– ¿Y?
– Parece que nuestro amigo, el doctor Seidman ha ido hoy a su oficina. Acompañado de una persona muy especial.
Lydia se tiñó el pelo de negro, el mejor color para fundirse con la noche.
El plan en sí era sencillo.
– Confirmamos que tiene el dinero -dijo a Heshy-. Y luego lo mato.
– ¿Estás segura?
– Del todo. Y lo mejor de todo es que el asesinato se relacionará automáticamente con el primer tiroteo -Lydia le sonrió-. Aunque algo saliera mal, no hay nada que lo relacione con nosotros.
– ¿Lydia?
– ¿Pasa algo?
Heshy encogió sus enormes hombros.
– ¿No crees que sería mejor que lo matara yo?
– Soy mejor tiradora, Oso.
– Pero… -vaciló y volvió a encogerse de hombros-, yo no necesito un arma.
– Quieres protegerme -dijo ella.
Él no contestó.
– Te lo agradezco.
Y era verdad. Pero una de las razones por las que quería hacerlo ella misma era para proteger a Heshy. Él era el vulnerable. A Lydia nunca le había preocupado que la pillaran. En parte por el clásico exceso de seguridad. Sólo pillan a los tontos, no a los cuidadosos.
Pero más que eso, sabía que si la atrapaban, no la condenarían nunca. No sólo por su aspecto de chica corriente, aunque esto sin duda la ayudaría. Lo que ningún fiscal lograría superar sería la llorona dramatización que haría de su caso. Lydia les recordaría su «trágico» pasado. Alegaría abusos de todo tipo. Lloraría en los programas de televisión. Hablaría de la triste situación de las estrellas infantiles, de la calamidad de verse obligada a vivir en el mundo del duendecillo Trixie. Se mostraría adorablemente victimizada e inocente. Y el público -por no hablar del jurado- se lo tragaría todo.
– Creo que es lo mejor -dijo ella-. Si ve que te acercas, puede que huya. Pero si me ve a mí, tan pequeñita… -Lydia dejó de hablar y se encogió de hombros.
Heshy asintió. Ella tenía razón. Aquello sería coser y cantar. Ella le acarició la cara y le dio las llaves del coche.
– ¿Pavel tiene claro su papel? -preguntó Lydia.
– Sí. Nos encontraremos allí. Y sí llevará la camisa de franela.
– Entonces podemos empezar -dijo-. Llamaré al doctor Seidman.
Heshy utilizó el control remoto para abrir las puertas del coche.
– Oh -dijo Lydia-, tengo que comprobar una cosa antes de salir.
Lydia abrió la puerta de atrás. El niño dormía profundamente en la sillita del coche. Lydia comprobó el cinturón y lo aseguró bien.
– Creo que me sentaré detrás, Oso -dijo-. Por si acaso el mocoso se despierta.
Heshy subió al asiento del conductor. Lydia cogió el teléfono y el distorsionador de voz y marcó el número.
Encargamos una pizza, lo cual creo que fue un error. Las pizzas nocturnas son muy universitarias. Era otro recordatorio no demasiado sutil del pasado. Yo no dejaba de mirar el teléfono móvil, conminándolo a que sonara. Rachel estaba silenciosa, pero esto no me molestaba. Siempre habíamos sabido estar bien en silencio. Aquello también era raro. En muchos sentidos, estábamos retrocediendo, retomándolo donde lo habíamos dejado. Pero en muchos otros sentidos, éramos desconocidos con una relación tenue e incómoda.
Era raro que de repente mis recuerdos fueran vagos. Había creído que, en cuánto la viera, los recuerdos volverían a la superficie. Pero me vinieron pocas cosas concretas. Era más una sensación, una emoción, parecida a la forma en que recordaba el crudo frío de Nueva Inglaterra. No sé por qué no podía recordar. Y no estaba seguro de lo que eso significaba.
La frente de Rachel se arrugó mientras jugaba con su equipo electrónico. Dio un mordisco a la pizza y dijo.
– No es tan buena como la de Tony's.
– Aquel local era espantoso.
– Un poco grasiento -convino ella.
– ¿Un poco? ¿No llevaba la grande un cupón para una angioplastia?
– Bueno, te sentías como si te metieran fango por vía intravenosa.
Nos miramos.
– ¿Rachel?
– Dime.
– ¿Y si no llaman?
– Entonces es que no la tienen, Marc.
Pensé en esto. Pensé en el hijo de Lenny, Conner, en las cosas que decía y hacía, e intenté aplicarlo al bebé que había visto por última vez en su cuna. No sabía ajustado, pero esto no significaba nada. Había esperanza. Me aferraba a eso. Si mi hija estaba muerta, si aquel teléfono no volvía a sonar, sabía que la esperanza me mataría. Pero no me importaba. Era mejor morir así que intentar seguir porque sí.
O sea que tenía esperanza. Y yo, el cínico, me permitía creer en lo mejor.
Cuando finalmente sonó el móvil, eran casi las diez. Ni siquiera miré primero a Rachel y esperé que me hiciera una señal. Mi dedo estaba en el botón de respuesta antes de que hubiera terminado el primer timbre.
– ¿Diga?
– De acuerdo -dijo la voz robótica-, la verás.
No podía respirar. Rachel se acercó a mí y puso la oreja junto a la mía.
– Bien -dije.
– ¿Tienes el dinero?
– Sí.
– ¿Todo?
– Sí.
– Entonces escucha con atención. Si te desvías de lo que te digo desapareceremos. ¿Entendido?
– Sí.
– Según nuestro informador vas bien. No has hablado con las autoridades. Pero tenemos que estar seguros. Irás solo en coche hacia el puente George Washington. Una vez allí, estaremos cerca. Utiliza el sistema de radio del teléfono. Te diré donde tienes que ir y lo que tienes que hacer. Te registraremos. Si encontramos armas o micrófonos, desapareceremos. ¿Entendido?
Sentí que la respiración de Rachel se aceleraba.
– ¿Cuándo veré a mi hija?
– Cuando nos encontremos.
– ¿Cómo sé que no os llevaréis el dinero sin más?
– ¿Cómo sabes que no voy a colgarte ahora mismo?
– Voy a salir -dije. Pero añadí rápidamente-: Pero no os entregaré el dinero hasta que vea a Tara.
– Vale, estamos de acuerdo. Tienes una hora. Entonces mándame una señal.
Conrad Dorfman no parecía contento de haber tenido que volver a la oficina de MVD tan tarde. A Tickner le daba lo mismo. Si Seidman hubiera ido allí solo, habría sido una pista importante, sin duda. Pero que Rachel Mills también hubiera ido, que estuviera implicada de alguna manera, bueno, digamos que aquello picaba la curiosidad de Tickner.
– ¿Le ha mostrado la señora Mills alguna identificación? -preguntó.
– Sí -contestó Dorfman-. Pero ponía «Retirada».
– ¿Y estaba con el doctor Seidman?
– Sí.
– ¿Llegaron juntos?
– Creo que sí. Bueno, cuando entraron aquí, lo hicieron juntos.
Tickner asintió con la cabeza.
– ¿Qué querían?
– Una contraseña. Para un CD.
– No sé si le sigo.
– Dijeron que tenían un CD que nosotros habíamos dado a una cliente. Nuestros cedes están protegidos con una contraseña. Querían que se la diéramos.
– ¿Se la dieron?
Dorfman puso una expresión adecuadamente escandalizada.
– Por supuesto que no. Hicimos que llamaran a su agencia. Nos dijeron… bueno, en realidad no nos contaron mucho. Sólo dejaron claro que no debíamos colaborar con la agente Mills bajo ningún concepto.
– Ex agente -puntualizó Tickner.
¿Cómo? Tickner no dejaba de darle vueltas. ¿Cómo podía estar relacionada Rachel Mills con Seidman? Él había intentado concederle el beneficio de la duda. A diferencia de sus compañeros, la conocía, la había visto en acción. Era una buena agente, incluso una agente estupenda. Pero ahora tenía dudas. Le preocupaba la sucesión temporal. Por qué estaría allí. Por qué enseñaría su placa e intentaría utilizar su influencia.
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