Warren Fahy - Henders

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Un equipo de científicos llega a una desconocida isla.
La isla de Henders se separó del resto del mundo hace cientos de millones de años, y desarrolló su propio ecosistema, de una agresividad nunca vista. Si una de estas criaturas consiguiera salir de la isla…seguramente destruiría todo el planeta. Henders es un intenso bio-thriller de ciencia ficción en el que hay cabida para la aventura, el peligro, la ciencia, la tecnología, el debate, la política, los intereses económicos, la amistad y el amor. Una novela para poner a prueba nuestra idea del mundo. ¿Qué haríamos si descubriéramos una especie, o varias, que puede ser utilizada como arma de destrucción masiva? ¿O si existiera la posibilidad de que nos barriera del planeta por superioridad de adaptación?

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– ¡Tengo órdenes de dispararle a cualquier persona que intente sacar de forma clandestina especies vivas de la isla, señor!

– Ah, sí. Eso es. Dígame, sargento, sólo hipotéticamente, si se encontrara usted en la extraordinaria posición, si fuera lo bastante afortunado como para encontrarse en el lugar preciso en el momento adecuado para salvar la vida de la Tierra, aunque ello significara desobedecer sus órdenes, ¿es usted la clase de persona que lo haría? ¿O es usted la clase de persona que obedecería las órdenes recibidas no importa cuáles pudieran ser las consecuencias para la raza humana?

– ¿Hipotéticamente cómo, señor? -preguntó Cane.

– ¿Qué pasaría si llamara por radio y dijera a la base que estamos recogiendo especímenes pero sin mencionar lo que realmente hemos encontrado? Ahora son las siete y media de la tarde. ¿Podría reunirse conmigo a las nueve, allí, sin que nos vean?

Thatcher señaló una ligera elevación en el terreno situada a unos treinta metros colina abajo de la casa de Hender; probablemente se trataba de una de las alas desmoronadas del B-29, hacía ya mucho tiempo desintegrada y engullida por el extraño trébol.

Cane miró duramente a Thatcher.

– ¿Y luego qué, señor?

– Luego podríamos largarnos simplemente de aquí, sargento.

– ¿Señor?

Thatcher se encogió de hombros.

– Ellos no tienen otro medio de transporte. Y mientras usted esté fuera puedo asegurarme de que no tengan ningún medio de comunicarse con la base.

– Eso sería un asesinato, señor.

– Llevarse a esas criaturas de la isla sería un genocidio, sargento. De toda la raza humana.

Después de un momento de silencio, Cane dijo:

– ¿Adonde podría ir?

– A cualquier parte. Hasta las nueve.

– ¿Y qué diríamos?

– Podríamos decir que nos atacaron mientras estábamos recogiendo especímenes y que los demás no consiguieron ponerse a salvo, sargento. Ellos insistieron neciamente en abandonar el vehículo y nosotros, sabiamente, permanecimos protegidos en el interior. Eso ha sido prácticamente lo que ha ocurrido hoy, ¿verdad? Usted no comunicó a la base lo que le pasó al doctor Cato. Diremos que todos murieron con él y en menos de cuarenta y ocho horas toda esta isla será el blanco de una bomba nuclear. ¿Podría ser más sencillo?

Cane miró al frente a través del parabrisas durante varios segundos. Luego puso en marcha el Hummer.

– Reunión a las veintiuna horas, señor -dijo, aunque se negó a mirar a Thatcher.

El zoólogo salió del vehículo y cerró la puerta del Hummer. Observó cuando Cane se alejaba.

En ese momento se percató de que el enjambre que brillaba tenuemente en la distancia cambiaba de dirección y ascendía la colina hacia él.

Thatcher se volvió y echó a correr.

19.33 horas

Thatcher irrumpió en el fuselaje y cerró rápidamente la puerta a su espalda.

Copepod le gruñó, mostrándole los dientes.

– No bueno, Thatcher -dijo Hender, provocándole un sobresalto.

– Estoy de acuerdo con él -dijo Nell-. ¿Qué han dicho, Thatcher?

– ¡Por favor, llamen a ese perro! -dijo Thatcher.

Hender silbó y Copey corrió a su lado. Hender acarició la cabeza del perro con sus dos manos derechas y Thatcher lo estudió durante un momento.

– ¿Qué fue lo que dijeron en la base, Thatcher? -preguntó Geoffrey.

– La actividad sísmica debe de estar interfiriendo la recepción de las comunicaciones -contestó él-. Cane dijo que tenía que acercarse más para transmitir el mensaje.

– ¡Joder, ese tío estaba cagado de miedo! -señaló Zero.

– Tendría que haber ido con él para asegurarse de que al presidente le llegaba el mensaje correcto -dijo Nell, pasándose la mano por el pelo en un gesto de frustración.

– Le anoté todo lo que tenía que decirles -replicó Thatcher-. ¡Cane ha dicho que regresaría pronto!

Un fuerte seísmo sacudió el fuselaje.

Aye-yai-yai-yeesh -exclamó Hender.

– Esto no es bueno -dijo Geoffrey, buscando de dónde cogerse y mirando a Nell.

Todos miraron la variedad de objetos de Hender, que ahora bailaban colgados del techo del fuselaje.

– Las sacudidas son cada vez más intensas -señaló Andy-. Los hendros están alterados por estos movimientos de tierra.

¿Hendros? -preguntó Thatcher.

– Yo los llamo hendros -dijo él-. Es una forma abreviada de hendrópodos.

Nell miró su reloj.

– Será mejor que Cane no se retrase demasiado, Thatcher. Teniendo en cuenta todo lo que debemos hacer para trasladar fuera de la isla sanos y salvos a los hendros, no tenemos mucho tiempo.

– Debería ser suficiente -dijo Geoffrey para tranquilizarla, y a continuación miró duramente a Thatcher.

19.54 horas

Veinte minutos después, Andy preguntó por enésima vez:

– ¿Dónde está nuestro conductor, Thatcher?

Hender y él jugaban a lanzarse mutuamente una pelota de plástico azul; Andy estaba sentado en el suelo delante de él mientras todos esperaban a que Cane regresara.

– ¿Cómo voy a saberlo? -repitió Thatcher, mirando nuevamente su reloj.

– Tal vez están organizando un convoy o algo por el estilo.

Geoffrey había estado contemplando maravillado cómo la criatura jugaba a la pelota con Andy, estudiando cómo se movían los brazos y se flexionaban las articulaciones, y observando la psicología y la cultura en su inteligencia, su humor y la alegre interacción con Andy.

– Este lugar muy pronto estará lleno de militares -dijo Zero.

– ¿Podéis imaginaros cómo habrá caído la noticia en la base? -preguntó Nell.

Zero dejó escapar una risita socarrona.

– Sí, debe de haber hecho saltar por los aires sus frágiles mentes de cascara de huevo.

– Tenemos que pensar en alguna forma segura de transportarlos. Andy, tú tendrías que viajar con Hender -dijo Nell.

– Asegúrate de que el ejército lo sabe, Nell -repuso él, devolviéndole la pelota a Hender -. A mí la gente no me escucha.

– Será mejor que lleguen pronto -dijo Geoffrey.

– Todo cuanto podemos hacer es esperar -dijo Zero encogiéndose de hombros.

– Pero no podemos esperar demasiado -replicó Nell.

A pesar de las torpes devoluciones y los fallos de Andy, Hender utilizaba cuatro manos, incluso la quinta y la sexta cuando era necesario, para devolver la pelota en un juego hipnótico. Copepod corría entre ambos, jadeando de excitación.

Cuando se estiraba con todos los miembros extendidos, Hender tenía la apariencia de una araña. Sin embargo, cuando estaba sentado, mostraba una barriga entre el anillo pélvico y el anillo medio, y tendía a apoyar los antebrazos superiores encima de la misma. Ahora, sentado frente a Andy con los brazos superiores plegados contra su largo cuello como si de hombros se tratara, parecía una mezcla de Buda y Vishnú, con amplios anillos de luz esmeraldas y rosados que emanaban de su pelaje blanco.

Nell y Geoffrey se sorprendieron el uno al otro contemplando el juego. Ambos se echaron a reír compartiendo su asombro y bajaron para sentarse en el suelo junto a Andy.

– ¿Sabéis? Creo que alguna especie podría haber salido ya de la isla Henders -especuló Geoffrey.

– Deja que adivine -dijo Andy, golpeando la pelota azul-. ¿Estomatópodos? -No consiguió cogerla de vuelta y Hender salvó la pelota.

– Exacto. ¡La esquila de agua! ¿Tú pensaste lo mismo?

– ¿Qué crees que fue lo que atacó el vehículo explorador de la NASA? De ese lago salieron unas esquilas de agua de diez metros de largo.

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