Warren Fahy - Henders

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Un equipo de científicos llega a una desconocida isla.
La isla de Henders se separó del resto del mundo hace cientos de millones de años, y desarrolló su propio ecosistema, de una agresividad nunca vista. Si una de estas criaturas consiguiera salir de la isla…seguramente destruiría todo el planeta. Henders es un intenso bio-thriller de ciencia ficción en el que hay cabida para la aventura, el peligro, la ciencia, la tecnología, el debate, la política, los intereses económicos, la amistad y el amor. Una novela para poner a prueba nuestra idea del mundo. ¿Qué haríamos si descubriéramos una especie, o varias, que puede ser utilizada como arma de destrucción masiva? ¿O si existiera la posibilidad de que nos barriera del planeta por superioridad de adaptación?

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Nell se echó a reír ante el primer objeto que Hender señaló en la pared.

– ¡Tampax! -exclamaron Geoffrey y ella al mismo tiempo.

La criatura extendió los cuatro brazos, indicando una caja de condones.

Nell, Geoffrey, Andy y Zero gritaron al unísono:

– ¡Trojan!

– Maravilloso. -Thatcher puso los ojos en blanco-. Veo que nuestra basura ya ha expuesto nuestros detalles biológicos más íntimos ante esta criatura.

Hender señaló otros objetos.

Los científicos los nombraron en voz alta:

– ¡Kodak! ¡Yoo-Hoo! ¡Vegemite! ¡Bactine! ¡Fresca! ¡Fanta! ¡Nesquick! ¡Orbit! ¡Milk-Duds! ¡Milky Way! ¡Purina Cat Chow! ¡Orange Crush! ¡Tamiflu! ¡Mylanta Zagnut!

La criatura alzó una mano y cerró los ojos.

– Paror -dijo.

Geoffrey se percató de que Hender debía de haber oído ejemplos de cómo se pronunciaba cada letra en el alfabeto latino.

Hender abrió entonces los ojos, que miraron rápidamente en diferentes direcciones mientras examinaba el oscuro interior del avión. Con dos manos agitó un par de frascos colgantes que se encendieron de inmediato produciendo un poco de luz y luego, con una tercera mano, señaló un objeto e indicó que hicieran silencio con la cuarta mano. Con una voz zumbona que resonaba como un oboe, dijo:

Sal-mone-to con-glado.

Los seis humanos se quedaron en completo silencio durante varios segundos. Era obvio que Hender estaba aplicando las reglas de la pronunciación por su cuenta, no podía estar copiando simplemente lo que les había oído decir a ellos.

– Salmonete congelado -lo corrigió Geoffrey.

Los ojos de la criatura revolotearon y la boca se hundió en las comisuras.

– ¿Salmonete? -Alzó una de las manos y cerró los ojos-. Paror.

Geoffrey volvió a corregirlo:

– Parar.

La criatura abrió los ojos y se volvió hacia Geoffrey mientras apoyaba las cuatro manos sobre sus cuatro caderas.

– ¿Parar? -dijo. Parecía irritado.

Todos asintieron vigorosamente excepto Thatcher y Cane.

– Realmente no le veo el sentido a todo esto -replicó Thatcher-. Cuando obviamente tenemos que…

– ¡Cierre el pico! -gritaron al unísono Nell, Geoffrey, Zero y Andy.

– Está aprendiendo a leer -dijo Geoffrey-. ¡De modo que cierre la boca, Thatcher!

– Cierre la boca, Thatcher -dijo Hender con voz aflautada, y su amplia boca pareció sonreír al sonrojado zoólogo.

Thatcher miró a Hender con temor y luego a Cane, quien estaba sentado muy rígido y con los ojos fijos en algún lugar de su interior.

– ¡No sabe lo que está diciendo! -se mofó Thatcher.

La criatura señaló una serie de latas descoloridas por el sol que estaban ordenadas sobre un estante.

¡Coo-ers, Bud-wee-izer, Fahn-tah, Hawaye-ee-an Punch!

– ¡Sí! ¡Coors, Budweiser, Fanta, Hawaiian Punch! -lo alentó Nell.

El sargento Cane tenía los ojos fuertemente cerrados y aferraba con una mano el crucifijo de oro en la cadena que tenía alrededor del cuello mientras la otra no soltaba la culata de su rifle de asalto.

La criatura agitó sus cuatro brazos hacia el techo y luego se inclinó hacia adelante.

Pe-gro. Cui-do. Ma-ria-les pe-gro-sos. En caso de eme-gecia abrir escotilla de escapee. ¡Abandonun baarco!

Geoffrey asintió, maravillado.

– ¡Sí! Peligro. Cuidado. Peligroso. Emergencia. Escapen. ¡Abandonen el barco!

Hender asentía ante cada una de las correcciones de Geoffrey.

– Sí, peligro cuidado peligroso. ¡Escapen! Hender señal otros. Hender señal.

Geoffrey se quedó boquiabierto.

– Habla en serio -dijo Zero.

Nell se inclinó hacia adelante presa de una súbita urgencia.

– ¿Cuántos otros? ¿Cuántos? -Contó lentamente con los dedos-. Uno, dos, tres, cuatro…

– Cuatro otros -dijo Hender.

Thatcher volvió a apoyarse contra la pared del fuselaje con una conclusión sombría que era evidente en su rostro. Volvió a mirar a Cane, quien ahora murmuraba algo aferrado al crucifijo.

La criatura se dirigió súbitamente hacia ellos y ambos se encogieron antes de darse cuenta de que les estaba haciendo señas para que lo siguieran. Pasó a través del más grande de varios orificios redondos practicados en el costado del arrugado fuselaje del B-29.

– Hora de dar un paseo -dijo Andy.

– ¡Paseeeeoooo! -gruñó la criatura, asintiendo con la cabeza sobre su cuello flexible.

19.10 horas

Todos siguieron a Hender por una escalera de caracol que parecía a medias natural y a medias excavada en el interior del inmenso árbol.

En nichos excavados junto a la escalera había numerosos recipientes de cristal que brillaban con una tenue luz verde. Hender agitó los frascos al pasar junto a ellos y todos se iluminaron intensamente cuando los bichos bioluminiscentes se movieron en su interior, alumbrando el camino y revelando más carteles, desechos, etiquetas y artefactos fijados a las paredes y colgando del techo.

Hender hizo una pausa ante un nicho que le llegaba a la cintura y le dio unos golpecitos a un frasco que había en su interior. Los humanos vieron que allí había un coco apuntalado. Llevaba una especie de gorra roja colocada de lado y exhibía una tosca cara de rasgos humanos mezclados con extraños elementos de la anatomía del propio Hender. Junto al coco había una navaja con el mango de marfil, que Hender cogió y le entregó a Nell.

– Parece estar tallado -dijo ella-. Aquí han grabado un nombre, ¿lo ves? -Le enseñó la navaja a Geoffrey.

Hender cogió la navaja y leyó en voz alta:

Heen-ree FERRR-reeeers.

– Imposible -dijo ella-. ¿Henry Frears?

– ¡Sí, muy bien! -dijo Hender.

– ¿Qué ocurre, Nell? -preguntó Geoffrey.

– Henry Frears era el marinero del Retribution que desapareció cuando recogía agua en la isla -explicó ella.

– ¿Eh? -dijo Geoffrey.

– El capitán Henders lo dejó registrado en su cuaderno de bitácora cuando descubrió la isla en 1791.

– ¿Dónde diablos consiguió Hender un coco? -musitó Zero.

– Si ésta es la gorra de Frears -dijo Nell-, entonces Hender debió de verlo. ¡Eso supondría que Hender tiene más de doscientos veinte años!

– Ya os lo dije -intervino Andy-. Creo que es aún más viejo que eso.

Hender silbó y les hizo señas con tres manos para que lo siguieran.

Pasaron junto a otro nicho donde también había un coco tallado, en este caso, cubierto con una gorra de oficial norteamericano de la segunda guerra mundial. Una larga gubia a un lado del coco estaba manchada con pigmento rojo.

– Quizá pertenecía al capitán del B-29 -sugirió Zero con voz grave.

Pasaron por más habitaciones, atisbando dentro de ellas con frustrada curiosidad mientras se apresuraban para seguir el paso del guía por el sinuoso pasadizo.

En otro de los nichos había un coco sin tallar. No tenía cara. A modo de pelo llevaba algas rojas secas y estaba cubierto con una gorra de béisbol de los Mets.

– ¡Eh, ésa es mi gorra! -exclamó Nell. La cogió y la calzó en su cabeza con una media sonrisa dirigida a Hender -. La dejé olvidada en el StatLab.

La cabeza de Hender se volvió hacia ella sobre su largo cuello y asintió.

– ¡Nell, sí! -graznó, imitando torpemente su sonrisa.

Ella se volvió y miró a Geoffrey con unos ojos como platos.

– ¡Ha dicho mi nombre! -susurró.

A lo largo del serpenteante techo había una colección de boyas de plástico y flotadores de redes de pesca colgando de un cordel. Otros objetos diversos, golpeados y descoloridos por el sol, parecían fijados en cada centímetro cuadrado disponible en el espacio de la pared. Al girar en un recodo pudieron ver, montado encima de ellos e iluminado por una fila de frascos llenos de bichos fluorescentes, lo que parecía ser el desteñido mascarón de proa de un galeón español, una sirena tallada en madera, mitad humana, mitad pez.

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