Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– ¿Le dijeron cómo había llegado el CD a sus manos?

– Dijeron que pertenecía a la esposa del doctor Seidman.

– ¿Es verdad?

– Creo que sí.

– ¿Está enterado de que su esposa murió hace más de año y medio, señor Dorfman?

– Ahora lo sé.

– Pero ¿no lo sabía cuando estuvieron aquí?

– Exacto.

– ¿Por qué el doctor Seidman ha esperado dieciocho meses a pedir la contraseña?

– No me lo dijo.

– ¿Se lo preguntó?

– No. -Dorfman se removió en el asiento.

Tickner sonrió en plan colega.

– No tenía por qué -dijo, con falsa amabilidad-. ¿Les dio alguna información?

– Ninguna.

– ¿No les dijo por qué la señora Seidman había contratado a la agencia?

– No.

– Bien, muy bien. -Tickner se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Estaba a punto de hacer otra pregunta cuando sonó su móvil-. Discúlpeme -dijo, y metió la mano en el bolsillo.

– ¿Vamos a tardar mucho? -preguntó Dorfman-. He quedado.

Tickner no se molestó en responder. Se levantó, se acercó el móvil a la oreja y contestó:

– Tickner.

– Soy el agente O'Malley -dijo el joven.

– ¿Ha descubierto algo?

– Pues sí.

– Le escucho.

– Hemos comprobado los registros telefónicos de los últimos tres años. Seidman no la había llamado nunca, al menos, ni desde su casa ni desde su consulta, hasta hoy.

– ¿Ahora voy a escuchar un pero?

– Sí. Pero Rachel Mills lo llamó… una vez.

– ¿Cuándo?

– Hace dos años.

Tickner calculó. Aquello debió de ser unos tres meses antes del asesinato y el secuestro.

– ¿Algo más?

– Algo gordo, creo. He mandado a uno de nuestros agentes a registrar el apartamento de Rachel en Falls Church. Todavía está allí, pero ¿sabe lo que encontró en un cajón de la mesita de noche?

– ¿Se cree que esto es un concurso, O'Ryan?

– O'Malley.

– ¿Qué encontró el agente? -preguntó Tickner frotándose el puente de la nariz.

– Una foto profesional.

– ¿Qué?

– Bueno, es que no sé si es exactamente una foto profesional. Es una foto formal al estilo antiguo. Debe de tener quince o veinte años. Ella lleva el pelo recogido y una especie de cinta de flores en el brazo. ¿Cómo se llama eso?

– ¿Ramillete?

– Gracias.

– Y esto qué demonios tiene que ver…

– El tipo de la foto.

– ¿Qué pasa?

– Nuestro agente está seguro. El chico con quien está, su acompañante, es nuestro doctor Seidman.

Tickner notó una subida de adrenalina.

– Siga investigando -dijo-. Llámeme cuando sepa algo más.

– De acuerdo.

Colgó el teléfono. ¿Rachel y Seidman habían ido a un baile de gala juntos? ¿Qué estaba pasando? Ella era de Vermont, si recordaba bien. Seidman vivía en Nueva Jersey. No habían ido al instituto juntos. ¿Y a la universidad? Tendría que mirarlo.

– ¿Sucede algo?

Tickner se volvió. Era Dorfman.

– Veamos, señor Dorfman. ¿Ese CD pertenecía a Monica Seidman?

– Esto es lo que nos dijeron, sí.

– Sí o no, señor Dorfman.

El hombre se aclaró la garganta.

– Creemos que sí.

– ¿Entonces ella fue cliente de la empresa?

– Sí, eso lo hemos confirmado.

– En resumen, una víctima de asesinato fue cliente suya.

Silencio.

– Su nombre salió en todos los periódicos del Estado -siguió Tickner, mirándolo con dureza-. ¿Como es que no nos lo comunicaron?

– No lo sabíamos.

Tickner mantuvo la mirada dura.

– El empleado que llevó el caso ya no trabaja aquí -añadió rápidamente-. Mire, cuando la señora Seidman fue asesinada ya se había ido. Por eso nadie estableció la relación.

A la defensiva. A Tickner le gustaba esto. Creía en él, pero no lo demostró. Así estaría deseoso de complacerle.

– ¿Qué había en el CD?

– Fotografías, creo.

– ¿Cree?

– Es lo habitual. No siempre. Utilizamos los cedes para almacenar fotos, pero podría haber otro tipo de documentos también. No sabría decirle.

– ¿Y por qué no?

Dorfman levantó las manos.

– No se preocupe. Tenemos una copia de seguridad. Pero todos los archivos de más de un año de antigüedad se almacenan en el sótano. La oficina está cerrada, pero cuando supe que estaba interesado, hice que viniera alguien. Ahora mismo está buscando el material de la copia de seguridad del CD.

– ¿Dónde?

– Está en el piso inferior. -Dorfman miró el reloj-. Ya habrá terminado. ¿Quiere que bajemos a verlo?

Tickner se puso de pie.

– Vamos a curiosear.

Capítulo 24

– Todavía hay cosas que podemos hacer -dijo Rachel-. Estas cosas son de alta tecnología. Aunque te cacheen, podemos esquivarlos. Tengo un chaleco antibalas que lleva una cámara diminuta en el centro.

– ¿Y crees que no lo detectarán con un cacheo?

– Vale, de acuerdo, mira, sé que te preocupa que lo descubran, pero seamos realistas. Hay muchas posibilidades de que esto sea una trampa. No les des el dinero hasta que veas a Tara. No te metas en ningún sitio donde estés solo. No te preocupes por el localizador; si van en serio, tendremos a Tara antes de que registren los tacos de dinero. Sé que ésta no es una decisión fácil, Marc.

– No, tienes razón. Fui sobre seguro la otra vez. Creo que tenemos que arriesgarnos esta vez. Pero el chaleco está descartado.

– Bien, esto es lo que vamos a hacer. Yo me esconderé en el portaequipajes. Mirarán en el asiento trasero, para ver si hay alguien escondido. El maletero es un buen escondite. Desconectaré los cables para que no se enciendan las luces cuando se abra el maletero. Intentaré estar a tu lado, pero tengo que mantener una distancia de seguridad. No te equivoques: no soy una supermujer. Puedo perderte, pero recuerda: no me busques bajo ningún concepto. Ni siquiera disimuladamente. Estos tipos seguro que son buenos. Se darían cuenta.

– Entendido. -Rachel iba vestida toda de negro-. Parece que vayas a hacer una lectura en el Village.

– Kumbaya, señor. ¿Estás a punto?

Los dos oímos que un coche se detenía. Miré por la ventana y sentí el pánico como un pinchazo de aguja.

– Mierda -exclamé.

– ¿Qué pasa?

– Es Regan, el policía que lleva el caso. Hacía más de un mes que no le veía. -La miré. Su cara parecía muy blanca contra la ropa negra-. ¿Coincidencia?

– Nada de coincidencias -dijo ella.

– ¿Cómo demonios se ha enterado de lo del rescate?

Ella se apartó de la ventana.

– Seguramente no ha venido por eso.

– ¿Entonces qué?

– Yo diría que se ha enterado de que he estado en MVD.

Fruncí el entrecejo.

– ¿Y qué?

– No hay tiempo para explicaciones. Mira, me voy al garaje y me esconderé. Te preguntará por mí. Dile que he vuelto a Washington. Si insiste, dile que somos viejos amigos y nada más. Intentará interrogarte.

– ¿Por qué?

Pero ya se estaba alejando de mí.

– Mantente firme y échalo. Te espero en el coche.

No me gustaba, pero no había tiempo para discutir.

– De acuerdo.

Rachel se fue al garaje por la puerta del recibidor. Esperé hasta que desapareció de mi vista. Cuando Regan entró en el jardín, abrí la puerta, intentando cortarle el paso.

Regan sonrió.

– ¿Me esperaba? -preguntó.

– He oído su coche.

Asintió con la cabeza como si lo que acaba de decir mereciera un análisis ponderado.

– ¿Tiene un momento, doctor Seidman?

– En realidad es un mal momento.

– Ah -Regan no dejó de caminar. Pasó por mi lado y entró en el recibidor, observándolo todo-. ¿Iba a salir?

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