informes fueron destruidos -comentó Evan-. Estamos intentando encontrar cualquier otra fuente alternativa de información, y también saber más cosas sobre el Hogar. Mis padres murieron hace varios años y queremos unir el rompecabezas de su vida anterior.

– Es admirable -dijo Dealey Todd- ese interés por tus padres. Mi hija vive en Cleveland y no se molesta en llamar más que una vez al mes.

– Dealey-llamó la señora Todd desde la cocina-, a ellos eso no les importa, cariñito mío.

Su cariñito puso una cara amarga y dijo:

– De acuerdo, el orfanato. -Se encogió de hombros, volvió a sonreír y le dio un sorbo a su café solo-. El orfanato se quemó diez años después de construirlo, así que os queda un camino difícil para encontrar información.

Evan sacudió la cabeza.

– Tiene que existir alguna fuente. ¿Quién lo construyó? Quizá la organización benéfica que lo financiaba tenga lo que necesito.

– Déjame ver. -Cerró los ojos para pensar-. Originariamente lo puso en marcha una organización benéfica aconfesional de Dayton, pero luego lo vendieron a… -Se daba golpecitos en el labio superior-. Veamos, intento recordar el nombre de una empresa de Delaware. Probablemente encontraréis el registro de la venta en la oficina del secretario del condado. Pero recuerdo que fueron a la quiebra después del incendio, y nadie reconstruyó el orfanato.

Un propietario en quiebra. Sólo Dios sabía lo que había ocurrido con esos archivos. Pero Evan había aprendido en sus entrevistas para los documentales que los callejones sin salida a menudo tenían atajos, pero no estaban a la vista. Pensó un segundo y preguntó:

– ¿Cómo se sentía la gente de la ciudad con respecto al orfanato?

– ¿Sabes? No es que Goinsville no sea un lugar caritativo, pero muchas personas de por aquí no estaban precisamente rebosantes de alegría con el orfanato. Había una especie de sentimiento de «sí, pero no en mi barrio». Un puñado de beatas se sentían un tanto molestas con esto…

– Dealey, cariñito mío, no exageres -apuntó la señora Todd desde la cocina.

– Pensé que cuando me jubilase del periódico dejaría atrás a los editores -señaló Dealey.

Silencio en la cocina.

– No estoy exagerando -les dijo a Evan y a Carrie-. A la gente no le gustaba especialmente que las muchachas con problemas fuesen al Hogar de la Esperanza y dejasen allí sus preciosas cargas. Tenían a los pecadores junto con el producto final.

De repente se quedó callado y sonrió con preocupación al recordar que estaba hablando de los padres y de los abuelos de Evan.

– ¿Alguien odiaba aquel lugar lo suficiente como para quemarlo? -preguntó Evan.

– Al principio, todo el mundo pensó que había sido un accidente causado por los cables eléctricos. Pero seis meses después del incendio, un adolescente llamado Eddie Childers mató a su madre de un disparo y luego se pegó un tiro. La policía encontró recuerdos de los lugares incendiados: patucos, un uniforme de chica del orfanato, fotos de familia de los trabajadores del Palacio de Justicia. Todo estaba guardado bajo su cama. Nunca lo olvidaré; yo estaba allí cuando los oficiales encontraron todo eso. Y dejó una nota responsabilizándose de todo. Era un crío rebelde. Fue triste, muy triste.

– Así que todos los archivos sobre los niños nacidos en el Hogar de la Esperanza fueron destruidos -dijo Evan-, porque tanto el orfanato como el Palacio de Justicia desaparecieron y los propietarios entraron en quiebra.

– Sí, básicamente -respondió Dealey-. Recuerdo que escribí unos cuantos artículos sobre la empresa propietaria del orfanato después de que ardiese… porque ya sabes, acabó con unos veinte puestos de trabajo o así en la ciudad. La gente esperaba que lo reconstruyesen. Veinte puestos de trabajo son veinte puestos de trabajo.

– Bueno, buscaremos los artículos en la biblioteca -propuso Carrie.

«Esto es un callejón sin salida, no es nada. No puede ser -pensó Evan-. Ése es el quid de la cuestión: Goinsville es un callejón sin salida.» Alguien quería que fuese el final del camino para cualquiera que viniese buscando a los padres de Evan. «No puede ser. No puedes tener un negocio que se ocupa de cuidar niños y que todos los retazos de su historia desaparezcan…»

– Gracias por su tiempo -dijo Carrie.

– Veinte puestos de trabajo -dijo Evan de repente-. Dígame, ¿conoce a alguien que trabajase en el Hogar de la Esperanza que todavía siga vivo?

Dealey se mordió el labio, pensativo. La señora Todd salió de la cocina:

– Bueno, la mujer del primo de Dealey trabajaba en el orfanato como voluntaria. Les leía cuentos a los niñitos todos los miércoles, ¿sabe? Despertaba su interés por los libros, porque ya sabe que ésa es la clave del éxito. Me acuerdo porque Phyllis ganó un premio a la «Voluntaria del año» y mi suegra me dio la lata durante semanas para que me presentase como voluntaria. Ella podría ayudaros o daros los nombres de los empleados.

– ¿Por casualidad vive todavía por aquí cerca? -preguntó Evan-. Podría enseñarle fotos de mi padre y de mi madre a ver si se acuerda de ellos.

– Claro -respondió Dealey-. Phyllis Garner vive a cinco calles de aquí.

– Phyllis no tiene ni un pelo de tonta -añadió la señora Todd-. Lástima, cariñito mío, que eso no sea común en tu familia.

Con una rápida llamada de teléfono se informaron de que la señora Garner estaba en casa, viendo el mismo culebrón que la señora Todd. Condujeron cinco calles más con Dealey Todd hasta una casa de ladrillo perfectamente conservada a la que daban sombra unos robles gigantes. La señora Garner llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de color lavanda, iba perfectamente peinada y tenía como mínimo ochenta y cinco años.

Mediante un gesto, Phyllis Garner los invitó a sentarse en un sillón con estampado floral.

– Sé que ha pasado mucho tiempo, señora. -Evan le mostró fotos actuales de sus padres-. Sus nombres eran Arthur y Julie Smithson.

Phyllis Garner estudió la foto.

– Smithson. Creo que recuerdo ese nombre. ¡James! -Phyllis llamó a su nieto, que andaba haciendo chapuzas en el garaje-. Ven a ayudarme un minuto.

Y ambos desaparecieron en un sótano, dejando a Dealey, a Evan y a Carrie hablando del tiempo y de fútbol universitario, dos de los más vivos intereses de Dealey.

Phyllis volvió quince minutos después, llena de polvo, pero sonriente. Su nieto traía una caja. La puso en la mesa del café y se marchó a terminar de hacer sus chapuzas.

Phyllis se sentó entre Evan y Carrie, abrió la caja y sacó un álbum de recortes amarillento.

– Fotos de los niños. Recuerdos. Me hacían dibujos y los firmaban «para la señorita Phyllis». Había una niña que siempre firmaba «para mi mamá»; me decía que necesitaba practicar conmigo para el día que tuviese una madre de verdad. Me rompía el corazón. Quise traérmela a casa, pero mi marido no quiso ni oír hablar de ello, y fue la única discusión que nunca gané. Mi corazón sufría por aquellos niños. Nadie los quería. Eso es lo peor del mundo, que no te quieran. Espero que reconozcas a tus padres aquí.

Y fue pasando las páginas. Phyllis Garner era hermosa, radiante y probablemente el sueño de todo huérfano. Evan se preguntó si la señora Garner había sido consciente del doloroso anhelo de esos niños desamparados por que ella los agarrase de la mano y les dijese «Te vienes conmigo». Hubiese sido más fácil si un ángel como aquél hubiese mantenido las distancias.

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