– Parece un culto dedicado a los buques de carga -musitó Thatcher al girar en otro recodo de la escalera. En medio de los restos del naufragio vieron entonces un chaleco salvavidas en el que aún se podían leer unas letras azules desteñidas: Lusitania.
– ¡Gracias, Señor! -dijo Zero, echándose a reír mientras grababa la escena con su cámara manual y también con la que llevaba en la cabeza.
Nell miró a Geoffrey detrás de ella, sin saber si echarse a reír o a llorar. Él asintió y le apretó impulsivamente la mano.
Cuando pasaban a través de un pasadizo llano vieron unos artefactos artificiales que representaban claramente adquisiciones más recientes: piezas de ROV, un casco del ejército e incluso un muñeco del Increíble Hulk.
Hender abrió una puerta y todos entraron en una enorme rama debajo de la sombrilla de la copa del árbol.
Abajo, unida al tronco del árbol, colgaba una gran estructura parecida a una noria.
De la noria salía un grueso cable de fibra verde trenzada. El cable discurría a través de una polea en una rama que pasaba por encima del acantilado.
Una cesta del tamaño de la Zodiac más grande del Trident colgaba del extremo del cable contra el brillo anaranjado del sol poniente, oscilando lentamente bajo el viento que soplaba a más de doscientos metros sobre el mar.
Hender señaló la cesta y luego algunos desechos apilados sobre la amplia rama.
– Hender tiene un ascensor -explicó Andy.
– ¡Así es como debe de haber reunido su colección! -dijo Nell-. El ascensor debe de llegar hasta una playa donde consiguió todo este material.
– Basura -dijo Thatcher, volviéndose para mirar a Cane-. La tarjeta de visita de la humanidad.
– Hum… ¿Creéis que deberíamos estar aquí fuera? -preguntó Zero mirando nerviosamente a su alrededor.
– No hay peligro, Zero -le aseguró Andy-. El árbol produce una especie de repelente de insectos. Aquí estamos a salvo.
Nell se echó a reír.
– Esto es una planta -suspiró-. ¡La primera planta de verdad en esta isla!
Andy sonrió.
– Es una pena que no dé flores, Nell.
– Me pregunto si evolucionaron juntos. -Geoffrey observó a Hender mientras trepaba ágilmente hasta una rama alta y extendía los brazos formando una uve doble. Una llamada entrañable, cadenciosa, resonó a través de una cámara en la cresta craneal de la criatura.
Un coro distante de cuatro llamadas similares respondió a través de la caldera de la isla.
– Hemos oído eso antes -dijo Andy-. ¿Te acuerdas, Nell?
Lágrimas de vergüenza aparecieron en sus ojos al recordar las voces de pesadilla que los micrófonos externos del StatLab habían captado reverberando a través de la isla.
– Sí…
– Hay cuatro más de ellos -dijo Thatcher.
– Muy bien -dijo Geoffrey con decisión-. Debemos celebrar una asamblea. Ahora.
19.23 horas
Hender los llevó de regreso al fuselaje del B-29, donde Andy consiguió hacerle entender por señas que los humanos y él necesitaban un poco de intimidad.
Hender asintió e hizo un gesto con las cuatro manos hacia el morro del avión, donde los humanos se reunieron. Mientras tanto, Hender permanecía cerca de la puerta con la espalda discretamente vuelta hacia ellos.
– Tenemos que salvarlos -dijo Nell, de pie delante de la ventanilla de la cabina de los pilotos cubierta con un trozo de plástico. Por la forma en que el avión se asomaba sobre el océano, ella casi tenía la sensación de que estaban volando.
Cane permanecía con los ojos cerrados, como si todo eso no fuese más que una pesadilla. Las palabras habían surgido de la boca de lo que parecía ser un objeto de atrezo en una película de terror. Esa cosa lo había llamado por su nombre y ahora llegarían otros como él. Era incapaz de relacionar todo eso con el mundo del que procedía; tenía la sensación de que el planeta se estaba partiendo en dos debajo de sus pies. No veía el alma de su Creador en ese monstruo. Veía, en cambio, otra fuerza, de increíble poder, que había actuado sin ninguna consideración por su propia sensibilidad al investir a ese animal con la apariencia de una alma. Estaba convencido de hallarse en presencia del mismísimo demonio.
– Estaba a punto de tirar la toalla con respecto a esta isla -dijo Geoffrey-. Pero creo que hemos encontrado la única especie benigna posible aquí: seres inteligentes. ¡Pensad en ello!
– Debemos informar al presidente -dijo Andy-. Tenemos que detenerlos.
– Por supuesto -convino Zero, grabando la escena con ambas cámaras.
– Regresemos al Humvee y llamemos a la base por radio -sugirió Nell.
– Esperad un momento -dijo Thatcher, alzando una mano-. Tenemos órdenes estrictas de los militares en cuanto al transporte de especies fuera de la isla.
Nell lo miró con furia y un claro desafío en los ojos.
– ¿Acaso está sugiriendo que destruyamos a esas criaturas, Thatcher? ¿Es eso lo que está diciendo?
– No estoy diciendo nada; sólo pregunto: ¿qué es lo que hace que esta especie sea más valiosa que los cientos de especies que estamos a punto de incinerar, doctora Duckworth?
– No puedo creer siquiera que esté preguntando eso -replicó Nell, enojada-. Hender piensa. Conoce su pasado y planifica su futuro. Es una persona, como usted y como yo.
– ¡Sin duda alguna, ésa es su peor recomendación! -Thatcher sacudió la cabeza, riendo despectivamente-. Hace que la especie de Hender sea más peligrosa que una plaga de langostas. ¿Es que no lo ven?
– No tienen por qué ser como una plaga de langostas, Thatcher. Pueden elegir -argumentó Nell-. Las langostas no tienen ninguna opción.
– Exactamente -dijo Thatcher-. Y eso nos convierte en seres mucho peores que las langostas. No necesitan muchas de nuestras elecciones para sumar una devastación global a una escala que ninguna otra criatura jamás sería capaz de igualar. No teníamos por qué venir a esta isla, doctora Duckworth, pero lo hicimos. Y, si no lo hubiésemos hecho, ninguna de estas criaturas tendría que morir. ¿O sí?
– Ahórrenos la ironía, Thatcher -dijo Geoffrey-. Ahora estamos aquí y tenemos una obligación moral, maldita sea.
– Antes de que encontrásemos a Hender, usted quería salvar la isla -le recordó Nell a Thatcher.
Thatcher la señaló agresivamente agitando el dedo.
– ¡Y usted quería lanzarle una bomba nuclear! -Miró a los demás en busca de un aliado-. ¿Acaso a ninguno de ustedes se les ha ocurrido que esta criatura es mucho más peligrosa que cualquier otra cosa en esta isla precisamente porque es inteligente? Por Dios, este planeta puede darse por satisfecho si consigue sobrevivir a una especie inteligente, pero ¿a dos? ¿Es que se han vuelto todos locos?
Geoffrey se mofó de él.
– La vida inteligente debe de haber conseguido vivir en esta isla en perfecta armonía con su medioambiente durante millones de años para evolucionar hasta crear a Hender. Afróntelo, Thatcher, esa teoría suya acerca de que la vida inteligente debe destruir su medioambiente es errónea, ¡y estos seres son la prueba de ello! Una de mis propias teorías ya ha sido desmentida por esta isla, si es que eso lo hace sentir mejor. Yo pensaba que un ecosistema con tan escasa cooperación simbiótica ni siquiera podía existir, mucho menos durar más que cualquier otro sistema en la Tierra. Pero yo también estaba equivocado. Acéptelo, Thatcher. Bienvenido al maravilloso mundo de la ciencia.
– Es curioso -dijo Nell-. Yo pensaba que esta isla serviría para demostrar mi teoría de que las plantas polinizadas por insectos exhibirían una variación genética extrema en condiciones de aislamiento. Pero aquí no había ninguna planta que tuviera polen. No hay ninguna planta, excepto este árbol. -Miró a Thatcher con tristeza-. Pero, en cambio, lo que hemos encontrado aquí es… ¡un milagro, Thatcher!
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